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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (18 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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—Pero... la cárcel... ¿no os impresiona? ¿No os provoca terror?

—Me faltaba esa experiencia.

—A mí me falta la experiencia... Excusadme, he estado a punto de deciros una atrocidad... Vaya, sí, me falta la experiencia... Vos me comprendéis... ¿Y qué? ¿Me dejo...?

—Comprendo lo que queréis decir: esa experiencia que os falta no es propia del hombre... Pero la cárcel sí, la cárcel es propia del hombre. Casi os aseguraría que está dentro mismo de él.

—Ya, ya, ya —exclamó el barón, como si estuviese practicando un ejercicio de solfeo. Entretanto, pensaba: «A éste mejor será dejarle solo: está loco de remate.» Se puso de pie.

—¿Me creéis loco? —preguntó el abate.

—Oh, no, ni en sueños... Oídme bien, esto que os diré es el último pedido y la última advertencia de monseñor Airoldi: manteneos firme en cuanto al códice de San Martino, afirmad que no lo habéis corrompido, que lo habéis traducido con puntos y comas y haced lo que os plazca en cuanto al
Consejo de Egipto
, que es falso o que no lo es, como os apetezca... Aunque confesarais que es falso, no os faltaría manera de justificaros, de atenuar vuestra culpa. Podríais decir que el
Consejo de Egipto
ha nacido de los vientos que soplaban, para servir de apoyo a aquello que Caracciolo y Simonetti intentaban establecer; incluso podríais decir que ellos os sugirieron componerlo, en forma velada o directa, como os parezca más plausible... Manteneos firme en esta actitud, en una palabra, y monseñor no dejará de ayudaros.

—Lo veremos —dijo el abate.

—¿Conocéis el dicho? «Ayúdate que Dios te ayudará.» En este caso, ayudándoos pondréis a monseñor en condiciones de ayudaros.

—Lo veremos —repitió el abate.

Se saludaron. Vella permaneció en la parte superior de la escalera mientras el barón descendía. Antes de llegar al portal, el barón se volvió para un último saludo.

—Excusadme —dijo el abate—, había olvidado de preguntaros por Francesco Paolo Di Blasi. ¿Sabéis alguna nueva?

—Nada. Sólo que está cocido.

—¿Cocido? —No ha querido hablar: le han aplicado el fuego, ya comprendéis...

—¿Y ha hablado?

—No. Pero ahora todos los elementos están en poder de los jueces, el proceso comenzará mañana... Le apretarán la mano, será un ejemplo que todos tendrán presente —se llevó la mano al cuello para describir el ejemplo: la horca.

—¿Es cosa segura?

—Oh, por cierto —respondió el barón.

Luego de un breve saludo con la mano, Fisichella atravesó el portal.

El abate regresó a su asiento delante de la ventana. Allí permanecía durante horas y horas, como un paralítico.

La ferocidad de las leyes, la existencia de la tortura, las atroces sentencias y su ejecución, de las que hasta había sido espectador alguna vez, jamás habían turbado sus sentimientos. Los consideraba hechos naturales o, si lo pensaba con más cuidado, obras de corrección de la naturaleza, similares y tan necesarias como la poda de las vides y el escamondo de los olivos. Sabía de la existencia de un libro contra la tortura y la pena de muerte. Su autor se llamaba Beccaria. Y sabía de la existencia de ese libro porque precisamente en esos días, monseñor López había ordenado el secuestro de todos los ejemplares. También conocía las ideas de Di Blasi acerca del tema. Pero son tantas las bellas ideas que marchan por el mundo; y sin embargo, el curso de las cosas es distinto, violento y desesperado. No obstante, en ese momento, al figurarse a una persona que conocía, a un hombre por quien experimentaba estima y afecto, desgarrado por la tortura y destinado a la horca, de pronto sentía la infamia de vivir dentro de un mundo en el que la tortura y la horca pertenecían a la ley, a la justicia. Lo sentía como un malestar físico, como una náusea que precede al vómito. «Me apetece leer el libro de Beccaria; sin duda monseñor Airoldi lo tiene... Pero están a punto de arrestarme: quizá ni siquiera me permitan leer libros no condenados... Quién sabe si me encerrarán en la Vicaría o en Castellammare; he olvidado de preguntarlo al barón; tal vez en Castellammare, monseñor Airoldi habrá interpuesto su palabra.» La cárcel no le producía temor, había caído en un estado de completa indiferencia ante las comodidades y placeres de la vida. En cambio, se le imponía, poderoso, el deseo de brindar al mundo la revelación de la impostura, de la fantasía que, como luminosa prueba de sí, había creado el
Consejo de Sicilia
y el
Consejo de Egipto
. Se había encabritado en su mente el hombre de letras, había vencido al impostor. Como uno de aquellos caballos negros de Malta, brillantes, briosos, lo arrastraba por el polvo, con el pie enganchado en el estribo.

Además, se había habituado a estar en la compañía de sus pensamientos. Examinaba los hechos de la vida, el pasado y el presente para extraer de ellos sentimientos y significados, como en otro tiempo extraía de los sueños de los otros los números de la lotería. «La vida es un sueño, de verdad; el hombre quiere tener conciencia de ella y sólo logra inventar cábalas. Cada época tiene su cábala, cada hombre la suya... Y del sueño que es la vida hacemos constelaciones de números: dentro de la rueda de Dios o dentro de la rueda de la razón... Y, al fin y a la postre, es más fácil obtener un quinterno en la rueda de la razón que en la de Dios: el sueño de un quinterno dentro del sueño de la vida.;.»

Su antiguo oficio de
numerista
de barrio le facilitaba las palabras necesarias para expresar, siquiera en forma aproximada, su cábala. Una cábala apenas delineada, que se diluía y desembocaba en la superstición.

También estaban allí los recuerdos. Dentro del sueño del presente ahora soñaba el pasado. Veía la isla de Malta, recortada sobre el horizonte marino, envuelta en la dorada niebla del recuerdo. La imagen brincaba dentro de sus ojos como en la lente de un largavista, como en su corazón. Los campanarios afilados como minaretes, las chatas casas blancas, los miradores. Desde los bastiones de la ciudad vieja se perdía la mirada sobre los campos extendidos entre Siggeui y Zebbug: casi amarillas las espigas del grano mallorquín, de intenso verde la hierba naciente, el rojo alegre de la sulla florecida, el blanco reticulado de las hormazas. «
Issa yíbda I-gisemín
.» Comenzaban a florecer los jazmineros. Su aroma cubría calles y terrazos. Los viejos disfrutaban, sentados en los cómodos sillones de mimbre; fumaban sus pipas, tomaban rapé. Las mujeres hilaban algodón, hacían sus tejidos delicados en los pequeños telares. Algún joven ocioso ensayaba acordes en su guitarra, iniciaba motivos que quedaban suspensos, vibrando en el aire absorto. Luego, al atardecer, las guitarras se encendían como grillos, mientras desde el puerto llegaba el canto de los marineros sicilianos, griegos, catalanes, genoveses: esencia de lejanía, de nostalgias. Esos marineros que, en sus cuentos de borrachos, desplegaban el mundo como si fuera un abanico. Ellos le habían revelado la vasta y diversa aventura que ofrecen los lugares al hombre, aun al más miserable; le habían dicho que sólo en la marcha de un lugar a otro es posible para el pobre gozar las alegrías de la vida. Alguna vez había sorprendido a esos hombres en los rincones oscuros del paseo marítimo, abrazados con las venus del lugar, venus deformadas y de carnes abundantes, como aquellas prehistóricas, que luego habrían de tomar su nombre en Malta. Los marineros le habían revelado la existencia de la mujer: asco y ebriedad de donde habría de hacer su ardiente curiosidad en
voyeuse
ante los hechos eróticos. Precisamente así, de la mujer, había dado inicio a su falsificación del mundo: de lo que en ella veía, entreveía o adivinaba, obtuvo los elementos necesarios para entregarse por entero a una fantasía inagotable que, con los años, alcanzara la perfección.

A través de la mujer, a través de la fantasía que se había forjado acerca de la mujer, llegó a aquella fantasía del mundo árabe, hacia la que lo impulsaban el dialecto y las costumbres de su tierra, el oscuro latir de su sangre. «Sólo las cosas de la fantasía son bellas, y también el recuerdo es fantasía... Malta no es más que una tierra pobre y amarga, la gente sigue siendo bárbara, como antes de la llegada de San Pablo... Pero, a través del mar, admite la fantasía de asomarse a la fábula del mundo musulmán y a la del cristiano: tal como lo he hecho yo, como he sabido hacerlo... Otros pensarían en la historia; yo he pensado en la fábula...»

16

Eran ya las dos de la madrugada, cuando llegó al lugar de reunión de la plaza Marina, tal vez enviada por alguno de los jueces y escrita en el revés de un pliego. La sentencia salía de un proceso que se había desarrollado a puertas cerradas; soldados con la bayoneta calada habían impedido incluso la formación de pequeños grupos frente al Tribunal. Se sabía, sin embargo, que la sesión dedicada a la sentencia había sido extensísima, desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche, en razón de las esforzadas arengas de los abogados Paolo y Gaspare Leone, defensores de Di Blasi, y Felice Firraloro, defensor de los demás acusados. Palabras perdidas, claro está. Pero, sobre todo, los Leone, por tratarse de la defensa de un colega, se habían esforzado.

Del pliego se apoderó el marqués de Villabianca: todos le reconocían el derecho, puesto que necesitaba la noticia para su periódico. Comenzó a leerla en voz alta:

—Iste Franciscus Paulus Di Blasi decapitetur absque pompa, et ante executionem sententiae torqueatur tamquam cadauer in capite alieno ad uocandos cómplices, et isti Iulius Tinaglia, Benedictus La Villa— et Bernardus Palumbo suspendatur in furcis altioribus doñee eorúm anima e cor por e separetur, et exacutio pro ómnibus fiat in planitie diuae Theresiae extra Portam Nouam...
[15]

El resto de la sentencia se perdió entre los comentarios que ahogaron la voz del marqués de Villabianca, entre preguntas y explicaciones. Todos se sentían satisfechos, pero no por la ejemplaridad de la sentencia, que no podría haber sido distinta para delito semejante y dada la necesidad de demostrar a los jacobinos y a la plebe el poder del Estado. Estaban satisfechos porque el tribunal había concedido la decapitación a Di Blasi, un hombre que, a pesar de todo, pertenecía a la clase alta y de ese modo quedaba diferenciado de sus cómplices que sufrirían la horca.

Los sirvientes dibujaban, entre las mesas, un desenfrenado mosaico al servir granizados, bebidas heladas y
cassate
. En cada caso, mentalmente, ofrecían los refrigerios acompañados por un «refréscate los cuernos» o «refréscate la...», según se tratara de un gentilhombre o de una dama. Luego, en la cocina, donde otros sirvientes se afanaban en torno a las botellas y los botes de helado, se perdían en comentarios rápidos y ocurrentes acerca de la satisfacción de sus amos.

—Se sienten felices porque en lugar de ahorcarle le cortarán la cabeza.

—Nosotros les servimos los granizados, ellos se los toman... La horca para nosotros, el hacha para ellos.

—¿Y qué quieres darles a cambio? La satisfacción de hacerse cortar la cabeza...

—Es como comparar un plato de carne con un plato de simples alubias.

—No, no es cuestión de vitaminas, es nada más que una cuestión de clase.

—Clase ¡qué va...! Por mi parte, preferiría saber que mi cuerpo permanecerá entero; sólo pensar que mi cadáver está cortado en dos dentro de la tumba me haría sentir malo.

—¿Cómo pensarías eso?

—Lo pensaría con el alma.

—El alma no tiene pensamientos: se asa en el fuego del infierno y mira.

—¿Qué mira?

—Las burradas de los vivos... O la nada que es la nada.

—Pero con el hacha te mueres en seguida: hasta en eso, ellos se llevan la mejor parte.

—Y se quedan sin cabeza.

El mismo problema, si la guillotina, más allá de cualquier distinción, era mejor que la horca, se debatía entre la condesa de Regalpetra, don Saverio Zarbo y el marqués de Villanova.

—Decidme lo que os plazca, pero la cabeza, santo Dios, la cabeza... —decía el marqués tocándose la garganta, como si quisiera comprobar que su cabeza se mantenía unida a su tronco.

—Jamás hubiera creído que os importara tanto —dijo don Saverio, que tenía el vicio de zaherir a sus interlocutores.

—A
él
le importaba —observó la condesa.

—Y esto es lo que ha ganado gracias a la cabeza —repuso el marqués.

—¿Sabéis qué pienso? —dijo don Saverio—. Que
él
, como dice la condesa —y acentuó el pronombre para aludir a las antiguas relaciones entre la condesa y Di Blasi— que él sufrirá el castigo más duro por esta diferencia que ha hecho el Tribunal... Creía en la igualdad, luchaba por ella y he aquí que lo condenan a la decapitación y a sus compañeros, a la horca.

—Pues aun desde ese punto de vista, la sentencia es justísima: en casos como éste, la pena debe representar el reverso de las ideas de las que se halle culpable al individuo —aseguró el marqués.

—Ya —asintió don Saverio.

—Quién sabe en qué piensa en estos momentos: ha de estar sumido en el abatimiento... Le tengo compasión y creo que esta noche no podré cerrar un ojo —dijo la condesa.

—Pues sí que os creo —respondió don Saverio.

—¿Sabéis qué os aconsejo? Una infusión de cogollos de lechuga, una taza, una buena taza de esa infusión y dormiréis como un ángel —aseguró el marqués.

—¿De verdad? Pero la infusión de lechuga debe ser de mal sabor, no creo que sea capaz de beberme una taza entera.

—Agregadle unas gotas de limón —aconsejó don Saverio.

17

Cada día le visitaba el padre Teresi. Tal vez una atención pedida por monseñor Airoldi, pero que no suscitaba el agradecimiento del abate Vella. Sabía que, en su carácter de capellán de la cárcel de Castellammare, Teresi era espía de monseñor López y Royo y, aunque es verdad que perro no come perro, Vella experimentaba un vago fastidio al verlo, tan dulce la expresión de su rostro como la de una persona que llevara el corazón en la mano, y a la cual se le podría entregar la propia vida, Pero después de diecisiete días de cárcel, el fastidio comenzaba a debilitarse, convertido en hábito. Además, Teresi estaba dispuesto siempre a hacerle algún favor.

De boca de ese hombre supo el abate Vella que Di Blasi había sido condenado a muerte y que la sentencia sería ejecutada en la mañana del día siguiente.

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