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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (14 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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—No os comprendo.

—Trataré de explicarme mejor, de ser más claro incluso para mí mismo... Vos recordaréis, sin duda, la disertación del príncipe de Trabia acerca de la crisis agrícola. Según decía el príncipe, el origen de la crisis se halla en la ignorancia de los campesinos...

—No sólo en la ignorancia de los campesinos, según me parece recordar.

—Exacto: señaló otras causas, también; pero, según él, la más importante es la ignorancia de los campesinos... En ese caso, brindemos instrucción a los campesinos... Pero yo os pregunto: ¿de dónde habremos de comenzar?

—De la tierra, por supuesto; de la manera en que se la ha de trabajar, mediante los instrumentos más adecuados, con las formas más ventajosas de laboreo; enseñémosles qué cultivos se adaptan a la naturaleza del terreno, a su composición y configuración, cuál es la forma de regarlos...

—¿Y el derecho?

—¿Qué derecho? ¿El derecho de quién?

—El derecho del campesino a ser hombre... No se puede exigir a un campesino la fatiga racional de ser hombre sin otorgarle, al mismo tiempo, el derecho de ser hombre... Una campaña bien cultivada es una imagen de la razón: presupone la existencia, en aquel que la trabaja, de la efectiva participación en la razón universal, en el derecho... ¿Y os parece que participa del derecho el campesino de vuestras posesiones, cuando basta un breve billete vuestro, enviado al capitán de esa tierra, para que sea arrojado en el fondo de una cárcel? Un simple billete: «Meted en la cárcel a tal, por razones de nuestra incumbencia.» Y ese hombre quedará encerrado en la cárcel hasta que a vos os resulte cómodo que esté allí... Aún sucede esto, a pesar de la ley del ochenta y cuatro.

—Estáis llevando una conversación muy seria —dijo don Saverio—. E interesante, de verdad interesante... Pero no puedo menos que ver en cada cosa la otra cara, el aspecto divertido... Me he acordado de la baronesa de Zaffú: a los quince años llegó a saber que un campesino es también un hombre; que yo sepa, no ha cambiado de opinión hasta la vejez.

—Según Montaigne, si mi memoria no me traiciona, el descubrimiento de que un campesino es un hombre lo hicieron las monjas de cierto convento, algunos siglos antes que la baronesa de Zaffú.

—Extraordinario... Montaigne, ¿eh...? Uno de vuestros franceses, me figuro... Pero las cosas se están poniendo oscuras con estos franceses, ¿no lo creéis?

—No con Montaigne, si acaso —intervino el abate Cari, cloqueando, irónico—. No con Montaigne.

—Jamás he tenido el placer de leer sus obras —dijo don Saverio—. Pero con o sin Montaigne, estos franceses han comenzado a romper... Oh, excusadme... A fastidiar, en una palabra.

Comenzaban a dar fastidio, bastante más que el que don Saverio Zarbo y la nobleza siciliana estaban dispuestos a tolerar. Y bastante menos que el que monseñor López y Royo deseaba y necesitaba, para consolidar su propia función de virrey.

En la casa de la familia Di Blasi, en las periódicas reuniones de la Academia siciliana de los Oreteos, las discusiones acerca de los franceses iban ganando terreno e intensidad frente a aquéllas acerca de la poesía siciliana, a las que se dedicaba la Academia. En realidad, la idea de dar nuevo impulso a la Academia, de la que su padre había sido promotor en otros tiempos, se le había ocurrido a Di Blasi en función de los objetivos políticos que perseguía en secreto. A través de la poesía en dialecto y de una investigación acerca de una dialectalidad más integral, le importaba obtener un sentido más concreto y democrático de la sicilianidad, de la nacionalidad siciliana, de la que la mayoría guardaba culto abstracto. Al mismo tiempo, se disponía a desarrollar con cautela un trabajo de comunicación y propagación de ideas, una tarea de proselitismo. Largo trabajo había llevado a Francesco Paolo Di Blasi esbozar una república siciliana, y la muerte de Caramanico, con la consiguiente asunción del poder por parte de López, lo impulsaba a la acción. Ya no quedaba ninguna esperanza de retornar a los felices tiempos de Caracciolo o de que, al menos, se prolongara la época transigente de Caramanico. En el término de un mes o en el de un año, monseñor López se convertiría en una especie de virrey español. En torno a su figura, los barones volverían a ejercer su prepotencia, reivindicarían aquellos privilegios que Caracciolo había logrado minar, desenmarañar.

Y no habría momento más oportuno que aquél, para apelar a la violencia con el fin de abatir el viejo orden: un virrey a quien los nobles despreciaban y el pueblo odiaba, diestro en maldades pero por completo carente de inteligencia y coraje para afrontar una situación difícil; el descontento de las hermandades gremiales de la ciudad y de los campesinos de la corona; una única guarnición de tropas en Palermo y muy pocas e insignificantes en número y poder las del resto de la isla; por último, los franceses que, con los movimientos de su ejército y flota, no dejaban entrever qué golpe se hallaba a punto de asestar y mantenían en estado de constante zozobra al gobierno de Nápoles.

Por otra parte, en Di Blasi y en los pocos amigos que se le habían unido en la conjura, estaba presente la inquietud ante una idea que había llegado a los extremos de la pasión: Francia, la revolución francesa, la república francesa y el ejército de la Francia revolucionaria representaban la ilusión de una inmediata y fraterna ayuda para la futura república siciliana. Sin embargo, por su solo nombre, Francia también representaba el riesgo del fracaso y del peligro, puesto que para el pueblo siciliano equivalía a decir hambre y ensañamiento y actualizaba el recuerdo de los angevinos y las Vísperas, vigorizado en tiempo reciente por la figura del duque de Vivonne, mariscal del cristianísimo Luis XIV. El pueblo de Sicilia cantaba su odio a franceses y jacobinos, atribuía cada uno de sus males a los franceses y a sus amigos, ya fuese por la guerra y la revolución que traían consigo o con las que amenazaban, o por la venganza de Dios y la ira que en El suscitaban: el mal negro en las mieses, la filoxera en las vides, las lluvias demasiado abundantes, las sequías.

Las pastorales en las que los jacobinos recibían nombre de fieras horribles, sanguinarias y voraces, panteras, lobos, osos, zorros astutos y llenos de malicia, resonaban en las iglesias del reino. El pueblo invocaba a la Virgen y a los Santos para que mantuviesen apartados de él a los franceses, como ya antes lo había hecho con respecto de los turcos. Pedía a los seres celestiales que aniquilaran y entregasen a las garras de Satanás a todos aquellos coterráneos que eran fuente y raíz de tantos males a causa de su secreta participación en la secta infame.

A pesar de todo, Francesco Paolo Di Blasi estaba planeando una revolución jacobina.

En cuanto al éxito inicial, le servían de apoyo los ejemplos lejanos de Squarcialupo y de D'Alesi, los recientes tumultos contra el virrey Fogliani, es decir todas aquellas revueltas populares que en tiempos más o menos cercanos unos poquísimos hombres habían logrado promover en Palermo. Y por las mismas causas por las que aquellos movimientos habían llevado en sí las condiciones proclives a su propia catástrofe o habían ofrecido campo llano para su destrucción. Di Blasi creía que la conjura encabezada por él estaba destinada a alcanzar el éxito. El 5 de abril no estallaría un tumulto, sino una revolución impulsada por una gran idea, y no sólo en la ciudad de Palermo, sino también en el campo. La participación de los campesinos había sido una condición primera y absoluta para poder pensar en el éxito de la revolución. Los conjurados se dedicaban a agitar la campiña, a poner en pie de lucha a los campesinos, en nombre de las hambres y de los vejámenes en que se debatían y dejaban casi de lado a la ciudad servil y poco digna de confianza.

En casa de la familia Di Blasi se hablaba de los franceses y de los falsos códices árabes. En un pequeño grupo, Meli, en voz recatada, para no herir al dueño de casa y a sus tíos que habían sido sostenedores del abate Vella, recitaba uno de sus poemas: «
Sta minzogna saracina / Cu sta giubba mala misa / Trova cui pri concubina I L'accarizza, adorna e spisa. / E cridennula di sangu, / Comu vanta, anticu e puru, / D'introdurla in ogni rangu / Si fa pregiu non oscuru.
»
[6]
Pero al mismo tiempo, en la iglesia de San Giacomo en la Marina, el octogenario párroco Pizzi, temblando de horror y de alegría, escuchaba en confesión el descubrimiento de los planes de los conjurados.

10

Al salir de la tienda de platería donde trabajaba y hallar aún abierta la iglesia de San Giacomo, a pesar de lo avanzado de la hora (las dos de la madrugada) el joven Giuseppe Teriaca pensó que bien podría desprenderse del nudo que llevaba en la garganta desde varios días atrás. Además, estaba cercano el tiempo de la Pascua y, según prescribía la iglesia, siquiera para la Pascua era necesario confesar y comulgar. En su situación, se le hacía más imperiosa la necesidad, porque se sentía prisionero en una trama donde no lograba distinguir el mal del bien.

Casi a la misma hora, el cabo Carlo Schelhamer, del Regimiento de Extranjeros, experimentaba casi los mismos sentimientos de Teriaca con respecto de la iglesia, pero, en su caso, en relación con el ejército que integraba.

A una misma hora, pues, se encontraban en el palacio real el brigadier general Jauch y el párroco Pizzi. Uno llevaba consigo al platero, el otro, al cabo.

Si las consideraciones mundanas y su propia edad se lo hubiesen permitido, al escuchar esas revelaciones, monseñor López y Royo, de puro júbilo se habría trepado por las cortinas, por los tapices, por las lámparas. Estaban reunidos en la sala que, a causa del fresco pintado casi en esos días por José Velázquez comenzaba a ser llamada Sala de Hércules. Del pequeño gabinete en donde los había recibido en un primer momento, había hecho pasar a sus excepcionales visitantes a aquella sala, por considerarla más apta, en razón de su amplitud y silencio, para defender un tema tan tremendo y secreto de los oídos expertos de los sirvientes, a quienes odiaba y por quienes era odiado.

Cabo y platero habían recibido de labios de monseñor aquella promesa solemne y formal de impunidad que tanto el párroco Pizzi como el brigadier Jauch, respectivamente, habían hecho centellear ante sus ojos. Ahora cantaban, pues, de modo que para los oídos de monseñor sus palabras sonaban a puro deleite. También escuchaban el abogado fiscal Damiani, el pretor, príncipe del Cassaro, el capitán de justicia, duque de Caccamo. La de Damiani era una alegría comparable a la de monseñor, pero se justificaba a causa de sus funciones. Los rostros del pretor y del capitán de justicia revelaban una atención que a la vez denotaba disgusto y pesadumbre, sobre todo en el caso del duque de Caccamo. De modo que, cuando monseñor se volvió hacia él para ordenarle que procediese al arresto de todos aquellos que, en las declaraciones, resultaban o bien implicados en la conjura o bien sospechosos de estarlo, el duque respondió, con la cara contraída pero con tono de serena decisión, que le sabía muy mal la idea de arrestar al joven abogado Di Blasi.

—¿Por qué? —preguntó el virrey con el rostro enrojecido de cólera irreprimible.

—Porque es amigo mío —contestó el duque.

—Ah, es vuestro amigo... El rey, a quien Dios guarde, se sentirá muy feliz de saber que Di Blasi es uno de vuestros amigos —dijo monseñor con una sonrisa feroz.

—No puedo hacer nada al respecto —aseguró el duque—. Jamás he aprobado sus ideas; estimo que no existen dudas acerca de su culpabilidad, precisamente porque conozco sus ideas y su carácter... Y os digo más: experimento verdadero horror ante su delito... Pero es un amigo.

—¿Y en qué es amigo vuestro? ¿En ir de mujeres? —porque las mujeres irrumpían siempre en los pensamientos de monseñor—. ¿En jugar a las cartas en las excursiones campestres?

—También en otras actividades: estudiar latín, leer a Ariosto —dijo el duque, con un tono en el que el desprecio hacia monseñor se quebraba por la emoción de los recuerdos.

—¡Cosas de locos! —exclamó monseñor, para agregar luego, persuasivo, paternal—: Vos sois el capitán de justicia: vuestro deber, querido amigo, está bien establecido; no podéis dejar de cumplir con él... Imaginaos que también el abogado Damiani y el pretor y cada persona investida de autoridad tuviese, con respecto de Di Blasi, los mismos sentimientos que vos. ¿Qué sucedería? Sucedería que los enemigos de Dios y del trono podrían hacer aquí en Palermo su fiesta cuándo y cómo quisiesen. Y el rey, a quien Dios guarde, estaría fresco si confiara en vosotros, en vuestra lealtad... Aquí, de un momento a otro, se precipitará el fin del mundo, la ira del Señor: y vosotros allí os quedáis, inmóviles, tranquilos... —Alzó la voz, temblona de furia—: El rey, a quien Dios guarde, ¿qué es para vosotros?, ¿un mentecato?

—En nombre de su majestad, vuestra excelencia puede ordenarme absolutamente cualquier otra cosa, que me dispare un tiro a la cabeza, y lo haré, aquí mismo, en presencia de todos y de vuestra excelencia.

—No puedo daros esa orden, pero dejo a vuestro cuidado que consideréis si correspondo o no... Lo que sí puedo ordenaros es que permanezcáis en arresto. Ya veremos luego qué piensan en Nápoles al respecto... Entretanto para arrestar a Di Blasi...

—Iré yo —se ofreció Damiani.

—Si no sois amigo de él, si queréis dignaros... —dijo con ironía monseñor.

El duque de Caccamo había sacado de sus cabales a monseñor López y Royo. ¿Por qué un hombre debía privarse del placer de destruir a otro hombre si su mente no estaba teñida con la misma pez ni su corazón de igual culpa? «Tal vez —pensó—, con su habitual malignidad—, de todos estos arrestados sacaremos algo en contra del duque de Caccamo... Será cosa de morir de risa.»

Pero el duque detestaba de verdad a los jacobinos, casi tanto como los detestaba monseñor López y Royo, sólo que, a diferencia de monseñor, tenía amigos. En su gesto de fidelidad al amigo se contemplaba, conmovido, mientras regresaba a su casa en el carruaje; pero la amenaza de monseñor López comenzaba a producir temblores de aprensión, reflejos de miedo en la noble imagen de sí mismo que el duque contemplaba.

Entretanto, Damiani ponía en estado de alerta a todos los esbirros de Palermo. Envió a algunos hacia el barrio de los plateros, para que capturasen a los cuatro compañeros que Teriaca había denunciado. Otros partieron hacia el cuartel del Regimiento Calabria, para arrestar a los cabos Palumbo y Carollo, denunciados por Schelhamer. Un tercer grupo recibió la orden de arresto contra el maestro albañil Patricola, cuya identidad fuera deducida a partir de las vagas indicaciones de los dos traidores. El susodicho Patricola, a los ojos de sus contemporáneos, tenía el mérito de haber construido sobre la catedral normanda esa cúpula que en nuestros días nos ha hecho lamentar que no le hubiesen arrestado antes, y bajo la acusación de crímenes menos idealistas.

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