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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (4 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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Marino abrió la portezuela del lado del conductor.

—Ahí tiene. La invito a que suba —dijo Marino.

Me acomodé en el asiento de suave cuero color marfil y contemplé los paneles de madera de la pared a través del parabrisas.

Apartándose un poco del vehículo, Marino añadió:

—Quédese sentada donde está. Póngase cómoda, examine el interior y dígame qué le viene a la mente.

—¿Quiere que lo ponga en marcha?

Marino me entregó la llave.

—Y ahora tenga la bondad de abrir la puerta del garaje si no quiere que nos asfixiemos aquí dentro —añadí.

Marino miró a su alrededor frunciendo el ceño hasta que vio el botón adecuado y abrió la puerta.

El vehículo no se puso en marcha a la primera y el motor se caló varias veces ronroneando por lo bajo. La radio y el acondicionador de aire estaban en marcha. El depósito de gasolina sólo estaban lleno hasta un cuarto de su capacidad y el cuentakilómetros registraba menos de ocho mil kilómetros; el techo de ventilación estaba parcialmente abierto. En el tablero de instrumentos había un resguardo de limpieza en seco fechado el jueves once de julio, en que Beryl llevó a la tintorería una falda y una chaqueta que, evidentemente, no pudo recoger. En el asiento del pasajero había la cuenta de una tienda de alimentación fechada el doce de julio a las diez cuarenta de la mañana, cuando la víctima había comprado una lechuga, tomates, pepinos, carne picada de buey, queso, zumo de naranja y una cajita de pastillas de menta, todo lo cual le costó nueve dólares con trece centavos que pagó con un billete de diez dólares entregado a la cajera.

Al lado de la cuenta se veía un sobre vacío de banco de color blanco y una funda beige claro de gafas Ray Ban... también vacía.

En el asiento de atrás había una raqueta de tenis Wimbledon y una arrugada toalla blanca. Alargué la mano por encima del respaldo del asiento para alcanzarla. Grabado en pequeñas letras azules en el borde de rizo figuraba el nombre del Westwood Racquet Club, el mismo que yo había visto en una bolsa roja de vinilo en el interior del armario de Beryl.

Marino se había guardado lo más espectacular para el final. Yo sabía que había examinado minuciosamente todos aquellos objetos y quería que yo los viera
in situ..
No eran pruebas. El asesino no había entrado en el garaje. Marino me estaba aguijoneando desde que entramos en la casa. Era una costumbre suya que me sacaba de quicio.

Apagando el motor, descendí del vehículo y la portezuela se cerró a mi espalda con un sólido sonido amortiguado.

Marino me miró inquisitivamente.

—Un par de preguntas —dije.

—Dispare.

—Westwood es un club de lujo. ¿Era socia?

Inclinación afirmativa de la cabeza.

—¿Ha comprobado usted cuándo reservó pista por última vez?

—El viernes doce de julio a las nueve de la mañana. Tomó una lección con el profesor. Tomaba una lección una vez a la semana, á eso se limitaba su práctica de este deporte.

—Si no recuerdo mal, salió de Richmond a primera hora de la mañana del sábado trece de julio y llegó a Miami poco después del mediodía.

Otra inclinación de cabeza.

—O sea que dio la clase y se fue directamente a la tienda de alimentación. Después, puede que se dirigiera al banco. Sea como fuere, después de hacer la compra, en determinado momento debió de decidir abandonar repentinamente la ciudad. Si hubiera tenido intención de marcharse al día siguiente, no se hubiera molestado en ir a comprar comida. No hubiera tenido tiempo de comerse todo lo que compró y no dejó la comida en el frigorífico. Debió de tirarlo todo menos la carne picada, el queso y, probablemente, las pastillas de menta.

—Me parece bastante razonable —dijo Marino con aire ausente.

—Dejó la funda de las gafas y otros objetos en el asiento —añadí yo—. Y, además, la radio y el acondicionador de aire estaban en marcha y dejó el techo de ventilación parcialmente abierto. Al parecer, entró con el vehículo en el garaje, apagó el motor y se dirigió corriendo a la casa con las gafas puestas. Eso me induce a preguntarme si ocurrió algo mientras regresaba a casa en su automóvil desde el club de tenis y la tienda de comestibles...

—Estoy seguro de que sí. Rodee el automóvil y eche un vistazo por el otro lado... fíjese en concreto en la portezuela.

Lo hice.

Lo que vi me desperdigó los pensamientos cual si fueran canicas. Grabado en la reluciente pintura negra, justo por debajo del tirador de la portezuela, vi el nombre beryl en el centro de un corazón.

—Se le pone a uno la carne de gallina, ¿verdad?

—Si el tipo lo hizo mientras el automóvil estaba aparcado en el club o en las inmediaciones de la tienda —dije yo—, me parece que alguien le hubiera visto.

—Claro. Lo cual quiere decir que, a lo mejor, lo hizo antes. —Marino hizo una pausa, contemplando el grabado con aire pensativo.— ¿Cuándo examinó usted por última vez la portezuela del lado del pasajero de su automóvil?

Podían haber transcurrido varios días. O incluso una semana.

—Se fue a comprar la comida —dijo Marino, encendiendo finalmente el dichoso cigarrillo—. No compró muchas cosas —añadió, dando una fuerte chupada—. Y seguramente todo le cupo en una sola bolsa. Cuando mi mujer sólo lleva una o dos bolsas, las coloca en el suelo de la parte delantera o en el mismo asiento. Por consiguiente, es probable que Beryl rodeara el automóvil para colocar la bolsa de la compra en el asiento. Y fue entonces cuando vio lo que alguien había grabado en la pintura. A lo mejor, supo que lo habían tenido que hacer necesariamente aquel día. A lo mejor, no. No importa. Inmediatamente se asusta y se pone nerviosa. Regresa a casa o pasa primero por el banco para sacar dinero. Reserva plaza en el primer vuelo y se va a Florida para huir de Richmond.

Abandoné el garaje en compañía de Marino y ambos regresamos juntos a su automóvil. Estaba oscureciendo con gran rapidez y la temperatura había refrescado. Marino puso en marcha el vehículo mientras yo contemplaba en silencio la casa de Beryl a través de la ventanilla. Los ángulos agudos se estaban difuminando en la penumbra y las ventanas estaban a oscuras. De pronto, se encendieron las luces del porche y del salón.

—Vaya —musitó Marino—. ¿Son los niños de Todos los Santos?

—Iluminación intermitente —dije.

—No me diga.

2

B
rillaba la luna llena sobre Richmond cuando emprendí el largo camino de regreso a casa. Sólo los más tenaces fantasmas de Todos los Santos continuaban la ronda mientras los faros delanteros de mi automóvil iluminaban sus espectrales máscaras y sus amenazadoras siluetas de tamaño infantil. Me pregunté cuántos niños habrían llamado a mi puerta para solicitar las tradicionales golosinas sin que nadie les contestara. Mi casa era una de las preferidas por los niños que festejaban la víspera de Todos los Santos, pues, al no tener hijos propios a los que mimar, yo solía mostrarme con ellos extremadamente generosa. Al día siguiente, no tendría más remedio que repartir las cuatro cajas enteras de chocolatinas entre mis colaboradores.

El teléfono empezó a sonar mientras yo subía la escalera. Lo tomé antes de que interviniera el contestador automático. Al principio, no identifiqué la voz, pero, al reconocerla, me dio un vuelco el corazón.

—¿Kay? Soy Mark. Menos mal que ya estás en casa...

Mark James me hablaba como desde el fondo de un bidón de petróleo y se oía en segundo plano el rumor del tráfico.

—¿Dónde estás? —conseguí preguntarle, consciente de la irritación de mi voz.

—En la 95, a unos noventa kilómetros al norte de Richmond.

Me senté en el borde de la cama.

—En una cabina telefónica —añadió—. Necesito instrucciones para llegar a tu casa. —Otra ráfaga de tráfico.— Quiero verte, Kay. Llevo toda la semana en el distrito de Columbia y estoy intentando localizarte desde última hora de la tarde. Al final, he decidido correr el riesgo y he alquilado un automóvil. ¿Te parece bien?

No supe qué decirle.

—He pensado que podríamos tomar un trago juntos y ponernos al día sobre nuestras actividades respectivas —dijo aquel hombre que antaño me rompiera el corazón—. Tengo reservada habitación en el Radisson del centro de la ciudad. Mañana a primera hora hay un vuelo desde Richmond a Chicago y pensé que... Bueno, en realidad, quiero discutir un asunto contigo...

No acertaba a imaginar qué podamos discutir Mark y yo.

—¿Te parece bien? —repitió.

¡Pues no, no me parecía bien! Pero lo que dije fue:

—Por supuesto, Mark. Me encantará verte.

Tras facilitarle las correspondientes instrucciones, fui al cuarto de baño para refrescarme un poco y aproveché para hacer inventario. Habían transcurrido más de quince años desde nuestros días juntos en la facultad de Derecho. Mi cabello era más
ceniza
, que rubio y mis ojos eran más brumosos y menos azules que entonces. El imparcial espejo me recordó con cierta frialdad que ya no volvería a cumplir los treinta y nueve y que existían unos métodos llamados
liftings.
En mi memoria, Mark seguía teniendo apenas veinticuatro años, la edad en que se convirtió para mí en un objeto de pasión y subordinación que más tarde me llevó a la más abyecta desesperación. Cuando todo terminó, me entregué en cuerpo y alma al trabajo.

Conducía tan rápido como siempre y no había perdido la afición a los buenos automóviles. Menos de cuarenta y cinco minutos más tarde, abrí la puerta de mi casa y le vi bajar de su Sterling de alquiler. Seguía siendo el Mark que yo recordaba, con el mismo cuerpo delgado y las largas piernas de confiados andares. Subió los peldaños en un abrir y cerrar de ojos, con una leve sonrisa en los labios. Tras darnos un pequeño abrazo, permanecimos un momento de pie en el vestíbulo sin saber qué decirnos.

—¿Sigues bebiendo whisky? —pregunté yo finalmente.

—Eso no ha cambiado —me contestó él, acompañándome a la cocina.

Sacando la botella de Glenfiddich del bar, le preparé automáticamente el trago tal como solía hacerlo en otros tiempos: dos dedos, hielo y un chorlito de agua de Seltz. Sus ojos me siguieron mientras me movía por la cocina y posaba los vasos sobre la mesa. Tomando un sorbo, contempló el vaso y empezó a agitar lentamente el hielo tal como siempre hacía cuando estaba nervioso. Contemplé largamente sus refinadas facciones, los altos pómulos y los claros ojos grises. Su cabello oscuro era algo más ralo en las sienes.

Concentré mi atención en el hielo girando lentamente en el interior de su vaso.

—Supongo que estarás trabajando en un bufete de Chicago.

Reclinándose en su asiento, Mark levantó los ojos y contestó:

—Me limito casi exclusivamente a los recursos, sólo muy de tarde en tarde hago juicios. Veo de vez en cuando a Diesner. Así fue cómo supe que estabas en Richmond.

Diesner era el jefe del departamento de Medicina Legal de Chicago. Yo le veía en las reuniones y ambos formábamos parte de varios comités. Jamás me había comentado que conociera a Mark James y yo no sabía cómo había averiguado mi antigua relación con él.

—Cometí la equivocación de decirle que te había conocido en la facultad de Derecho y creo que de vez en cuando me habla de ti para pincharme —me explicó Mark, leyendo mis pensamientos.

No hacía falta que me lo jurara. Diesner era tan áspero como un macho cabrío y no les tenía demasiada simpatía a los abogados defensores. Algunas de sus batallas y de sus teatrales actuaciones ante los tribunales se habían convertido en auténticas leyendas.

—Como todos los patólogos forenses —estaba diciendo Mark—, siempre se inclina por los fiscales. Como yo represento a un asesino convicto, soy el malo. Diesner no para hasta que me localiza y entonces me comenta, como el que no quiere la cosa, el último artículo que has publicado o algún caso tremebundo en el que has trabajado. La doctora Scarpetta. La famosa jefa Scarpetta —añadió riéndose aunque no con los ojos.

—No me parece justo decir que nos inclinamos por los fiscales —contesté—. A primera vista damos esta impresión porque, si las pruebas son favorables a un acusado, el caso jamás pasa a los tribunales.

—Kay, ya sé lo que ocurre —dijo Mark con aquel tono de voz de «dejémoslo ya» que tan bien recordaba yo—. Yo sé lo que ves y, en tu lugar, querría que todos los hijos de puta se pudrieran en una cárcel.

—Sí, tú sabes lo que yo veo, Mark —dije.

Era la misma discusión de siempre. No poda creerlo. Mark llevaba apenas quince minutos allí y ambos estábamos recogiendo el hilo de lo que habíamos interrumpido años atrás. Algunas de nuestras peores peleas habían sido precisamente a propósito de aquel tema. Yo ya era médica y me había matriculado en la facultad de Derecho de Georgetown cuando conocí a Mark. Había visto el lado oscuro, la crueldad y las tragedias inexplicables. Había apoyado mis manos enguantadas sobre los ensangrentados despojos del sufrimiento y de la muerte. Mark, en cambio, era un espléndido representante de la Ivy League cuya idea del delito se identificaba con alguien que le hubiera rayado la pintura de su Jaguar. Tenía que ser abogado porque su padre y su abuelo lo eran. Yo era católica y Mark protestante. Yo italiana y él tan inglés como el príncipe Carlos. Yo haba crecido en la pobreza y él se había criado en unos de los más lujosos barrios residenciales de Boston. Llegué a pensar en cierta ocasión que nuestro matrimonio se habría fraguado en el cielo.

—No has cambiado, Kay —dijo Mark—. Como no sea tal vez en el hecho de que irradias una cierta dureza y determinación. Apuesto a que debes de ser temible en los juicios.

—No me gustaría pensar que soy dura.

—No lo he dicho como una crítica. Lo que digo es que pareces tremenda. —Mark miró a su alrededor.— Y has triunfado. ¿Eres feliz?

—Me gusta Virginia —contesté, apartando la mirada—. Sólo me quejo de los inviernos, aunque supongo que tus quejas deben de ser más graves a este respecto. ¿Cómo puedes resistir los seis meses de invierno de Chicago?

—No he conseguido acostumbrarme, si quieres que te diga la verdad. Tú no lo soportarías. Una flor de invernadero de Miami como tú no aguantaría allí ni un mes. No estás casada —añadió, tomando otro sorbo de su bebida.

—Lo estuve.

—Mmmm —Mark frunció el ceño, tratando de recordar—. Tony no sé qué... recuerdo que empezaste a salir con Tony... Beneditti, ¿verdad? Fue hacia finales del tercer curso.

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