Y allí estaban las mujeres. Jugaban distraídas, sin pasión, casi nunca con más dinero que el metálico que llevasen consigo: onzas, escudos, ducados de plata. En el sentir de fray Giuseppe la plata representaba la cualidad, la esencia de aquel mundo femenino: voz, risa, música, corporal e ilusoria sustancia, espejo y eco. Porque de modo confuso el sacerdote experimentaba la fascinación de todo aquello, también confusamente se le agitaban dentro el deseo y el respeto, la malicia y la castidad. Pero sin que hubiese drama en su aspecto, sino una silenciosa chispa que moría dentro de sus pupilas.
Y mientras los ojos de fray Giuseppe gozaban, sin pasión, aplacada ya su cólera, de toda la gracia de Dios esparcida en onzas de plata y suaves senos, monseñor Airoldi decía a Meli y a Di Blasi:
—¿Lo estáis viendo? Es un hombre que se conmueve con facilidad, impresionable, aprensivo... Y sensible en grado sumo a las estimaciones de Gregorio, un hombre cuyos conocimientos e inteligencia admira hondamente... Y no ha logrado comprender semejante actitud. Tampoco yo, a decir verdad, lo he logrado; una actitud envidiosa, mezquina... Hasta a mí me ha turbado, lo confieso, porque siquiera por respeto a mi persona tendría que ser más cauto, — ya que no quiere callar.
—¿Vuestra excelencia considera por entero infundadas las sospechas de Gregorio? —preguntó Di Blasi.
—Por entero, querido mío, por entero... Y juzgad por vos mismo: nos hallamos frente a un hombre sin cultura, desprovisto de conocimientos... —Se volvió hacia Meli—. Vos, que le conocéis bien, podréis responder: ¿creéis que Giuseppe sabe de letras, de historia?
—Es un bruto —aseguró Meli.
—Entonces, pues, ¿cómo podría un hombre así reconstruir de la nada un período de la historia que, bien o mal, yo estoy en condiciones de verificar? ¿Cómo podría un hombre así tramar un embrollo que le resultaría dificilísimo aun al mismo Gregorio...? Creedme: Vella sabe árabe. Y os digo más: sólo sabe árabe, en nuestra lengua vulgar ni siquiera es capaz de escribir una carta.
En la casa que monseñor Airoldi había hecho rentar, espaciosa, llena de luz, enfrentada por un lado a la campiña y con un pequeño huerto vallado donde el capellán solía estirar las piernas o hacer la siesta, una de las habitaciones se había convertido en algo así como una cueva de alquimia. Giuseppe Vella guardaba allí diversos tipos de tintas, las colas ordenadas según color, intensidad y resistencia, las sutilísimas, transparentes, apenas verdosas láminas de oro, los folios intactos de viejo y pesado papel, los calcos, las matrices, los crisoles, los metales: todo el material y los instrumentos de la impostura.
Para empezar, había separado el códice folio por folio. Luego, con especial cuidado, había entremezclado la pila de hojas, como si se tratara de un mazo de cartas para algún juego; porque el suyo era, sin duda, un juego de gran habilidad, de temible azar, y por ello, para cortar el mazo, no se había olvidado del toque, a modo de propiciación. Después, con paciencia, con mucha calma, había vuelto a unir los folios del códice. Y así la vida de Mahoma resultaba lo bastante embrollada. Su genealogía había quedado separada de acontecimientos como la guerra de Dû'Amarra o la batalla de Ohod; las revelaciones del Corán en el día de la batalla de Ohod eran entregadas a un grupo de conversos, y así por el estilo.
Pero no era suficiente. A continuación habría de seguir la parte más delicada del trabajo: la total corrupción del texto, la transformación de los caracteres árabes en caracteres que él había decidido denominar moro-sículos. En realidad, se trataba tan sólo del maltés, el dialecto de la isla de Malta, transcrito, mediante el alfabeto árabe. Es decir que su tarea, en rigor, consistía en transformar un texto árabe en un texto maltés transcrito en caracteres arábigos, una vida de Mahoma en árabe en una historia de Sicilia en maltés. Pero todo esto lo hacía sin poner demasiados empeños cuidadosos, en forma preconcebida, motivo por el cual don Giuseppe Calleja, un maltés que sabía muy bien el árabe, más adelante se hallaría conque no lograba comprender mucho de aquel texto y, en cierta ocasión, dijo que le parecía, que sólo le parecía, un maltés escrito en caracteres arábigos.
Fray Giuseppe Vella enriquecía, pues, el códice con palotes ligeros y vibrátiles como patas de mosca, con puntos diminutos, tildes y cedillas, que distribuía con atención especial y con mano firme. Luego, sobre cada folio, cubierto con cola incolora, extendía mediante una espátula, y con enorme habilidad, una hoja casi transparente de oro; así lograba una pátina uniforme a través de la cual fuese imposible diferenciar la tinta antigua de la nueva. Y después de ese trabajo lingüístico y de la delicada faena manual, se empeñaba en desarrollar otra tarea, en la que estudio y fantasía lo llevaban a límites extremos de compromiso: la creación, a partir de la nada, o casi de la nada, de toda la historia de los musulmanes de Sicilia.
De buena gana hubiera dejado de lado aquellos pocos elementos que otros habían dado a luz antes o que habían inventado acerca de esa historia (muy posiblemente lo han inventado todo, pensaba). Con mucho más entusiasmo hubiese trabajado entregándose por entero a la imaginación, a los recursos de su estro personal. Pero monseñor Airoldi era conocedor minucioso de todo aquello que hasta ese momento se hubiera escrito acerca de Sicilia en griego, latín y lenguas europeas. Además, allí estaba aquel Rosario Gregorio, como un mastín, preparado para la dentellada, para el ensañamiento. Era necesario estudiar, pues, para adecuar la fantasía a los pocos datos existentes, para evitar, como por cierto le había ocurrido en los primeros tiempos de la aventura, atribuir a un personaje actos que, en cambio, habían sido ejecutados por otro. Ignorante del error, había escrito que la orden de invadir Sicilia fue dada por Ibrahim ben Aalbi, cuando en realidad la había impartido Ziadatallah. Este equívoco ocasionó a monseñor una honda perplejidad, que se disipó con la aparición de una medalla que sustentaba la exactitud del códice y la idoneidad del traductor. Monseñor creyó que la medalla era un regalo que el memorioso embajador marroquí había enviado, cuando, de verdad, a fray Giuseppe le había exigido enormes fatigas realizar esa
opera prima
en su propia casa.
Cualquier otro no hubiese resistido, se le hubieran destrozado los nervios en aquella continua ansiedad, en aquella atención extrema por conocer una materia incierta, huidiza. Y ni qué decir del trabajo mecánico de tallador, fundidor, restaurador (a su modo, claro está, y para dar base a su impostura). Pero fray Giuseppe se sentía libre como un pájaro en los aires. Incluso engordaba. Las lenguas malignas decían que le relucía el pelo, como el de un caballo que tiene buen amo, que está bien alimentado. La emoción del peligro era su elemento, y también lo era el buen comer, el dinero en la hucha, la justa medida de alegría, como posibilidad al menos, si no como hecho, a la que su vida había arribado, por fin.
Se levantaba con las primeras luces del alba, luego de cinco o a lo sumo seis horas de profundo sueño. Con la mente despejada demolía una decena de líneas de lo que frente al mundo sería la traducción del códice de San Martino, es decir del
Consejo de Sicilia
. Mediante tablas cronológicas y genealógicas que él mismo se había preparado, controlaba lo escrito para que no se deslizase ningún dato contradictorio, ningún error. Si le quedaba alguna duda, consultaba los textos; si tampoco los textos podían resolver sus dudas, dejaba un pequeño espacio en blanco, como el de un asterisco que remitía a vagas anotaciones a pie de folio, de modo que monseñor Airoldi pudiese, según su juicio, sugerir alguna interpretación. Luego volvía a copiar, con chapurreos de vaguedades orientales y errores de gramática italiana. Para fraguar estos errores, se auxiliaba con los
Rudimenti della lingua italiana
, del abate Pierdomenico Soresi, libro que de mucho le servía para teñir en forma pintoresca sus atentados contra la norma de la lengua.
Una pausa de recreo: chocolate caliente, tierno pan de España que las monjas de La Piedad no le hacían faltar, buen tabaco, un breve paseo por el huerto que aún brillaba de rocío y que estaba envuelto en un halo de grata humedad. En aquellos momentos, los sentidos de fray Giuseppe, excitados por el pan de España de las monjas, por el color por la consistencia de la golosina, más que por el sabor mismo, llegaban al estado de embriaguez. Ese mundo que declinaba como impostura, se iba elevando como una onda de luz para revestirse de realidad, para penetrarla y transfigurarla. A partir del agua, de la mujer, de la fruta, surgía la dulzura de vivir y a ella se abandonaba fray Giuseppe, tal como lo habrían hecho el gobernador o el emir cuyas existencias inventaba cada día.
Pero el trabajo no admitía prolongados ocios y el capellán regresaba a la pesada tarea de acuñar; de ella dependía la paz de su comida, que cocinaba en el mismo fuego con que fundía las aleaciones, para sacar doble provecho de una misma lumbre. Luego, la digestión en el huerto, bajo la pérgola, donde se entregaba a un sueño ligero. Por último, una horita dedicada, como se decía a sí mismo, a la decoración del códice, en general y, algunas veces, al diseño de medallas y monedas.
Así llegaba la hora del avemaría, toque que casi siempre lo sorprendía en la calle, mientras se encaminaba hacia el palacio de monseñor Airoldi o a otros lugares de reuniones o de fiestas.
En cuanto a la misa que cada mañana tenía el deber de decir, puesto que gracias al importante trabajo que desarrollaba había obtenido autorización para decirla sobre el pequeño altar que se había construido en la casa, a menudo ocurría que la olvidaba.
Los días, uno tras del otro, rodaban para fundirse en aquella oscura masa, en aquel caos desde donde Giuseppe Vella hacía surgir, con estudio paciente y fantasía gallarda, imanes, emires y califas. En el mundo que ahora fray Giuseppe frecuentaba en forma asidua, el tiempo parecía medido sólo por los golpes de cabeza de Caracciolo: por las
caraccioladas
que, entre las gentes que así las llamaban, producían un eco frenético de desprecio sin límites y de ira.
Ya el príncipe de Trabia había echado mano de la pluma en nombre de la nobleza entera: «Cada día se elevan fervientes votos al Cielo para inspirar en el Corazón de los Soberanos una resolución que nos libere de una esclavitud más dura aún que aquella del Pueblo de Israel en Babilonia. ¡No se respetan las leyes y las órdenes del Rey...! De todas partes emana una legislación más estrecha que la del Diván. Todos ansían descansar de las fatigas de sus oficios y retirarse a la soledad, de no ser por una determinada disposición mecánica de asuntos mutuos que lleva consigo la necesidad de permanecer en un lugar que se ha convertido en el laberinto de las desventuras y la lobreguez más profundas...»
La carta estaba dirigida al marqués de Sambuca, ministro en Nápoles, y la cita del Diván había florecido en la pluma del príncipe a causa de lo mucho que se hablaba acerca del
Consejo de Sicilia
, que el capellán Vella estaba traduciendo y del que monseñor Airoldi brindaba primicias en los salones que frecuentaba. Y hasta en el espejo de la moda, aunque con timidez, relumbraban chispazos de elementos árabes. Vella, por cerrado y melancólico que se mostrase —y tal vez por eso mismo— daba a las señoras la idea de que era depositario de ese secreto, esa misteriosa y erótica dimensión que, en ciertas ocasiones, se concretaba en el relampagueo de un abanico: de aquellos abanicos inspirados en esas noches de fábula, que se abrían dejando ver imágenes de parejas inusitadas, de placeres intensos y que a menudo, terminaban siendo secuestrados como productos de contrabando y quemados por mano del verdugo, frente al palacio Steri.
Del mismo modo que los abanicos, de Francia llegaba la moda que revivía y se multiplicaba, como un hecho feliz, dentro de una sociedad más que nunca convertida en el laberinto de la voluptuosidad y del ocio y que tan sólo temblaba ante los azares del bisbís y de los adulterios. Era verdad: Caracciolo constituía una fuente de fastidios para esos nobles. Las damas ya no podían enjoyarse con la flordelisada cruz verde sobre campo morado que distinguía a los servidores de la Inquisición y, por ende, ya no gozaban de la consiguiente inmunidad. Y así, a cualquier dama noble que se dejase llevar por algún capricho, que incurriese en cualquier imprudencia, le podía suceder lo mismo que a la princesa de Serradifalco, que había sido arrestada como si fuese una posadera. Y el impuesto sobre las carrozas, con el secuestro de aquellas cuyos propietarios se negaban a pagar, como había sucedido con las de la marquesa de Geraci y el duque de Cesarò. Y la captura del duque de Sperlinga, a raíz de un homicidio cometido en sabe Dios qué estado de desorden nervioso. Todo esto sin hablar de las nuevas funciones públicas, acompañadas de pingües honorarios, arrebatadas a los nobles y confiadas a funcionarios, ni de las cinco prelacías, con rentas abultadas, que la Iglesia había visto perdidas. Para mal de los pobres curas y de la Iglesia, las
caraccioladas
se sucedían unas tras otras: el veto a percibir dinero por las flores de estola negra, es decir el óbolo por funerales, a pedir contribuciones para misas y obras de caridad y ya fuese a esto o aquello, no había día en el que el virrey no inventase un nuevo vejamen, en el que no metiera su volteriana nariz en las cosas de la religión.
Un viento de piedad hacia la religión vilipendiada agitaba a los nobles, que mantenían largas conversaciones en su círculo de la plaza Marina, durante una tarde de fines de junio, en la que el mar templaba el aire con una ligera brisa. Se comentaba la proximidad de la fiesta de Santa Rosalía y que Caracciolo había decidido hacer ahorro del erario público reduciendo de cinco a tres los días de especial iluminación y de fuegos de artificio que la ciudad tributaba a la santa. Decisión gravísima ésta, que ni siquiera los muy pocos nobles aún adeptos a Caracciolo se atrevían a justificar. De modo que Regalmici, Sorrentino, Prades y Castelnuovo se mantenían silenciosos en medio de la tempestad que arreciaba. Sólo Francesco Paolo Di Blasi hacía frente a las críticas, puesto que también él era un abogado
paglietta
, se hallaba un tanto fuera de lugar en los medios gentilicios y no poseía más que una renta, insegura, de mil onzas.
Ya el barón Mortillaro, en nombre del senado palermitano, había enviado a su majestad un escrito que atacaba la blasfema decisión del virrey. En la corte ese escrito suyo era apoyado por su hermana, casada con un diplomático español. Todos aguardaban la llegada del correo que, sin duda, traería noticia del éxito de la reclamación, del disgusto del rey y la consiguiente mortificación de Caracciolo.