Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta cuando el senador Partin y su joven acompañante se situaron súbitamente junto a nuestra mesa. No me había dado cuenta de que se habían levantado para acercarse a nosotros. Adiviné por la expresión de sus rostros que eran conscientes de haber interrumpido una tensa conversación.
—John, cuánto me alegro de verte —exclamó Ethridge, empujando su silla hacia atrás para levantarse—. Ya conoces a la jefa del departamento de Medicina Legal, la doctora Scarpetta, ¿verdad?
—Por supuesto, por supuesto. Sí, ¿qué tal está usted, doctora Scarpetta? —El senador me estrechó la mano sonriendo, pero sus ojos estaban muy lejos.— Le presento a mi hijo Scott.
Observé que Scott no había heredado los toscos y ásperos rasgos de su padre ni tampoco su rechoncha figura. El joven era alto, delgado e increíblemente apuesto, con un bello rostro enmarcado por una corona de espléndido cabello negro. Tenía unos veintitantos años y ardía en sus ojos una insolencia que me molestó. La cordial conversación no disipó mi inquietud y tampoco me sentí mejor cuando padre e hijo finalmente se retiraron.
—Le he visto en alguna parte —le comenté a Ethridge cuando el camarero volvió a llenarnos las tazas.
—¿A quién? ¿A John?
—No, no... por supuesto que he visto antes al senador. Me refiero al hijo, Scott. Su rostro me es conocido.
—Probablemente le habrás visto en la televisión —dijo Ethridge, consultando furtivamente su reloj—. Es actor o, por lo menos, intenta serlo. Creo que ha interpretado un par de papeles secundarios en unos seriales.
—Oh, Dios mío —musité.
—Puede que haya tenido también algún papelito en alguna película. Estuvo en California, pero ahora vive en Nueva York.
—No —dije yo, anonadada.
Ethridge posó su taza de café y clavó sus serenos ojos en mí.
—¿Cómo sabía él que íbamos a desayunar aquí esta mañana, Tom? —pregunté, procurando que no me temblara la voz mientras evocaba las imágenes.
El Gallagher's. El joven solitario que bebía cerveza unas mesas más allá del lugar donde Mark y yo estábamos sentados.
—No sé cómo lo ha sabido —contestó Ethridge mientras se encendía en sus ojos el brillo de una secreta satisfacción—. Me limitaré a decirte que no me sorprende, Kay. El joven Partin lleva varios días siguiéndome.
—No será tu contacto en el departamento de Justicia...
—No, por Dios —contestó escuetamente Ethridge.
—¿De Sparacino?
—Más bien sí. Sería lo más lógico, ¿no te parece, Kay?
—¿Por qué?
Ethridge estudió la cuenta y después contestó:
—Para asegurarse de que sabe lo que ocurre. Para espiar. Para intimidar. Elige lo que prefieras —añadió, levantando la vista.
Scott Partin me había llamado la atención por ser uno de aquellos jóvenes circunspectos que a menudo constituyen una memorable muestra de melancólico esplendor. Recordé que estaba leyendo el
New York Times
mientras bebía una cerveza con expresión enfurruñada. Me fijé en él porque las personas extremadamente hermosas, como los artísticos arreglos florales, difícilmente pasan inadvertidas.
Más tarde experimenté el impulso de contárselo todo a Marino mientras ambos bajábamos en ascensor a la primera planta de mi departamento aquella mañana.
—Estoy segura —repetí—. Estaba sentado dos mesas más allá en el Gallagher's.
—¿Y no le acompañaba nadie?
—Exacto. Estaba leyendo el periódico y bebiendo cerveza. No creo que comiera nada, pero la verdad es que no me acuerdo —contesté mientras ambos cruzábamos un gran almacén que olía a polvo y cartón.
Mi mente y mi corazón corrían en un nuevo intento de adelantarme a otra de las mentiras de Mark. Me habían dicho que Sparacino ignoraba mi presencia en Nueva York y que su aparición en el restaurante había sido una pura casualidad. Lo cual no podía ser cierto. El joven Partin había sido enviado para espiarme aquella noche y ello sólo hubiera sido posible en el caso de que Sparacino supiera que yo estaba allí con Mark.
—Bueno, hay otra posibilidad —dijo Marino mientras recorríamos las polvorientas entrañas de mi departamento—. Supongamos que el chico se gana la vida en la Gran Manzana, espiando a ratos perdidos por cuenta de Sparacino. A lo mejor, Partin fue enviado para espiar a Mark y no a usted. Recuerde que Sparacino le recomendó el restaurante a Mark... o, por lo menos, eso es lo que Mark le dijo a usted.
Por consiguiente, Sparacino tenía razones para saber que Mark cenaría allí aquella noche. Sparacino le dice a Partin que acuda al restaurante y observe lo que hace Mark. Partin lo hace y está tomando una cerveza cuando ustedes dos entran en el local. Puede que, en determinado momento, se levantara para llamar a Sparacino y facilitarle la noticia. Inmediatamente aparece Sparacino.
Hubiera querido creerlo.
—No es más que una teoría —añadió Marino.
Sabía que no podía creerlo. La verdad, recordé con dureza, era que Mark me había traicionado y, tal como Ethridge me lo había descrito, era un delincuente.
—Pero usted debe tener en cuenta todas estas posibilidades —terminó diciendo Marino.
—Claro —musité.
Bajamos por otro angosto pasillo y nos detuvimos ante una pesada puerta metálica. Busqué la llave y entramos en la sala de tiro, donde los probadores de armas de fuego ensayaban prácticamente todas las armas conocidas por el hombre. Era una siniestra sala de hormigón contaminada por plomo, una de cuyas paredes estaba enteramente cubierta por un tablero perforado en el cual se alineaban los revólveres y las pistolas ametralladoras que los tribunales confiscaban y posteriormente entregaban al laboratorio. En unos armeros se veían toda clase de escopetas y rifles. La pared del fondo era de acero reforzado en el centro y estaba marcada por miles de disparos efectuados a lo largo de muchos años. Marino se dirigió a un rincón donde unos desnudos troncos, caderas, cabezas y piernas de maniquí se mezclaban en un revoltijo que hacía evocar las horribles fosas comunes de Auschwitz.
—Usted prefiere la carne tierna, ¿verdad? —preguntó Marino, eligiendo un pálido tronco masculino de color carne.
No hice caso de su comentario mientras abría la funda y sacaba mi Ruger de acero inoxidable. El plástico resonó mientras Marino rebuscaba hasta elegir finalmente una cabeza de hombre blanco con cabello y ojos oscuros. Encajó la cabeza en el tronco y colocó ambas cosas sobre una caja de cartón contra la pared de acero a unos treinta pasos de distancia.
—Hay que vaciar el cargador para mandarle al infierno —dijo Marino.
Mientras limpiaba mi revólver con una varilla, levanté la vista y observé que Marino sacaba una pistola de 9 milímetros del bolsillo posterior de sus pantalones. Extrajo el cargador y lo volvió a colocar en su sitio.
—Felices Navidades —me dijo, ofreciéndome el arma con el seguro puesto y la culata de cara a mí.
—No gracias —contesté con la mayor cortesía posible.
—Cinco disparos con su trasto y está perdida.
—Eso, si fallo.
—Mierda, doctora. Todo el mundo falla unos cuantos disparos. Lo malo es que, con este Ruger que usted tiene, dispone de muy pocos.
—Prefiero efectuar pocos disparos, pero certeros, con el mío. Eso, lo único que hace es esparcir el plomo por todas partes.
—Su potencia de fuego es mucho mayor —dijo Marino.
—Lo sé. Unos cuarenta y cinco kilos por centímetro cuadrado más que la mía a quince metros, si uso municiones Silvertips Plus.
—Y el triple de disparos, que no es poco —añadió Marino.
Yo había utilizado pistolas de 9 milímetros otras veces y no me gustaban. No eran tan precisas como mi revólver especial del 38. Tampoco tan seguras y, además, se podían encasquillar. Yo nunca había sido partidaria de sustituir la calidad por la cantidad y nada podía sustituir los conocimientos y la práctica.
—Basta un disparo —dije, colocándome unos protectores auditivos sobre las orejas.
—Sí, siempre y cuando le alcance entre los malditos ojos.
Sosteniendo el revólver con la mano izquierda, apreté repetidamente el gatillo y alcancé al maniquí una vez en la cabeza y tres veces en el pecho mientras que la quinta bala le rozó el hombro izquierdo... todo lo cual ocurrió en cuestión de segundos mientras la cabeza y el tronco se levantaban de la caja y golpeaban con un sordo rumor contra la pared de acero.
Sin una palabra, Marino depositó la pistola de 9 milímetros encima de una mesa y se sacó su 357 de la funda del hombro. Comprendí que había herido sus sentimientos. Estaba segura de que se había tomado muchas molestias para buscarme aquella pistola automática en la certeza de que yo se lo agradecería.
—Gracias, Marino —dije.
Colocando el tambor en su sitio, Marino levantó lentamente el revólver.
Iba a añadir que le agradecía la molestia, pero comprendí que no podría o no querría escucharme.
Retrocedí mientras Marino efectuaba seis descargas y la cabeza del maniquí caía brincando al suelo. Después, se concentró en el tronco. Cuando terminó, se aspiraba en el aire el acre olor de la pólvora y yo comprendí que por nada del mundo hubiera querido incurrir en su cólera asesina.
—No hay nada como disparar contra un hombre que ya está en el suelo —dije.
—Tiene usted razón. —Marino se quitó los tapones de los oídos.— No hay nada que se le pueda comparar.
Colocamos un listón de madera a lo largo de un riel superior y le prendimos un blanco de papel Score Keeper. Cuando se me terminaron las municiones y yo hube comprobado que aún no había perdido la puntería, disparé un par de Silvertips para limpiar el alma del cañón antes de utilizar un trozo de tela Hoppe's n. 9. El olor del disolvente siempre me hacía recordar Quantico.
—¿Quiere conocer mi opinión? —dijo Marino mientras limpiaba su arma—. Lo que usted necesita en su casa es un fusil.
Me guardé el Ruger en la funda sin decir nada.
—Mire, algo así como un Remington semiautomático, magnum, de tres pulgadas y doble potencia. Sería como disparar quince balas del calibre treinta y dos... el triple de lo que dispararía con tres descargas. Estamos hablando nada menos que de cuarenta y cinco malditos pedazos de plomo. Con eso basta y sobra.
—Marino —dije en tono pausado—. No se preocupe, ¿de acuerdo? No necesito para nada un arsenal.
Marino me miró con dureza.
—¿Tiene usted alguna idea de lo que significa disparar contra un tipo y que éste se siga acercando?
—No, no la tengo —contesté.
—Bueno pues, yo sí. Allá en Nueva York disparé contra una bestia que tenía atemorizado a medio barrio. Le alcancé cuatro veces en el tronco y el tío como si nada. Parecía una escena sacada de una novela de Stephen King; el tipo seguía avanzando hacia mí como un maldito muerto viviente.
Encontré en el bolsillo de mi bata de laboratorio unos pañuelos de celulosa y empecé a secarme las manos con ellos para eliminar el aceite y el disolvente.
—El tipo que persiguió a Beryl por la casa, doctora, era así, como ese lunático de quien le hablo. Cualquier cosa que se proponga, no se va a detener en cuanto se haya puesto en marcha.
—El hombre de Nueva York... —pregunté—, ¿murió?
—Por supuesto. En la sala de urgencias del hospital. Los dos nos desplazamos allí en la misma ambulancia. Menudo viajecito.
—¿Resultó usted gravemente herido?
—No —contestó Marino con rostro impenetrable—. Setenta y ocho puntos. Heridas por objeto punzante. Usted no me ha visto jamás sin camisa. El tipo llevaba una navaja.
—Qué horror —murmuré.
—No me gustan las navajas, doctora.
—Ni a mi tampoco —convine yo.
Salimos. El aceite del arma y los residuos de los disparos me hacían sentir pringosa. El uso de armas de fuego es mucho más sucio de lo que la mayoría de la gente puede imaginar.
Mientras avanzábamos por el pasillo, Marino se introdujo la mano en el bolsillo posterior de los pantalones y extrajo el billetero. Después, me entregó una tarjetita blanca.
—No rellené ninguna instancia —dije, contemplando un tanto aturdida la licencia que me autorizaba a llevar un arma oculta.
—Bueno, es que el juez Reinhard me debía un favor.
—Gracias, Marino —dije.
Me miró con una sonrisa mientras sostenía la puerta para que yo pasara.
A pesar de las recomendaciones de Wesley y de Marino, y de mi propio sentido común, me quedé en el edificio hasta que ya había anochecido y el parking estaba vacío. Tenía muy abandonado el despacho y una mirada a mi agenda me dejó asombrada.
Rose había estado reorganizando sistemáticamente mi vida. Las citas se habían aplazado varias semanas o bien cancelado, las conferencias y las demostraciones de autopsias se habían desviado hacia Fielding. Mi superior inmediato, el comisionado de Sanidad, había intentado tres veces ponerse en contacto conmigo y, al final, había preguntado si estaba enferma.
Fielding estaba cumpliendo muy bien el papel de sustituto. Rose pasaba a máquina sus informes de autopsia y sus dictados. Hacía el trabajo de Fielding en lugar del mío. El sol seguía saliendo y poniéndose y el despacho funcionaba como la seda porque yo había elegido y adiestrado muy bien a los miembros de mi equipo. Me preguntaba qué debió de sentir Dios después de haber creado un mundo que no croa necesitarle.
No me fui directamente a casa, sino que decidí pasar primero por Jardines Chamberlayne. En las paredes del ascensor figuraban todavía los mismos anuncios ya caducados. Subí con una demacrada mujercita que no apartó ni un instante sus solitarios ojos de mí mientras se aferraba a su andador cual un pájaro posado en una rama.
No había llamado a la señora McTigue para avisarla. Cuando la puerta del 378 se abrió finalmente tras repetidas y fuertes llamadas con los nudillos, ella me miró inquisitivamente desde su madriguera atestada de muebles y de ruidos procedentes del televisor.
—¿Señora McTigue?
Volví a presentarme temiendo que no me recordara.
La puerta se abrió un poco más y su rostro se iluminó.
—Sí. ¡Pues claro que sí! ¡Cuánto me alegro de que venga a verme! Pase, por favor.
Llevaba una bata rosa acolchada y unas zapatillas a juego. Cuando entramos en el salón, apagó el televisor y apartó una manta de viaje del sofá donde debía de estar sentada viendo el telediario de la noche mientras tomaba unas rebanadas de pan de nueces con zumo de fruta.