Unido a Vella como un ciego a su guía, a partir de aquel momento, el embajador no había pedido mujeres, por fortuna. A pesar de ello, su mirada lenta y viscosa se deslizaba como la miel sobre los escotes de las damas. En cambio, había requerido ver todo lo que de origen árabe existía en Palermo. A partir de esta exigencia, en la medida en que fray Giuseppe podía satisfacerla, dando unas veces en el sitio exacto o equivocándose otras, nacía el humor general de la jornada. Fue un hecho feliz que monseñor Airoldi, con su gran amor por la historia siciliana y por las cosas de origen árabe, interviniese para convertirse en guía del embajador, siempre con la mediación de fray Giuseppe como intérprete. Incluso monseñor había convertido el deber del capellán en una circunstancia placentera; lucrativa, por cierto, ya lo era desde el comienzo. Las noches transcurrían, dulces, entre hermosísimas mujeres, el delicioso encanto de las luces, sedas, espejos, músicas suaves y cantos melodiosos, sumados a las delicadezas culinarias y a la ilustre compañía.
Y el pensamiento de que todo aquello no podría durar más allá de la partida de Abdallah Mohamed ben Olman, comenzó a corroer a fray Giuseppe Vella. Volver a las cifras de su misérrima renta capellanicia, al inseguro provecho de los números, le parecía ahora una suerte amarga, un motivo de desesperación.
Así, por el ansia de no perder ciertas alegrías apenas degustadas, por la avaricia innata, por el oscuro desprecio hacia sus propios semejantes, apresando con premura la ocasión que la suerte le brindaba, sabiendo que corría grave riesgo, Giuseppe Vella se convirtió en el protagonista de la gran impostura.
El 12 de enero de 1783 Abdallah Mohamed ben Olman partió. Cuando la falúa zarpó, su estado de ánimo era muy similar al de su acompañante e intérprete: de liberación, de felicidad. Era verdad que el embajador parecía casi un sordomudo, pero fray Giuseppe había pasado jornadas inquietas, con el corazón en la boca, como se suele decir, temeroso de que un gesto de impaciencia, una elocuente actitud de disgusto o desilusión, revelase a monseñor Airoldi y a los demás que el intérprete no estaba por entero seguro de su árabe.
—Vete a tu propio diablo —murmuró fray Giuseppe mientras la falúa se fundía en la línea de cobre cálido del horizonte crepuscular. Y de pronto descubrió que había olvidado, o que jamás había sabido el nombre del embajador. Para la función a la que lo destinaba dentro de su planificada impostura, lo rebautizó Muhammed ben Osman Mahgia, y en ese mismo instante quiso comprobar la reacción de monseñor.
—Nuestro querido Muhammed ben Osman Mahgia —dijo.
—Querido de verdad —respondió monseñor Airoldi—. Es una gran pena que haya querido abandonarnos con tanta presteza: su consejo te hubiese sido precioso para el trabajo que tendrás que emprender.
—Mantendremos correspondencia.
—Oh, ya sabes cómo son las cosas... el ojo de un hombre como él a tu lado, su presencia... Hubieras podido cumplir con tu trabajo más aprisa y con mayor seguridad... Si de hecho Sicilia fuese reino, tal como lo es de nombre, hubiéramos arbitrado cada medio a nuestro alcance para tener en Palermo, como embajador, a nuestro... ¿cómo se llama?
—Muhammed ben Osman Mahgia.
—Eso es... Pero tú cumplirás tu tarea con acierto aun sin él, no me cabe duda... Y toma en cuenta los motivos de mi impaciencia, de mi pasión: siglos de historia, de civilización, desenterrados de entre las tinieblas en las que yacen, devueltos a la luz de la conciencia. Una obra magna, querido mío, una obra sin parangón, a la que quedarán ligados tu nombre y el mío modestísimo...
—Oh, excelencia —se defendió fray Giuseppe.
—Pues sí, será, sobre todo, mérito tuyo; por decirlo así, no soy más que tu empresario... A propósito: sé en qué condiciones vives en casa de tu sobrina, en un barrio ruidoso y en una casa sin comodidades... Mi secretario se ocupa en estos momentos de buscarte una casa adecuada para ti, para tu trabajo, que sea decente y tranquila...
—Estoy profundamente agradecido a vuestra excelencia.
—Y no permitiré que te falten otras muestras de mi buena voluntad, de mi interesada buena voluntad... Interesada, tenlo bien presente, interesada —subrayó con una sonrisa, mientras le tendía la mano para que se la besase. Monseñor Airoldi ocupó su litera dorada, con cierta fatiga y algún leve gemido. El palafrenero cerró la portezuela; por detrás del cristal, monseñor hizo una señal de saludo, de bendición.
Fray Giuseppe permaneció firme en su reverencia, con la mano sobre la cruz jerosolimitana, sobre el corazón, como si anhelara contener su ímpetu, el tempestuoso regocijo del riesgo, de la victoria.
Sumergido en sus pensamientos, se encaminó hacia su casa a través del populoso barrio de la Kalsa: las mujeres le señalaban con el dedo y los niños gritaban a sus espaldas.
—El cura que estaba con el turco, el cura del turco —puesto que como acompañante del marroquí se había vuelto popular.
Fray Giuseppe ni siquiera les oía. Alto, robusto, lento y solemne su paso, grave el rostro oliváceo, los ojos absortos, con la gran cruz de Jerusalén sobre el pecho, caminaba en medio de aquel polvillo humano. En tanto, en su mente, jugaban a los dados fechas y nombres; rodaban a través de la hégira, de la era cristiana, del oscuro e inmutable tiempo del polvillo humano de la Kalsa; se hacinaban para componer una cifra, un destino; otra vez se agitaban, martilleantes, dentro del pasado ciego. Fazello, Inveges, Caruso, la
Crónica de Cambridge
: los elementos de su juego, los dados de su azar.
«Sólo me hará falta algo de método —se decía—, sólo algo de atención.»
Sin embargo, no era capaz de impedir que sus sentimientos se exaltaran, que la misteriosa ala de la piedad desflorase la fría impostura, que la melancolía humana se elevara en medio de aquel polvo.
—Vuestra excelencia —decía el marqués de Geraci— ha tenido la suerte de hallar los códices árabes; pero yo me pregunto dónde irán a dar con sus huesos los estudiosos que, en el día de mañana, experimenten la inquietud de recoger la historia de la Santa Inquisición en Sicilia.
—Pues muy bien puede haber otros documentos en otras instituciones, en otros archivos —respondió con cierto embarazo monseñor Airoldi— además existen crónicas y diarios.
—Vuestra excelencia me ha hecho comprender que no se trata de una misma cosa: entregar a las llamas un archivo como aquel del Santo Tribunal constituye un daño enorme, irreparable... Habrá de transcurrir mucho tiempo hasta que se logre seguir el rastro de los documentos dispersos aquí y allá, hasta que se los reúna... ¡Y luego, los periódicos! A cualquiera se le ocurre una tontería y la estampa en un periódico, como el marqués de Villabianca, que recoge cada rumor. De aquí a cien años, su periódico se habrá convertido en un excelente motivo de risa.
—¿Y qué queréis hacer, querido marqués? Además, ya es cosa hecha: nuestro virrey ha querido colmar este capricho suyo.
—Un capricho de
paglietta
[1]
, ya que vuestra excelencia ha querido considerarlo un capricho.
—Ssshhh —pidió su excelencia, con el índice sobre los labios, haciendo una cruz.
—Yo me..., y vuestra excelencia me perdone, en él, en sus partidarios y en sus esbirros. Yo llamo al pan pan y al vino vino, y a aquello que vuestra excelencia llama capricho yo lo denomino delito. ¡Quemar los archivos de la Santa Inquisición! Quemar tres siglos así, como si nada. Tres siglos que requieren algo más que una hoguera para ser borrados. Un patrimonio, una riqueza que pertenecía a todos, y, en particular, a nosotros, a nuestra propia clase...
Deus, iudica causam tuam
[2]
—dijo, irónico, el abogado Di Blasi. Citaba el lema de la Inquisición que el virrey había hecho borrar de la fachada del palacio Steri.
El marqués lo envolvió con una mirada malévola. Con mayor fogosidad prosiguió Geraci:
—Y me pregunto cómo el arzobispo se ha dejado arrastrar al espectáculo de semejante mascarada.
—No ha sido una mascarada. El marqués Caracciolo ha querido darnos a todos la idea exacta, la exacta advertencia de que los tiempos están a punto de cambiar y de que con cierto pasado hay que hacer lo que con las cosas apestadas: una hoguera... —explicó Di Blasi.
—En cuanto a la intervención de su eminencia... ¿Qué queréis que os diga...? Los tiempos cambian, como bien dice el abogado —observó monseñor Airoldi.
—Un individuo llamado D'Alembert —intervino el príncipe de Cattolica— ha hecho publicar en el
Mercure de France
una carta que sobre este tema le ha escrito nuestro
paglietta
. Y hay para morirse con esa ridiculez... Figuraos que asegura que ha llorado cuando el secretario del gobierno leyó en público el decreto de abolición... ¿Vosotros le habéis visto llorar?
—Yo no estaba allí —respondió con desdén el marqués.
—Yo sí estuve presente —dijo Di Blasi— y os aseguro que el virrey se hallaba conmovido de verdad. También yo lo estaba.
—Pediré que me presten el
Mercure de France
—exclamó el príncipe de Cattolica, mirando con desprecio a Di Blasi y dirigiéndose hacia el marqués Geraci— y os lo haré leer: cosa de risa, os aseguro, cosa de risa... —se alejó sonriente, pero casi de inmediato regresó para colgarse del brazo del marqués—. ¿Puedo deciros una palabra?
El marqués emitió un bufido de molestia e hizo girar su mirada, como si buscase algún auxilio. Luego lo siguió.
—El marqués tiene la lengua envenenada contra el virrey —explicó monseñor Airoldi a fray Giuseppe Vella que estaba a su lado—. Figúrate que ha recibido la advertencia de que no debe usar en adelante ciertos títulos: primer conde en Italia, primer señor de una y otra Sicilia, príncipe del Sacro Imperio Romano... ¿Y se puede vivir aún sin estos títulos?
Giovanni Meli, que parecía semiadormilado sobre una poltrona, se despertó con el picante airecillo de la maledicencia. Una expresión compasiva le cubrió la cara, como si de verdad participase de los agobios del príncipe de Cattolica, y exclamó:
—¡Oh, nuestro pobre príncipe! Obtiene de Nápoles seis meses de plazo para pagar a sus acreedores y, no señor, el virrey exige que pague de inmediato... ¡Qué tiempos! —Bajó los párpados para ocultar el brillo de burla que iluminaba sus ojos; luego los alzó y su mirada fingía inocencia—. Y no hay nada que decir de aquel pobre príncipe de Pietraperzia, que ahora está en Castellammare por nada, exactamente sin ninguna clase de motivos. Sólo le ha dado hospitalidad a algunos asesinos, el pobre príncipe... ¿Y cuándo, antes de ahora, por algo semejante, se ha enviado a prisión a un noble?
—Un caso inaudito —comentó don Vicenzo Di Pietro que, al pasar, había llegado a oír la última frase y se mostraba lleno de severa indignación.
—Los nobles: la sal de la tierra de Sicilia —suspiró Giovanni Meli.
—Bien podéis afirmarlo —sentenció don Gaspare Palermo.
—El privilegio, la libertad de Sicilia —abundó don Vincenzo en favor de la teoría.
—¿Qué libertad? —preguntó el abogado Di Blasi.
—Por cierto que no es aquella que vos exigís —respondió con tono seco don Gaspare.
—¡La igualdad! —se burló don Vincenzo y con la voz cambiada y un tono que caricaturizaba las inflexiones de un académico, dijo—:
La desigualdad entre los hombres repugna a la razón suficiente...
¡La razón suficiente!, ¡cosa de locos!
El abogado Di Blasi se mantuvo en calma. La alusión a un ensayo escrito por él y publicado cinco años atrás le resultaba hiriente: por el modo descortés y por el tono de burla. Además, porque no estimaba en demasía ya aquel escrito e incluso pensaba que tal vez había sido un error la publicación. Había sido un trabajo aproximativo, inadecuado, hasta ingenuo.
—Quizá vos consideráis mucho más convincente la disertación de don Antonino Pepi acerca de la desigualdad natural entre los hombres —observó con suave ironía.
—Si don Antonino Pepi ha escrito que los hombres no son iguales, estoy de acuerdo con él... Pero, para ser francos aquí, entre nosotros, yo con todos estos ensayos y con todas estas disertaciones me limpio el trasero.
—¡Y hacéis muy bien! —gritó Meli, con tan grande entusiasmo que don Vincenzo se sintió perplejo, incluso desconfiado. Porque detrás de ese entusiasmo, no podía menos que estar oculto algún aguijón, algún dardo envenenado: la gente que garrapatea papeles constituye una verdadera secta.
Por fortuna era ya la hora de organizar la mesa, es decir, la mesa de juego. Como un enjambre, todos se dirigían hacia las salas donde los sirvientes ya habían ordenado todo lo necesario. Don Gaspare y don Vincenzo se marcharon.
—Fray Rosario Gregorio —dijo Meli, para trasladar a otro tema su vocación de suscitar las reacciones del prójimo de un modo extemporáneo— está diciendo cosas que parecen de otro mundo; asegura que no sabéis una palabra de árabe, que el contenido del códice de San Martino lo estáis inventando por entero, con puntos y comas...
Se había dirigido a Vella, que dibujó un movimiento de sorpresa y luego, con frialdad, repuso:
—¿Y por qué no se le ocurre venir a decirme a mí mismo estas cosas? Me sería fácil persuadirle de que se engaña... Además, me sería muy necesaria la ayuda de él, sus conocimientos. En lugar de herirnos con la maledicencia, podríamos trabajar juntos, juntos entregarnos a esta obra que sólo Dios sabe cuántas fatigas me exige y cuántas angustias me provoca... —las últimas palabras se le quebraron, patéticas, lacrimosas.
—¿Veis la mansedumbre de nuestro capellán? —preguntó monseñor Airoldi a Meli—. Es un hombre de oro: lleno de paciencia y de humildad...
Vella se puso de pie. Con total perfección lograba dar a su cólera el aspecto de la virtud ofendida, del martirio que se soporta con entereza resignada.
—Si vuestra excelencia me lo permite, quisiera distraer un poco mi mente...
—Ve, ve —le exhortó monseñor, con premura.
Fray Giuseppe se dirigió hacia las salas en las que se había iniciado el juego: le resultaba muy agradable ver cómo corría el dinero, observar que de una carta, de un número, podía desprenderse el golpe de la suerte, analizar las distintas reacciones de aquellos gentilhombres, de aquellas damas. Por cierto que se consideraba poco delicado presenciar el juego sin tomar ninguna participación en él. Pero en el caso de un sacerdote, a quien sus haberes y las convenciones le impedían integrar una mesa de juego, se hacía excepción a la regla. Y fray Giuseppe pasaba de una mesa a otra, se detenía allí donde el juego se desarrollaba con mayor encarnizamiento. Particular emoción le producía uno de aquellos juegos: el bisbís, que pagaba al vencedor sesenta y cuatro veces la apuesta que hubiese hecho. Prohibidísimo, claro está, hecho que, para los jugadores, sumaba el sabor de desprecio por la intrusa, siempre intrusa, autoridad. Sobre una única carta, sobre un único número, muchas veces se desvanecía todo un feudo. Fray Giuseppe, que no carecía de imaginación, en aquella carta, en aquel número, veía aflorar, vívido, el mapa diminuto del feudo: la campiña verdadera, dura, concreta de los beneficios, sin idilio y sin arcadia. Y alguno de esos señores ya no tenía más derechos para apostar un feudo a sus cartas. Entonces ponía en juego el carruaje que le estaba aguardando en la cuadra o un camarero que poseía especial habilidad para peinar. Personas marcadas, personas destinadas a perder: la mala suerte, como una serpiente, reptaba en un primer momento de uno a otro jugador y, luego, se ensañaba con uno de esos señores durante toda la velada y no le abandonaba ni por un instante.