—¿Como hicieron con Beryl? —repliqué, empezando a enfadarme.
No contestó.
—Dígame, Marino, ¿se defenderán mis derechos cuando ya se haya quebrantado la ley? ¿Cuando ya sea demasiado tarde para que me sirva de algo?
—¿Quiere que duerma en un sofá esta noche? —me preguntó sin perder la calma.
El solo hecho de imaginármelo se me hacía muy duro. Veía a Marino en calzoncillos y con una ajustada camiseta sobre el voluminoso vientre dirigiéndose descalzo hacia el cuarto de baño. Probablemente, todavía dejaba la tapa levantada.
—No se preocupe —dije.
—Tiene licencia de armas, ¿verdad?
—¿Para llevar un arma oculta? —pregunté—. Pues no.
Marino empujó la silla hacia atrás diciendo:
—Mañana mantendré una pequeña conversación con el juez Reinhard. Le facilitaremos una.
Eso fue todo. Ya era casi la medianoche.
Momentos después me quedé sola y sin poder dormir. Me tomé otro trago de brandy y más tarde un tercero, y permanecí tendida en la cama mirando hacia el oscuro techo. Cuando le ocurren muchas desgracias en la vida, la gente empieza a preguntarse en su fuero interno si no será un imán que atrae el infortunio, el peligro o los trastornos. Yo también me lo estaba empezando a preguntar. A lo mejor, Ethridge tenía razón, me dejaba arrastrar demasiado por los casos y me colocaba en situaciones peligrosas. Otras veces había recibido llamadas que me hubieran podido enviar volando a la eternidad.
Cuando finalmente conseguí dormirme, tuve unos sueños completamente absurdos. Ethridge se quemaba el chaleco con la ceniza del cigarro. Fielding trabajaba en un cuerpo que estaba empezando a parecer un acerico porque no conseguía encontrar ninguna arteria en la que hubiera sangre. Marino subía por la empinada ladera de una colina con unos zancos y yo sabía que se iba a caer.
A
primera hora de la mañana en el salón a oscuras de mi casa, contemplé a través de la ventana las sombras y siluetas del jardín. El garaje del estado aún no me había devuelto el Plymouth. Mientras mis ojos se posaban en la enorme «rubia» que me habían facilitado, me pregunté si sería muy difícil que un hombre adulto permaneciera oculto debajo de ella y me agarrara el pie en el momento en que yo me acercara para abrir la portezuela del lado del conductor. Ni siquiera tendría que matarme. Yo me moriría primero de un ataque al corazón. La calle estaba desierta y las farolas apenas alumbraban. Miré a través de los visillos apenas descorridos, pero no vi nada. No oí nada. No se veía nada extraño. Probablemente tampoco se veía nada extraño cuando Cary Harper regresó a su casa desde la taberna.
Estaba citada para desayunar con el fiscal general para antes de una hora. Como no me armara de valor y cubriera los nueve metros que me separaban del vehículo, llegaría tarde. Estudié los arbustos y los pequeños cornejos que bordeaban el césped de mi jardín. Sus serenas siluetas se recortaban contra un cielo que se iba aclarando poco a poco. La luna era un globo iridiscente semejante a una flor de dondiego de noche y la hierba aparecía cubierta de plateada escarcha.
¿Cómo habría llegado el asesino hasta las casas de las ¿víctimas, hasta mi casa? Debía de disponer de algún medio de transporte. Apenas se habían hecho conjeturas sobre la capacidad de desplazamiento del asesino. El tipo de vehículo es tan importante en el perfil de un criminal como su edad y su raza y, sin embargo, nadie había hecho el menor comentario, ni siquiera Wesley. Me pregunté por qué mientras contemplaba la desierta calle. La severa actitud de Wesley en Quantico me seguía preocupando.
Manifesté mis inquietudes mientras desayunaba con Ethridge.
—A lo mejor, todo se debe a que Wesley no ha querido revelarle ciertas cosas —apuntó Ethridge. —Siempre ha sido muy sincero conmigo. —El FBI tiende a mantener la boca cerrada, Kay. —Wesley es un experto en diseño de perfiles —repliqué—. Siempre ha compartido generosamente conmigo sus teorías y opiniones. Pero, en este caso, apenas dice nada. Prácticamente no ha hecho ningún perfil del posible autor de los hechos. Ha cambiado de personalidad. Ya no bromea y apenas me mira a los ojos. Es muy raro e increíblemente desconcertante —añadí, respirando hondo.
—Todavía te sientes aislada, ¿verdad, Kay? —me preguntó Ethridge. —Sí, Tom.
—Y estás un poquito paranoica. —También —contesté.
—¿Confías en mí, Kay? ¿Crees que estoy de tu parte y tengo en cuenta tus intereses? —preguntó el fiscal general. Asentí con la cabeza y volví a respirar hondo. Estábamos conversando en voz baja en el comedor del hotel Capítol, un local muy frecuentado por los políticos y los plutócratas. Tres mesas más allá, el senador Partin, con la cara mucho más arrugada de lo que yo recordaba, estaba hablando muy serio con un joven cuyo rostro yo había visto en alguna parte.
—En los períodos de tensión, casi todos nos sentimos aislados y paranoicos. Nos sentimos solos en el desierto —dijo Ethridge mirándome con expresión turbada.
—Yo estoy sola en el desierto —repliqué—. Y tengo esta sensación porque es verdad.
—Se comprende que Wesley esté preocupado.
—Por supuesto.
—Lo que me preocupa en tu caso, Kay, es que basas tus teorías en la intuición y te guías por el instinto. Lo cual a veces puede ser muy peligroso.
—A veces lo puede ser, en efecto. Pero también puede ser peligroso que la gente empiece a complicar demasiado las cosas. El asesinato suele ser una cosa deprimentemente sencilla.
—Pero no siempre.
—Casi siempre, Tom.
—No pensarás que las maquinaciones de Sparacino guardan relación con estas muertes, ¿verdad? —preguntó el fiscal general.
—Creo que sería demasiado fácil centrarse en sus maquinaciones. Lo que hace él y lo que está haciendo el asesino podrían ser trenes que circulan por vías paralelas. Ambos son mortalmente peligrosos. Pero no son lo mismo. No están relacionados. No obedecen a los mismos impulsos.
—¿Tampoco crees que la desaparición del manuscrito tenga algo que ver con ello?
—No lo sé.
—¿No estás un poco más cerca de la verdad?
El interrogatorio me hacía sentir como una niña que no hubiera hecho sus deberes. Pensé que ojalá no me lo hubiera preguntado.
—No, Tom —reconocí—. No tengo ni idea de dónde está.
—¿Y si Sterling Harper lo hubiera quemado en la chimenea poco antes de morir?
—No creo. El experto en documentos examinó los restos carbonizados de papel y los identificó como pertenecientes a hojas de papel tela de alta calidad. Como el que suelen utilizar los abogados en los documentos legales. No es probable que alguien escribiera el borrador de un libro en papel de este tipo. Lo más probable es que la señorita Harper quemara cartas y papeles personales.
—¿Cartas de Beryl Madison?
—No podemos excluirlo —contesté a pesar de que yo prácticamente lo había excluido.
—¿O tal vez cartas de Cary Harper?
—En la casa se encontró una considerable cantidad de papeles personales de Cary Harper —contesté—. No hay pruebas de que alguien los hubiera tocado o revisado recientemente.
—Si las cartas hubieran sido de Beryl Madison, ¿qué razón hubiera tenido la señorita Harper para quemarlas?
—No lo sé —contesté, intuyendo que Ethridge seguía pensando en su pesadilla, el abogado Sparacino.
Sparacino había actuado con mucha rapidez. Yo había visto las treinta y tres páginas de la querella. Sparacino había interpuesto una querella contra mí y contra la policía y el gobernador del estado. La última vez que me había puesto en contacto con Rose, ésta me había dicho que habían llamado de la revista
People
y que el otro día uno de sus fotógrafos estaba fotografiando el edificio tras serle denegada la entrada más allá del vestíbulo. Me estaba empezando a hacer famosa. Y también estaba empezando a convertirme en una experta en no hacer comentarios y en no dar la cara.
—Crees que estamos en presencia de un psicópata, ¿verdad? —me preguntó Ethridge a bocajarro.
Tanto si la fibra acrílica anaranjada guardaba relación con unos secuestradores como si no, eso era lo que yo pensaba y así se lo dije al fiscal general.
Éste contempló la comida casi intacta de su plato y, cuando levantó los ojos, me quedé desconcertada por lo que vi en ellos. Tristeza y decepción. Y una terrible desgana.
—Kay —dijo—, no me resulta fácil decírtelo.
Tomé una galleta.
—Pero tienes que saberlo. Independientemente de lo que esté sucediendo y de por qué sucede, cualesquiera que sean tus creencias y opiniones personales, es necesario que lo sepas.
Llegué a la conclusión de que me apetecía fumar en lugar de comer, por lo cual saqué mi cajetilla.
—Tengo un contacto. Sólo puedo decirte que está al corriente de todas las actividades del departamento de Justicia...
—Se trata de Sparacino —dije interrumpiéndole.
—Se trata de Mark James.
Si el fiscal general me hubiera soltado una palabrota, mi asombro no hubiera sido mayor.
—¿Qué ocurre con Mark? —pregunté.
—Quizá esta pregunta te la tendrá que hacer yo a ti, Kay.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Los dos fuisteis vistos juntos en Nueva York hace varias semanas. En el Gallagher's —el fiscal general hizo una pausa, carraspeó y añadió sin que viniera a cuento—: Los años que hace que no voy por allí.
Contemplé el humo que se escapaba de mi cigarrillo.
—Si no recuerdo mal, los bistecs de allí son excelentes...
—Ya basta, Tom —dije, exasperada.
—Suele haber muchos irlandeses de buen corazón muy aficionados a la bebida y a las bromas...
—Ya basta, maldita sea —dije, levantando excesivamente la voz.
El senador Partin miró directamente hacia nuestra mesa y sus ojos se posaron con leve curiosidad primero en Ethridge y después en mí. El camarero se acercó solícito para volvernos a llenar las tazas de café y preguntar si necesitábamos algo. Me sentía desagradablemente acalorada.
—No me vengas con todas estas tonterías, Tom —dije—. ¿Quién me vio?
El fiscal general hizo un gesto con la mano.
—Lo que importa aquí es saber de qué lo conoces.
—Le conozco desde hace mucho tiempo.
—Eso no es una respuesta.
—Desde la facultad de Derecho.
—¿Erais íntimos amigos?
—Sí.
—¿Amantes?
—Por Dios, Tom.
—Lo siento, Kay. Es muy importante. —Acercándose la servilleta a los labios, Ethridge tomó su taza de café y miró nerviosamente a su alrededor. Al parecer, la situación le resultaba extremadamente embarazosa.— Digamos que los dos permanecisteis buena parte de la noche en Nueva York. En el Omni.
Noté que me ardían las mejillas.
—A mí me importa un bledo tu vida personal, Kay. Y dudo que a alguien le importe. Excepto en este caso. Te aseguro que lo siento en el alma. —Ethridge carraspeó y finalmente volvió a mirarme.— Maldita sea. El compinche de Mark está siendo investigado por el departamento de Justicia...
—¿Su compinche?
—Eso es muy serio, Kay —añadió Ethridge—. Yo no sé cómo era Mark James cuando tú le conociste en la facultad de Derecho, pero sé lo que ha hecho desde entonces. Conozco su historial. Tras haber sido informado de que le habían visto contigo, llevé a cabo algunas investigaciones. Tuvo graves problemas en Tallahassee hace siete años. Extorsión. Estafa. Delitos por los cuales fue juzgado y cumplió condena en la cárcel. Más tarde, acabó asociándose con Sparacino, el cual es sospechoso de estar relacionado con el mundo del hampa.
Tuve la sensación de que una tuerca me estaba estrujando la sangre del corazón y debí de palidecer considerablemente porque Ethridge se apresuró a ofrecerme mi vaso de agua y esperó pacientemente a que me sobrepusiera. Sin embargo, cuando volvió a mirarme a los ojos, reanudó sus devastadoras revelaciones desde el mismo punto en que las había interrumpido.
—Mark jamás trabajó en Orndorff & Berger, Kay. En ese bufete jamás han oído hablar de él. Lo cual no me sorprende en absoluto. Mark James no podía ejercer la abogacía porque el colegio le había retirado la licencia. Al parecer, es simplemente el ayudante personal de Sparacino.
—Pero ¿trabaja Sparacino para Orndorff & Berger? —conseguí preguntar.
—Es su abogado especializado en el mundo del espectáculo. Eso sí es cierto —contestó el fiscal general.
No dije nada porque estaba a punto de echarme a llorar.
—Mantente alejada de él, Kay —dijo Ethridge con una voz que fue como una ruda caricia en un intento de mostrarse afectuoso—. Rompe con él por lo que más quieras. Rompe cualquier relación que mantengas con él.
—No mantengo ninguna relación con él —dije con trémula voz.
—¿Cuándo tuviste contacto con él por última vez?
—Hace varias semanas. Llamó. Y hablamos no más de treinta segundos.
Edhndge asintió con la cabeza como si no esperara otra cosa.
—La vida paranoica. Uno de los frutos más venenosos de la actividad delictiva. Dudo de que Mark James sea aficionado a las largas conversaciones telefónicas y dudo de que se ponga en contacto contigo a menos que quiera algo. Dime ahora por qué estuviste con él en Nueva York.
—Quería verme. Quería advertirme contra Sparacino. O eso me dijo —añadí con un hilillo de voz.
—¿Y te advirtió en su contra?
—Sí.
—¿Qué te dijo?
—Todas las cosas que tú acabas de mencionar sobre Sparacino.
—¿Y por qué te dijo Mark todo eso?
—Dijo que quería protegerme.
—¿Y tú lo crees?
—Ya no sé qué demonios creer —contesté.
—¿Estás enamorada de este hombre?
Le miré en silencio con ojos de piedra.
—Tengo que saber hasta qué extremo eres vulnerable —dijo Ethridge en voz baja—. No pienses ni por un instante que disfruto con eso, Kay, te lo ruego.
—Y yo te ruego a ti que no pienses tampoco que yo disfruto, Tom —dije con voz cortante.
Ethridge tomó la servilleta que le cubría las rodillas y la dobló despacio y con mucho cuidado antes de colocarla bajo el borde de su plato.
—Tengo razones para temer que Mark James pueda hacerte un daño terrible, Kay —dijo en voz tan baja que tuve que inclinarme hacia adelante para poder oírle—. Tenemos motivos para sospechar que se encuentra detrás del allanamiento de tu despacho...
—¿Qué motivos? —le corté, levantando la voz—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué prueba...?.