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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (12 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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Mark volvió a llenar las copas y contestó:

—Sí, creo que quería organizar una disputa sin que Beryl ni Harper se dieran cuenta. Ya te he dicho que ése es el estilo de Sparacino.

Cominos en silencio unos momentos. El Gallargher's tenía bien merecida la fama de que gozaba. Se hubiera podido cortar el chuletón con un tenedor.

—Y lo peor, por lo menos para mí, Kay... —dijo Mark finalmente mirándome con dureza—, es el día en que almorzamos en el Algonquin y Beryl comentó que alguien estaba amenazando con matarla... Si quieres que te diga la verdad —añadió tras dudar un instante—, sabiendo lo que sabía de Sparacino...

—No la creíste —dije yo, terminando la frase por él.

—No —reconoció—, no la creí. Francamente, me pareció un truco publicitario. Pensé que Sparacino la habría convencido de que montara aquel número para contribuir con ello a aumentar las ventas del libro. No sólo tenía aquella disputa con Harper, sino que, además, alguien estaba amenazando con matarla. No di demasiado crédito a lo que decía —añadió, haciendo una pausa—. Y me equivoqué.

—Pero es posible que Sparacino estuviera dispuesto a llegar tan lejos —me atreví yo a sugerir—. ¿No estarás insinuando...?

—Creo más bien que aguijoneó a Harper y éste tuvo miedo o, a lo mejor, se enfureció tanto que decidió ir a verla y perdió los estribos. O quizá contrató a alguien para que lo hiciera.

—En tal caso —dije en voz baja—, debe de tener muchas cosas que ocultar a propósito de lo que ocurrió cuando Beryl vivía con él.

—Es posible —dijo Mark, centrando nuevamente su atención en la comida—. Pero, aunque no lo hiciera, conoce a Sparacino y sabe cuál es su manera de actuar. No importa que una cosa sea verdad o mentira. Si Sparacino quiere armar jaleo, lo arma y nadie recuerda el resultado, sino tan sólo las acusaciones.

—¿Y ahora se me quiere cargar a mí? —pregunté en tono dubitativo—. No lo entiendo. ¿Qué pinto yo en todo eso?

—Muy sencillo. Sparacino quiere el manuscrito de Beryl, Kay. El libro es ahora más interesante que nunca a causa de lo que le ha ocurrido a su autora —contestó Mark, mirándome fijamente—. Cree que el manuscrito fue entregado en tu despacho como prueba. Y ahora resulta que ha desaparecido.

Alargué la mano hacia la crema agria y pregunté con mucha calma:

—¿Qué te induce a pensar que ha desaparecido?

—Saparacino ha tenido acceso al informe policial —contestó Mark—. Tú lo habrás visto, supongo.

—Eran cosas puramente de rutina —contesté.

Mark me refrescó la memoria.

—En la última hoja hay una lista pormenorizada de todas las pruebas recogidas... Entre ellas figuran los papeles encontrados en el suelo de su dormitorio y un manuscrito que había en un cajón.

Oh, Dios mío, pensé. Marino había encontrado efectivamente un manuscrito. Sólo que no era el que nosotros esperábamos.

—Sparacino ha hablado con el investigador esta mañana —añadió Mark— Un teniente llamado Marino. Éste le ha dicho que la policía no lo tiene, que todas las pruebas han sido entregadas a los laboratorios de tu departamento. Y le ha sugerido a Sparacino que llame a la forense... es decir, a ti.

—Es lo que se hace siempre —dije—. Los de la policía me envían la gente a mí y yo la vuelvo a enviar a ellos.

—Ya, pero intenta decirle eso a Sparacino. Él dice que el manuscrito te fue entregado a ti junto con el cuerpo de Beryl. Y ahora ha desaparecido. Y acusa de ello a tu departamento.

—¡Pero eso es ridículo!

—¿De veras? —Mark me miró inquisitivamente. Tuve la sensación de que me estaba sometiendo a una repregunta cuando añadió—: ¿Acaso no es cierto que algunas pruebas se entregan junto con el cuerpo de la víctima y tú las envías personalmente a los laboratorios o las guardas en tu sala de pruebas?

Por supuesto que era cierto.

—¿Formas parte de la cadena de pruebas en el caso de Beryl? —preguntó Mark.

—No por lo que se refiere a las cosas que se encontraron en el lugar de los hechos, como pueden ser los papeles y documentos personales —contesté muy tensa—. Todo eso fue enviado a los laboratorios por la policía, no por mí. De hecho, casi todos los objetos de la casa pasaron a la sala de objetos personales del departamento de policía.

—Intenta decírselo a Sparacino —repitió Mark.

—Jamás he visto el manuscrito —dije categóricamente—. Mi oficina no lo tiene y jamás lo tuvo. Y, que yo sepa, no ha aparecido y punto.

—¿Que no ha aparecido? ¿Quieres decir que no estaba en la casa? ¿La policía no lo encontró?

—No. El manuscrito que encontraron no es ése al que tú te refieres. Es un manuscrito posiblemente de un libro publicado hace años y, además, está incompleto, sólo tiene unas doscientas páginas como mucho. Estaba en una cómoda de su dormitorio. Marino lo tomó y pidió a la sección de huellas dactilares que lo examinara por si el asesino lo hubiera tocado.

Mark se reclinó en su asiento.

—Si no lo encontrasteis, ¿dónde está? —preguntó en un susurro.

—No tengo ni idea —contesté—. Supongo que podría estar en cualquier sitio. A lo mejor, se lo envió por correo a alguien.

—¿Tenía ordenador?

—Sí.

—¿Examinasteis el disco duro?

—Su ordenador no tiene disco duro, sólo dos
floppy drives
—contesté—. Marino está examinando los
floppys.
No sé qué contienen.

—Es absurdo —añadió Mark—. Aunque hubiera enviado el manuscrito a alguien por correo, es absurdo que no hiciera primero una copia, que no hubiera una copia en la casa.

—Es absurdo que su padrino Sparacino no tuviera una copia —dije con intención—. No puedo creer que no haya visto el libro. Es más, no puedo creer que no tenga un borrador en alguna parte, tal vez incluso la última versión.

—Él dice que no y tengo buenas razones para creerle. Por lo que yo he podido saber de Beryl, ésta era muy reservada en su trabajo y no permitía que nadie, ni siquiera Sparacino, viera lo que estaba naciendo hasta que lo terminaba. Le mantenía informado de sus progresos a través de conversaciones telefónicas y de cartas. Según él, la última vez que tuvo noticias suyas fue hace aproximadamente un mes. Al parecer, Beryl le dijo que estaba ocupada en la revisión de la obra y que tendría el libro listo para su publicación hacia primeros de año.

—¿Hace un mes? —pregunté cautelosamente—. ¿Ella le escribió?

—Le llamó.

—¿Desde dónde?

—Y yo qué sé. Desde Richmond, supongo.

—¿Eso es lo que él te dijo?

Mark reflexionó un instante.

—No, no me comentó desde dónde le había llamado —hizo una pausa—. ¿Por qué?

—Llevaba algún tiempo fuera de la ciudad —contesté como si la cosa no tuviera importancia—. Simplemente quería saber si Sparacino sabía dónde estaba Beryl.

—¿La policía no sabe dónde estaba?

—Oh, hay un montón de cosas que la policía no sabe —contesté.

—Eso no es una respuesta.

—La mejor respuesta sería, en realidad, la de que tú y yo no deberíamos estar comentando el caso, Mark. Ya he dicho demasiado y no sé muy bien por qué te interesa tanto todo eso.

—Y no sabes muy bien si mis motivos son puros —dijo Mark—. No sabes muy bien si te he invitado a cenar y estoy tratando de ganarme tu confianza porque quiero obtener información.

—Si he de serte sincera, sí —contesté, mirándole a los ojos.

—Estoy preocupado, Kay.

Adiviné que era cierto por la tensión de su rostro... un rostro que todavía ejercía un considerable poder sobre mí. No conseguía quitarle los ojos de encima.

—Sparacino está tramando algo —dijo—. Y no quiero que te estruje —añadió, escanciando en nuestras copas el último vino que quedaba.

—¿Qué se propone hacer, Mark? —pregunté—. ¿Llamarme y exigirme un manuscrito que no obra en mi poder? Bueno, ¿y qué?

—Me da la impresión de que él sabe que tú no lo tienes —dijo Mark—. Lo malo es que eso no importa. Sí, lo quiere. Y, al final, lo conseguirá a no ser que se haya perdido. Es el albacea testamentario.

—Pues qué bien —dije.

—Sólo sé que está tramando algo —añadió Mark como si hablara para su adentros.

—¿Otro de sus trucos publicitarios? —pregunté en tono excesivamente burlón.

Mark tomó un sorbo de vino.

—No se me ocurre qué puede ser —continué—. No es posible que sea algo relacionado conmigo.

—A mí sí se me ocurre —dijo Mark con la cara muy seria.

—Pues, entonces, dímelo, por favor.

Y me lo dijo.

—Titular: «La jefa del departamento de Medicina Legal se niega a entregar un polémico manuscrito».

—¡Pero eso es ridículo! —exclamé, echándome a reír.

Mark no se rió.

—Piénsalo bien. Una polémica autobiografía escrita por una autora que ha sido brutalmente asesinada. Después el manuscrito desaparece y la forense es acusada de haberlo robado. Ten en cuenta que la maldita cosa desapareció en el depósito de cadáveres, mujer. Cuando finalmente se publique el libro, será un
bestseller
sensacional y Hollywood luchará por asegurarse los derechos cinematográficos.

—No estoy preocupada —dije, aunque sin demasiado convencimiento—. Todo es tan descabellado que no acierto siquiera a imaginarlo.

—Sparacino es un mago para sacar cosas de la nada, Kay —me advirtió Mark—. Lo que yo no quiero es que tú acabes como Leon Jones. —Miró a su alrededor, buscando al camarero, y sus ojos se quedaron de pronto fijos observando la entrada. Luego, bajando rápidamente la mirada hacia su chuletón a medio cocer, musitó—: Mierda.

Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no volverme. No levanté los ojos ni di la menor muestra de haberme dado cuenta de nada hasta que el hombretón se detuvo junto a nuestra mesa.

—Hola, Mark, ¿qué tal estás? Pensé que te encontraría aquí. —Era un hombre amable de unos sesenta o sesenta y tantos años con un mofletudo rostro endurecido por la gélida mirada de unos ojillos intensamente azules. Estaba arrebolado y respiraba afanosamente como si el simple ejercicio de acarrear su impresionante mole constituyera un esfuerzo para todas las células de su cuerpo.— Obedeciendo a un súbito impulso, he decidido acercarme por aquí e invitarte a un trago, muchacho. —Desabrochándose su abrigo de lana de cachemira, se volvió hacia mí y me tendió la mano con una sonrisa.— Creo que nos conocemos. Robert Sparacino.

—Kay Scarpetta —dije con sorprendente aplomo.

5

C
onseguimos en cierto modo pasarnos una hora bebiendo con Sparacino. Fue horrible. Sparacino se comportó como si yo fuera una desconocida a pesar de constarle quién era. Yo estaba segura de que el encuentro no había sido accidental. En una ciudad del tamaño de Nueva York, ¿cómo hubiera podido ser accidental?

—¿Estás seguro de que no hay ninguna posibilidad de que él supiera que yo iba a venir? —pregunté.

—No veo cómo —contestó Mark.

Percibí la urgencia de las yemas de sus dedos cuando me acompañó directamente a la calle Cincuenta y Cinco, tomándome del brazo. El Carnegie Hall estaba vacío y algunas personas caminaban por la acera. Ya era casi la una, mis pensamientos flotaban en alcohol y tenía los nervios a flor de piel.

Sparacino se había ido mostrando progresivamente más animado y cariñoso a cada copita de Grana Marnier que se tomaba hasta que, al final, empezó a hablar con una voz pastosa.

—No se le escapa ni una. Crees que está borracho como una cuba y que no se acordará de nada por la mañana, pero tiene puesta la alerta roja incluso cuando está durmiendo a pierna suelta.

—Con eso no me consuelas —dije yo.

Nos encaminamos directamente hacia el ascensor y subimos en silencio, contemplando el parpadeo de la luz de los pisos al pasar de un número a otro. Nuestros pies se hundieron en la mullida alfombra del pasillo. Confiando en que mi maleta estuviera allí, lancé un suspiro de alivio cuando la vi encima de la cama al entrar en la habitación.

—¿Tú estás cerca? —le pregunté a Mark.

—Un par de puertas más abajo —contestó, mirando rápidamente a su alrededor—. ¿No me vas a ofrecer una última copita?

—No he traído nada...

—Hay un bar muy bien surtido, puedes creerme —dijo Mark.

Maldita la falta que nos hacía otra copita.

—¿Qué va a hacer Sparacino? —pregunté.

El «bar» era un pequeño frigorífico lleno de cervezas, vino y botellines vacíos.

—Nos ha visto juntos —añadí—. ¿Qué va a pasar?

—Depende de lo que yo le diga —contestó Mark.

—Te lo voy a preguntar de otra manera —dije, ofreciéndole un vaso de plástico de whisky—. ¿Qué piensas decirle, Mark?

—Una mentira.

Me senté en el borde de la cama.

Mark acercó una silla y empezó a agitar lentamente el ambarino líquido. Nuestras rodillas casi se rozaban.

—Le diré que estaba intentando sacarte lo que pudiera para ayudarle a él —contestó Mark.

—Dile que me estabas utilizando —dije mientras mis pensamientos se dispersaban como una mala transmisión radiofónica—. Y que lo has podido hacer gracias a nuestro pasado.

—Sí.

—¿Y eso es una mentira? —pregunté.

Cuando se rió, me di cuenta de que ya casi había olvidado lo mucho que me gustaba el sonido de su risa.

—No le veo la gracia —protesté. En la habitación hacía calor y yo estaba arrebolada a causa del whisky—. Si eso es una mentira, Mark, ¿dónde está la verdad?

—Kay —dijo Mark sin dejar de sonreír y sin quitarme los ojos de encima—, ya te he dicho la verdad.

Guardó silencio un instante y después se inclinó hacia adelante para acariciarme la mejilla. Tuve miedo al darme cuenta de lo mucho que deseaba que me besara.

Mark volvió a reclinarse en su asiento.

—¿Por qué no te quedas por lo menos hasta mañana por la tarde? Quizá convendría que ambos habláramos con Sparacino por la mañana.

—No —dije—. Eso es precisamente lo que él querría que yo hiciera.

—Como quieras.

Horas más tarde, después de que Mark se retirara, permanecí despierta, contemplando la oscuridad y consciente de la vacía frialdad del otro lado de la cama. En otros tiempos, Mark nunca se quedaba conmigo toda la noche y, a la mañana siguiente, yo tenía que andar por el apartamento recogiendo prendas de vestir, vasos sucios, platos y botellas de vino, y vaciando los ceniceros. Por aquel entonces ambos fumábamos. Permanecíamos despiertos hasta la una, las dos o las tres de la madrugada, hablando, riéndonos, bebiendo y fumando. Y también discutiendo. Yo aborrecía las discusiones que muchas veces derivaban en amargas disputas en cuyo transcurso nos heríamos el uno al otro y nos devolvíamos golpe por golpe, artículo de código tal contra filosofía cual. Y yo siempre esperando que me dijera que me quería, cosa que él no hacía jamás. Por la mañana, experimentaba el mismo vacío que en mi infancia cuando terminaba la Navidad y yo ayudaba a mi madre a recoger los papeles de envoltura de los regalos diseminados alrededor del árbol.

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