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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (16 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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—Por razones de estudio, nada más que por razones de estudio...

—Por razones de estudio, Comprendido... Pero —continuó el príncipe— ha tenido que producirse un momento en el cual, a vuestros ojos conocedores de la naturaleza humana, la índole de Di Blasi tendría que haberse revelado, de alguna manera...

—Jamás —aseguró Meli.

—Jamás... Por cierto que tenía sus ideas... pero que lo llevaran a concebir semejante infamia... —aseguró monseñor.

—¿Se habla de ideas? —El marqués de Geraci llegaba en ese preciso instante—, A partir de hoy, a quien os parezca poseedor de ideas metedle un sablazo en las tripas... ¡Nos hemos salvado por un pelo!, lo sabéis, ¿verdad? Sin la intervención de la Providencia, a estas horas las ideas jugarían a la petanca con nuestras cabezas...

—Oh, Dios —se estremecieron las señoras.

—¡Las ideas! Tenéis toda la razón del mundo... Pero yo —ti príncipe de Trabia había adquirido la expresión de quien está a punto de revelar un pensamiento osado— me he hecho una idea acerca de las ideas, por así decir. Y es ésta: las ideas aparecen cuando las rentas desaparecen...

Hubo aprobación general.

—Y si lo pensamos bien —prosiguió el príncipe—, las ideas que tanta tinta están haciendo correr no están demasiado alejadas de las que sustentan los ladrones vulgares... Sólo que el ladrón vulgar no tiene idea de que posee ideas —el juego de palabras que se le había ocurrido lo llenaba de satisfacción y para gozar de él continuó—: Si tuviese idea de que las acciones que ejecuta han sido originadas por una idea, y que de esa misma idea se hace apología en los libros y que una nación entera, una nación ilustre como Francia se ha entregado a la práctica de esas ideas... Decidme, pues, qué diferencia advertís entre el bandido Testalonga y el abogado Di Blasi.

—Ninguna, es verdad; uno y otro quieren poner sus garras en lo mío —dijo el marqués de Geraci.

—En lo nuestro —corrigió el príncipe de Trabia—. Pero yo diría que aquel pobrecillo de Testalonga lo ha hecho con mucha más discreción: precisamente a causa de ignorar por entero que tenía ideas.

—Ya, ya, ya —dijo el marqués de Geraci, que comenzaba á dispersar su atención, fatigada de haber seguido al príncipe en el intento de hacerse una idea acerca de las ideas, de modo que expresó lo que consideraba un resumen acertado sobre el asunto—: En fin, debemos reconocer que lo importante en este hecho reside en que hemos logrado desbaratar los planes aviesos de esa gentuza... Y ésta sería una ocasión muy adecuada para hacer una limpieza total del establo: incluyendo al abate Vella.

—Ese es otro problema —dijo, con timidez, monseñor Airoldi.

12

«Has escrito que la tortura está contra el derecho, contra la razón, contra el hombre. Pero sobre tu palabra escrita se proyectaría la sombra de la vergüenza, si tú ahora no resistieses... A la pregunta
quid est quaestio?
,
[9]
has respondido en nombre de la razón, de la dignidad y ahora te corresponde responder con tu propio cuerpo, sufrirla en tu misma carne, en tus hueso y en tus nervios. Y callar... Lo que debías decir acerca de la tortura lo has dicho... ¡La
tortura! Seruos in quaestionem dare, ferre
...:
[10]
el latín de los poderosos». Veía cómo ondulaban las cabezas de los jueces en medio de la niebla de dolor que lo envolvía. «Tu latín... Todo aquello que, de alguna manera, tiene una relación con el latín: donde está el dolor, está el latín; donde está la conciencia del dolor, tendrías que haber dicho».

El dolor se infiltraba como tinta en su mente, encegueciéndola. Su cuerpo era un retorcido sarmiento de vid, una vid de dolor: cargada de racimos, inconmensurable. Los racimos de la sangre, de la oscura sangre del hombre.

«En la tortura el hombre pierde la noción de su propio cuerpo: no reconocerías ahora tu cuerpo en las mesas de disección de Vesalio ni en los tratados de medicina de Ingrassia. Y mucho menos aún en la creación de Adán que está en Monreale. Tu cuerpo ha perdido sus características humanas: no es más que un árbol de sangre... Sería justo hacer que los teólogos la experimenten, para que comprendan que la tortura está en contra de Dios, que llega a devastar la imagen de Dios que existen dentro mismo de cada hombre...»

De pronto se precipitó en un mar sombrío, con el corazón como un ala quebrantada. Cuando recuperó los sentidos, se hallaba nuevamente ante la mesa de los jueces: sus pies tocaban la tierra, pero sólo la ola de dolor lo sacudía de tanto en tanto, ardiente y violenta, estrellándose contra sus pulsos. «Has recibido el primer trato de cuerda; habrá otros... ¿En qué pensabas, antes de que te dejasen caer desde allá arriba?» Alzó los ojos para medir la altura desde la que le habían dejado caer: cuatro varas, o quizá algo menos.

—¿Y bien? —preguntó el juez Artale.

—Nada —respondió Di Blasi—, no tengo nada que agregar a Jo que he declarado hasta este momento. Por mi culpa las personas que habéis arrestado se han visto involucradas en una conspiración de la que ni siquiera conocían los objetivos. Y no hay más conjurados... Comprendo que ha sido una locura y estoy hondamente apenado al ver que, por mi culpa, hay quienes deben sufrir... Yo he sacado partido de la fe que ellos pusieron en mí, de su ignorancia.

—De acuerdo, era una locura —asintió el juez—. Pero no hasta tal punto. No puede creer que vuestra esperanza de éxito estuviese fundada en una decena de personas: sin duda, habrá otras, a las que no queréis denunciar que, quizá entre las sombras, actuaban por encima de vosotros... ¿Y los franceses? Por parte del gobierno francés ha de haber existido una promesa, una garantía...

—Jamás he tenido relaciones, ni siquiera vagas, con ningún agente francés. Jamás he conocido a ninguno ni tampoco ahora conozco a nadie... Yo era el jefe de la conjuración y sólo he logrado engañar a esas pocas personas que habéis arrestado... Siento mucho que vosotros no lo creáis así: significará una mera pérdida de tiempo.

—También yo lo siento —dijo el juez.

Una vez más rechinó la polea. Amorfo, sin color, el cuerpo floreció en un desgarro. «No enceguezcas mi mente», rogó. Lo decía a la umbría naturaleza de la sangre, del árbol, de la piedra, al sombrío Dios.

«Los jueces que creen en la
tortura
saben que hay maleficios que la vuelven inútil:
multi reperentur qui habent aliquas incantationes ut multos habui in fortiis in diuersis locis et officiis.
[11]
Pero no saben que esas fórmulas no son otra cosa que el pensamiento; la magia, en el fondo, no es sino pensamiento que aún no se revela como tal frente a sí mismo; que aún no se revela o que no se revelará jamás.»

Veía, una vez más, las cabezas de los jueces, por debajo de sus pies, detrás de la mesa y los papeles. «Debes pensar, si quieres resistir, debes pensar... Casi dos siglos atrás aplicaron el tormento de la cuerda a Antonio Veneziano:
recibió siete tratos de cuerda y resistió
. Debes resistir tú también. Era un poeta, de complexión más delicada que la tuya, más endeble: y
resistió
... Por unas octavillas contra el virrey. En cambio, tú eres reo de Estado... Recuerda alguna octavilla de Veneziano, repítela... No puedo, no puedo.» Un espasmo anuló la distancia que había logrado establecer hablándose a sí mismo como si se tratara de otra persona: el verdugo le había aplicado un tirón. Se dijo: «Ahora te arrojarán al suelo: no te descuides.» Pero cayó con un gemido.

El juez Artale se puso de pie. Se apartó de la mesa y giró en torno a Di Blasi; se detuvo a su lado. Se le consideraba un buen hombre, un juez humano. Que un reo resistiese a la tortura le parecía una ofensa a su sensibilidad, un torpe gesto de repudio a la piedad que él ofrecía incluso a los acusados. Con ira, preguntó:

—¿Os habían anunciado la llegada del coronel Ranza?

—¿El coronel Ranza? ¿Quién es?

—Lo sabéis muy bien. Y, por fortuna, también nosotros lo hemos sabido.

—Jamás había oído ese nombre... Según vos, ¿quién debía anunciarme su llegada?

—Vuestros amigos, aquellos que forman parte del Comité de Salud Pública. El coronel Ranza es uno de los agentes de esos individuos. Hemos sabido que su viaje a Sicilia tenía por objeto establecer contacto con vos.

—Pues sabéis más que yo —dijo Di Blasi.

El juez volvió a su asiento. Suspiró.

—Poseemos otros medios —dijo—, no me obliguéis a recurrir a ellos... No me obliguéis.

—Los conozco: la vigilia, el fuego... Los conozco. La estupidez humana ha alcanzado en este campo una extraordinaria inventiva. Lo sé muy bien. Y de ningún modo he concebido la esperanza de que me ahorréis esas torturas. Podría suceder que lograrais que admitiese que yo aguardaba a ese coronel Ranza con los brazos abiertos. Aunque espero que no, no estoy en condiciones de excluir esa posibilidad, considerando los tormentos que me prometéis... Pero en estos instantes, en estos instantes de tregua, quiero aseguraros sobre mi palabra, de hombre a hombre, que jamás he sentido nombrar en mi presencia coronel Ranza.

—¿De hombre a hombre? —se horrorizó el juez. Con una mano temblorosa hizo girar la pequeña clepsidra que se hallaba sobre su mesa. Para el verdugo, ésa era la señal del comienzo del tercer trato de cuerda.

13

El abate Vella recibió la noticia del arresto del abogado Di Blasi de boca de su sobrina. Mientras fregaba vasijas y cazos en la cocina u ordenaba las pocas cosas que había por ordenar, la mujer solía transmitirle la crónica de sucesos de la ciudad. Por lo común, distraído en otros pensamientos, el abate no la oía. Sólo de tanto en tanto registraba alguna frase de aquel monólogo interminable. Una frase o un nombre. Si la curiosidad le aguijoneaba, hacía alguna pregunta. Así ocurrió aquel día.

—...y a la cabeza de la banda estaba un abogado, don Francesco Paolo Di Blasi —oyó el abate: fue como si, durante el paseo, su pie hubiese movido una moneda entre el polvo, alguna partícula de un material brillante.

—¿Qué banda? ¿Qué tiene que ver el abogado Di Blasi?

—Se había puesto al frente de una pandilla que no conoce ni a Dios ni a sus santos, y tenían intenciones de robar los tesoros de las iglesias hoy, justamente, porque los sepulcros están cubiertos con todos sus adornos... Pero los han arrestado.

—¿Al abogado Di Blasi? No puede ser. ¿Quién te ha contado semejantes tonterías?

—Toda Palermo habla del caso y es verdad, como el Evangelio. Y Niño, que como sabe vuestra señoría puede hacer un periódico con las cosas que pasan, me ha dicho que el abogado está preso en Castellammare y que ya le han aplicado tres tratos de cuerda. Niño era el marido de la sobrina de Vella. Gracias a que el abate mantenía a la familia, se dedicaba con exclusividad a recoger noticias entre los cocheros, sacristanes y guardias de portales, durante sus asiduas incursiones en lugares de prostitución y tabernas.

—No puede ser, no puede ser... A Niño tú lo conoces mejor que yo y sabes que es capaz de cambiar vejigas por linternas: especialmente cuando se ha metido en el cuerpo sus buenos cuartillos de vino.

—Pero lo dicen todos.

—Vaya, cuéntame con pelos y señales todo lo que hayas escuchado por allí.

A su modo, la sobrina de Vella relató lo que había ocurrido; a su modo y al modo de monseñor López y Royo. El abate no se convenció por completo, si bien no podía menos que admitir que algo de verdad había en todo eso.

Al atardecer, obtuvo del mensajero de monseñor Airoldi un relato mucho más coherente que el de la mujer, en la forma, pero igualmente increíble en el aspecto conceptual. Fuera como fuese, resultaba cierto que el abogado Di Blasi se hallaba en arresto. El disgusto que experimentó el abate Vella le hizo pensar que era su deber comunicarse con los familiares, para manifestar así su solidaridad y sentimientos amistosos. Por primera vez en su vida se encontraba como efectivo partícipe de las amarguras de otros. Era una debilidad, una concesión, pero en ese caso particular no le causaba pesadumbre que así fuese, si bien se advertía a sí mismo que, en el futuro, habría de abstenerse de relaciones que implicasen tales sentimientos. «Oh, no hay peligro de que ocurra», se dijo, «ahora te hallas solo como un perro», pero no hizo una tragedia de la comprobación, pues tenía fiereza suficiente para dominar con calma el paisaje de su propia soledad.

Llamó un carruaje y se hizo llevar al monasterio de San Martino. Era una tarde de luces cambiantes: las nubes oscuras se teñían, por momentos, con los rayos del rojo sol poniente. Los árboles se estremecían. El abate Vella, supersticioso, pensaba: «Tiempo de Semana Santa», mientras repasaba en su mente la forma en que se habían precipitado aquellos hechos dolorosos, aquellas desgracias.

Cuando preguntó en la portería del convento por los hermanos Di Blasi, por los padres Giovanni y Salvatore, entre los legos se produjeron intencionados cambios de miradas y de murmullos. Luego de muchos sí y tantos otros quizá, uno de ellos se decidió a ir a ver si... Después de largo rato, el lego regresó para anunciar al abate que el padre Salvatore, el padre Salvatore solo, lo aguardaba en la biblioteca; el padre Giovanni, pobrecillo, no se encontraba en condiciones de recibir a nadie.

«Ay, ay, la biblioteca —pensó el abate. Revivió por un instante la escena que había dado nacimiento a todo el embrollo: el embajador de Marruecos inclinado sobre el códice, monseñor Airoldi en ansiosa expectativa de la respuesta—. Quizá el padre Salvatore lo hace adrede, esto de recibirme en la biblioteca: el lugar del delito... Pero no puede ser, han de pasarle otras cosas por la cabeza.»

El padre Salvatore estaba dedicado a su trabajo. Se puso de pie y salió al encuentro de Vella. Sin hablar se estrecharon las manos. El monje hizo señas a su visitante para que tomara asiento y él mismo se sentó.

—Tal vez os causo una molestia —dijo el abate—, pero no he podido, tan pronto como he sabido la noticia, dejar de venir a veros, porque yo por vuestro sobrino ..

—Lo sé, lo sé —interrumpió el padre Salvatore. Vella creyó advertir una vibración de impaciencia en la voz del benedictino.

—Un hombre provisto de una inteligencia y un corazón como pocos tienen. Y no creo en nada de todo aquello que se vocifera por las calles de la ciudad: aquello del saqueo a las iglesias y el robo de los tesoros de los Sepulcros... Hablillas de malvados, de gente que no conocía a vuestro sobrino o que está interesada sólo en habladurías.

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