—He dicho que se le disparó un revólver —explicó Greene—. Nadie sospecha nada. Para todos,
El Coyote
ha muerto.
Clarke ha sido expulsado del Ejército y su cabeza puesta a precio…
—¿Llevo muchos días así? —preguntó César.
—Una semana. MacAdams le acertó bien. Un milagro que no le matase.
—¿Y mi padre?
Greene se echó a reír.
—Dice que sólo a un idiota se le puede ocurrir pegarse un tiro semejante.
—¿Nadie sabe nada? —sonrió César.
—Nadie.
—¿Ni Beatriz? —preguntó César.
—Ni Beatriz. Cree que lo de la otra noche fue realmente un sueño. Para ella,
El Coyote
ha muerto.
—Y para mí también —dijo Leonor, acercándose a la cama—. Ahora ya has arreglado a Los Ángeles. Deja que lo demás lo arreglen los otros. Después de ver lo que es una lucha, te prefiero muerto, mi querido
Coyote
.
César de Echagüe sonrió burlonamente.
—Eso le enseñará a no fiarse de las mujeres, amigo Greene. Su pensamiento es mudable como una pluma agitada por el viento. Ahora quiere un héroe casero y ayer suspiraba por uno romántico. La variación se debe a que ha oído unos tiros y ha visto morir a dos hombres.
—Supongo que no pensarás seguir rodando de rancho en rancho —refunfuñó Leonor.
—No, de momento, no; pero la labor del
Coyote
quizá aún no esté terminada. Tendremos que volver a luchar contra enemigos tal vez superiores a los que hemos derrotado ahora. ¿No es cierto, Edmundo?
—Sospecho que sí,
Coyote
. Se sigue descubriendo oro y de todo el mundo llegan hombres sin ley a ganarlo sea como sea. Creo que tendremos trabajo…
FIN
Juan Olegario Zamiza estaba apoyado en el mostrador del bar y bebía a lentos sorbos el contenido de un grueso vasito.
—¿Bueno el ron? —preguntó el hombre que estaba junto a él.
—Muy bueno, señor Perkins —replicó Zamiza.
—Si vendes tu campo, podrías beber tanto ron como te apetezca —siguió el llamado Perkins.
Era un hombre alto, recio, de rostro anguloso, ojos azul frío, manos fuertes, que apoyaba alternativamente en el mostrador de caoba o en las culatas de sus revólveres.
Zamiza era el tipo clásico del mestizo californiano, con más sangre india que blanca, pero lo bastante civilizado, por su educación en las misiones, para considerar como superiores suyos a todos los blancos puros.
—Este año va a ser de buena cosecha, señor Perkins —dijo—. No me interesa vender las tierras.
—Te pago quinientos dólares oro por ellas.
—Cuando recoja el vino me pagarán en San Francisco doscientos cincuenta por todo.
—Puedo darte seiscientos dólares.
—No, señor Perkins, no quiero vender. No necesito dinero. Mis títulos están en regla y ya no me pueden quitar lo que es mío.
Perkins miró despectivamente a Juan Olegario, mientras éste acababa de beber el ron. La calma que emanaba del norteamericano resultaba más amenazadora que si el hombre hubiera proferido amenazas e insultos.
—Nadie quiere quitarte nada, Zamiza —declaró Perkins—. Y yo menos que nadie. Sólo quiero comprar tus tierras porque están junto a las mías. Tú puedes comprar otras más apartadas. Sólo te costarán cien dólares y podrás comprarte, incluso, un buen caballo.
Perkins conocía el anhelo del mestizo. Poseer un buen caballo era el deseo de todos los californianos; pero entonces aún no abundaban los buenos caballos, y aunque no costaba mucho adquirir un animal de clase inferior sólo utilizable para las labores campestres, en cambio era muy costosa la adquisición de un caballo resistente y veloz.
—Yo no puedo concederme el lujo de comprar un buen caballo —sonrió Juan Olegario, mientras alargaba la mano hacia el vaso que el propietario de la taberna había vuelto a llenar de espeso y oscuro ron.
—¿Por qué no? —preguntó Samuel Perkins—. Si vendes tus tierras…
—Aunque las vendiera, necesitaría todo el dinero para comprar las otras tierras y levantar la casa…
—Es verdad; pero yo te ofrezco mucho. Seiscientos dólares de oro y…
Sam Perkins calló un momento, como si luchara con una súbita idea. Al fin preguntó:
—¿Te gusta mi caballo?
—¡Oh, señor Perkins! —exclamó el mestizo—. Su caballo es el mejor de toda California. Veloz como el viento… Tiene fama…
—Sí, tiene fama y la merece; pero yo no lo necesito ya tanto como antes. He decidido instalarme en Los Ángeles y viviendo en una ciudad no hace falta un caballo veloz. Hacen más falta tierras. Tú, Juan Olegario, eres campesino, necesitas tierras donde se puedan cultivar frutas y verduras. Yo, en cambio, pertenezco a 1a ciudad. Necesito tierras para construir casas. A ti no te hace falta la tierra que yo necesito. Véndeme tus terrenos, que pronto quedarán dentro de los límites de la ciudad, compra otros más lejos. A cambio, te doy los seiscientos dólares y mi caballo.
—Pero… su caballo vale más de seiscientos dólares.
—Ya lo sé. Pero no me importa. Sé que tú lo cuidarás bien.
La resistencia de Juan Olegario Zamiza empezó a flaquear. Seiscientos dólares oro eran muchos dólares en aquellos tiempos y en el pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles. Y si a esta suma, ya de por sí fabulosa, se le agregaba un caballo mezcla de pura sangre inglesa y española, reuniendo velocidad y resistencia, envidiado por todos los jinetes de California, entonces la oferta era ya como para cerrar los ojos y aceptarla sin más vacilaciones.
—No sé, señor Perkins…
—Decídete pronto, Juan Olegario. Aprovecha mi desprendimiento. Un caballo que es una joya y una cantidad de oro que haría perder el sentido…
—Quisiera preguntar antes a Julia…
—¿Quién es Julia? —preguntó Sam Perkins.
—Mi esposa, señor. Ella es muy inteligente. Ella sabrá lo que me conviene…
—Buena idea —asintió el norteamericano—. Haces bien en dejarte guiar por tu esposa. Las mujeres son siempre más inteligentes que los hombres. Estoy seguro de que ella te dirá que has sido un loco no aceptando en seguida la oferta y te ordenará que vuelvas corriendo a aceptarla antes de que yo lo piense mejor.
—Seguro, señor Perkins —asintió, más aliviado, el mestizo.
Alegrábase de poder ir a hablar con su mujer y de que fuese Julia quien decidiera lo que debía hacerse. Tenía la impresión de que si continuaba hablando con el yanqui, éste acabaría convenciéndole y luego Julia le llamaría loco y estúpido. Sí, era mejor dejar que ella tomara la decisión conveniente.
—Date prisa, pues a la una he de ir a ver al juez Salters. He de legalizar unas compras de terrenos.
—No voy a poder estar de vuelta tan pronto —declaró Zamiza—. Mi casa está lejos…
—Toma mi caballo y así podrás ir y volver en menos de veinte minutos. Hazlo galopar, para que te convenzas de lo bueno que es.
El rostro del mestizo se iluminó de alegría.
—¡Oh, señor Perkins! ¿De veras me permite probar su caballo?
—Pues claro, Juan Olegario. Quiero que te des cuenta por ti mismo de lo agradable que es galopar en
Veloz
. Está atado frente a la puerta. No quites ninguno de los paquetes que están atados a la silla. He de llevarlos al juez Salters; si los quitases tardaría mucho en volver a colocarlos como están ahora.
—Seguro, señor Perkins. No tocaré nada.
—Bien. Dile a tu mujer que son seiscientos dólares y el caballo. Pero date prisa. Son las doce y no tienes mucho tiempo que perder. Haz galopar recio a
Veloz
.
Zamiza asintió vivamente con la cabeza y salió corriendo precipitadamente, seguido por la irónica y cruel mirada de Perkins.
Pasaron unos segundos. El tabernero, que se había retirado un momento antes al interior de la taberna, reapareció. No demostró ninguna extrañeza al ver que Zamiza no estaba ya allí. Recogió el vasito, lo fregó y lo depositó en un estante, sobre otros vasos que formaban una pequeña pirámide. A un lado de la sala de la taberna se veían seis hombres que bebían y fumaban largos cigarros puros. Ellos y Perkins eran los únicos ocupantes del establecimiento. Cualquiera hubiese creído que entre ellos y Perkins no existía ninguna relación, ni siquiera conocimiento; pero un observador más sagaz hubiera advertido la mirada que se cambió entre ellos y Perkins cuando unos pasos precipitados sonaron en la calle, junto a la puerta de la taberna.
Un hombre entró precipitadamente en el establecimiento, gritando:
—¡Señor Perkins, le han robado el caballo!
—¿Cómo? —El asombro de Perkins fue fingido a la perfección.
—Sí, señor Perkins —siguió el recién llegado—. He visto a Juan Olegario Zamiza galopando en su caballo en dirección al sur…
—¡Pronto! —rugió Perkins—. ¡Avisad al
sheriff
!
No había que ir muy lejos. El
sheriff
Koster tenía su oficina al otro lado de la calle. Perkins sólo necesitó dar unas cuantas zancadas y, atravesando la polvorienta calle, entró en la oficina donde Koster, recién nombrado para aquel cargo, estaba limpiando un revólver de largo cañón, modelo Colt, de seis tiros y usando los nuevos cartuchos de latón.
—Hola, Perkins —saludó—. ¿A qué viene esa prisa?
—Zamiza me ha robado el caballo y…
****
Juan Olegario cabalgaba alegremente. Hacía muchos años que no montaba un caballo tan bueno como
Veloz
. ¡Qué distinto el galopar de aquel animal, que parecía hecho de suave algodón, al recio, duro y molesto caminar de los potros indígenas! No era necesario ni espolearlo, pues
Veloz
adivinaba casi los pensamientos de su jinete.
Zamiza había dejado atrás la plaza y dirigíase hacia el río, cerca del cual estaban las tierras de cultivo. Galopaba ya por la carretera y se sentía muy feliz. Si Julia aceptaba la oferta de Perkins, podrían trasladarse a San Diego o a San Bartolomé donde sería fácil adquirir tierras mejores que las de Los Ángeles. Además allí habría menos hombres del Norte y más californianos. Casi resultaba extraño que un señor tan poderoso como el señor Perkins le hubiera ofrecido tanto por sus tierras. Y más desde que don Edmonds Greene había tenido que volver al Norte. El señor Greene había sido buen defensor de los pobres californianos; pero habiéndose marchado él, se volvía al robo, como en los tiempos del cuarenta y nueve al cincuenta y uno…
Juan Olegario llegó a la vista de su casita y lanzó el grito con que solía anunciar su llegada a su mujer. Esta acababa de lavar la ropa y salió con los brazos arremangados y las manos oliendo a jabón.
Era una mujer de tez pálida, cabello negrísimo, ojos grandes y soñadores. Tenía en sus venas unas gotas de sangre india; pero predominaba la raza mejicana.
—¿Cómo vienes tan pronto? —preguntó a su marido.
—Me han hecho una oferta, Julia, y quería consultar contigo antes de decidir nada. Nos quieren comprar estas tierras. Dan casi mil dólares oro.
Julia miró fijamente a su marido.
—¿Quién te da tanto dinero?
—Don Samuel Perkins. Dice que quiere comprar estas tierras para construir una casa o no sé… Dice que le hacen falta muchas. Yo he pensado que podríamos ir a San Diego, con tu familia…
Julia miró suspicazmente a su marido.
—Me parece mucho dinero para que un norteamericano dé a un pobre. No hay mucha gente que reciba mil dólares.
—En realidad me da seiscientos —interrumpió Juan Olegario.
—Pero tú has dicho…
—Sí, es que además me da su caballo. Es un caballo muy bueno. Vale por lo menos seiscientos dólares.
—Nadie te daría seiscientos dólares por él —dijo Julia—. Aunque quisieras venderlo, nadie lo compraría. Y me extraña que don Samuel Perkins quiera vender su caballo. Es un animal que tiene fama…
De pronto, los ojos de Julia se dilataron horrorizados.
—¡No! —gritó—. ¡No es posible! ¿En qué caballo has venido?
—En el del señor Perkins. Me dijo que lo probase…
—¿Delante de quién te lo dijo?
—En la taberna de Fawcet. Creo que el señor Fawcet estaba delante.
—¿No estás seguro?
—No… no… Creo que no estaba; pero había otros clientes.
—¡Dios mío! —gimió la mujer—. Estás perdido. ¿No comprendes que te han tendido una trampa? Si ningún amigo tuyo o ninguna persona importante puede decir que Perkins te prestó el caballo, dirán que lo robaste, y…
Un lejano batir de numerosos cascos de caballo percibióse claramente. Procedía del Norte, de Los Ángeles.
Julia corrió a un lado de la casita, desde donde se divisaba la carretera. Unos veinte hombres avanzaban al galope tendido. Entre ellos veíase la inconfundible figura de Perkins. Todos los hombres iban armados con fusiles, en los cuales se reflejaba la luz del sol.
Juan Olegario miró angustiado a su mujer.
—¡Has caído en una trampa! —clamó Julia—. ¡Has sido un loco! ¡Dios mío!
La mujer miró a su alrededor buscando alguna posible ayuda o alguna idea salvadora. No encontró nada. Los jinetes avanzaban ya hacia la casa, lanzando feroces gritos.
—¡Huye en el caballo! —gritó Julia a su marido—. ¡Es tu única salvación! ¡Huye antes de que lleguen y te maten como a un perro!
Juan Olegario Zamiza parecía clavado en el suelo.
—Pero… yo no he hecho nada malo…
—¡Huye, por el amor de Dios! —gritó su mujer, empujándole hacia el caballo… Por lo menos, salva tu vida, aunque tengas que vivir como un proscrito.