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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (9 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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—¿Tiene usted algún otro ejemplar dedicado?

—De obras suyas, no, pero tengo todos sus libros y alguno de ellos los he leído hasta dos y tres veces. —La señora McTigue hizo una pausa, mirándome con los ojos muy abiertos.— ¿Ocurrió tal como lo describieron en los periódicos?

—Sí.

No le estaba diciendo toda la verdad. La muerte de Beryl había sido mucho más brutal de lo que habían dicho los periódicos.

La señora McTigue alargó la mano para tomar una galleta y, por un instante, temí que rompiera a llorar.

—Hábleme del pasado mes de noviembre —le dije—. Hace casi un año que Beryl pronunció una conferencia para su asociación, señora McTigue. Fue para Hijas de la Revolución Americana, ¿verdad?

—Fue en ocasión de nuestro banquete anual. Es el máximo acontecimiento del año, al que invitamos a un orador especial... normalmente, un personaje famoso. A mí me correspondió presidir el comité, tomar todas las disposiciones necesarias y buscar al orador. Desde un principio me interesó Beryl, pero en seguida empecé a tropezar con obstáculos. No tenía ni idea de cómo localizarla. Su teléfono no figuraba en ninguna guía y yo no sabía dónde vivía, ¡no tenía ni la más remota idea de que vivía aquí mismo, en Richmond! Al final, le pedí a Joe que me ayudara —la señora McTigue vaciló y soltó una risita nerviosa—. Verá, es que yo quería resolverlo todo por mi cuenta. Además, Joe estaba muy ocupado. Bueno, mi marido llamó una noche al señor Harper y, a la mañana siguiente, sonó mi teléfono. Jamás podré olvidar la sorpresa que me llevé. Me quedé casi sin habla cuando ella se identificó.

Su teléfono. No se me había ocurrido la posibilidad de que el teléfono de Beryl no figurara en la guía. El detalle no se mencionaba en los informes del oficial Reed. ¿Lo sabía Marino?

—Aceptó la invitación para mi gran alegría y después me hizo las habituales preguntas —añadió la señora McTigue—. Cuánta gente habría. Le contesté que entre doscientas y trescientas personas. La fecha, cuánto rato debería hablar y cosas por el estilo. Estuvo amabilísima y encantadora, aunque no me pareció muy parlanchina, lo cual es bastante insólito. No mostró ningún interés por llevar libros. Los escritores siempre quieren llevar libros, ¿sabe usted? Así escriben dedicatorias y los venden. Beryl dijo que no lo tenía por costumbre y, además, se negó a percibir ningún tipo de honorarios. Me pareció deliciosa y muy modesta.

—¿En el grupo sólo había mujeres? —pregunté.

La señora McTigue trató de recordar.

—Creo que algunas sodas llevaron a sus maridos, pero la mayoría de asistentes eran mujeres. Como siempre.

Lo suponía. No era probable que el asesino de Beryl hubiera figurado entre sus admiradores aquel día de noviembre.

—¿Solía aceptar invitaciones como la que ustedes le hicieron? —pregunté.

—Oh, no —se apresuró a contestar la señora McTigue—. Me consta que no, por lo menos, no por aquí. Yo me hubiera enterado y hubiera sido una de las primeras personas en apuntarme. Me pareció una joven muy reservada que escribía por el puro placer de escribir y no pretendía llamar la atención. Lo cual explica por qué utilizaba seudónimos. Los escritores que ocultan su identidad de esta manera raras veces se muestran en público. Y estoy segura de que ella no hubiera hecho una excepción en mi caso de no haber sido por la amistad de Joe con el señor Harper.

—Eso quiere decir que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por el señor Harper —comenté.

—Pues sí, supongo que sí.

—¿Le vio usted alguna vez?

—Sí.

—¿Qué impresión le causó?

—Supongo que debía de ser tímido —contestó la señora McTigue—, pero a veces me parecía un hombre muy desdichado que tal vez se consideraba por encima de los demás. Tenía una poderosa personalidad. —Su mirada volvió a perderse en la distancia y la luz de sus ojos se apagó.— Mi marido le tenía un gran aprecio.

—¿Cuándo vio usted por última vez al señor Harper?

—Mi marido murió la primavera pasada.

—¿Y usted no ha vuelto a ver al señor Harper desde entonces?

La señora McTigue negó con la cabeza y se perdió en algún oculto y amargo lugar privado del que yo no sabía nada. Me pregunté qué habría ocurrido realmente entre Cary Harper y el señor McTigue. ¿Relaciones de negocios ruinosos? ¿Una influencia sobre el señor McTigue que acabó convirtiendo a este último en un hombre distinto del que su esposa había amado? Tal vez todo se redujera a que Harper era un hombre egocéntrico y poco sociable.

—Creo que tiene una hermana. ¿Cary Harper vive con su hermana? —pregunté.

La reacción de la señora McTigue a mi pregunta me desconcertó, pues la vi apretar fuertemente los labios mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

Posando la copa en una mesita, alargué la mano hacia mi bolso.

La señora McTigue me acompañó a la puerta.

Insistí con delicadeza.

—¿Les escribió Beryl alguna vez a usted o a su marido?

Sacudió la cabeza.

—¿Sabe si tenía otros amigos? ¿Le hizo su marido algún comentario en este sentido?

Otro movimiento de negación con la cabeza.

—¿Conoce a alguien a quien ella pudiera llamar «M», es decir, con la inicial «M»?

La señora McTigue contempló tristemente el desierto pasillo con la mano apoyada en la puerta. Cuando me miró, sus ojos estaban llorosos y desenfocados.

—Hay un «P» y un «A» en dos de sus novelas.
Espías de la Unión
, creo. Oh, Dios mío, creo que no he apagado el horno —parpadeó varias veces como cuando a uno le molesta el sol—. ¿Vendrá otra vez a verme, espero?

—Me encantaría.

Comprimiéndole afectuosamente el brazo, le di las gracias y me alejé.

Llamé a mi madre en cuanto regresé a casa y, por una vez, lancé un suspiro de alivio al oír sus habituales sermones y advertencias con aquella voz suya tan autoritaria con la cual me manifestaba su cariño a pesar de los reproches.

—Aquí hemos estado toda la semana a veintitantos grados, pero he visto en el telediario que en Richmond habéis bajado a doce —dijo—. Eso quiere decir que hace mucho frío. ¿Todavía no ha nevado?

—No, mamá, no ha nevado. ¿Qué tal tu cadera?

—Todo lo bien que se puede esperar. Te estoy haciendo una mamita para que te cubras las rodillas cuando estés trabajando en tu despacho. Lucy ha preguntado por ti.

Llevaba varias semanas sin hablar con mi sobrina.
[2]

—Ahora mismo está trabajando en un proyecto de ciencias en la escuela —añadió mi madre—. Un robot parlante nada menos. Lo trajo a casa la otra noche y el pobre
Sinbad
se llevó tal susto, que se escondió debajo de la cama.

Sinbad era
un perverso y antipático gato callejero a rayas grises y negras que había empezado a seguir tenazmente a mi madre una mañana en que salió de compras por Miami Beach. Siempre que yo iba por allí,
Sinbad
me expresaba su hospitalidad instalándose encima del frigorífico como un buitre y mirándome con muy malos ojos.

—¿A que no sabes a quién vi el otro día? —dije con una jovialidad un tanto forzada. Experimentaba el apremiante impulso de contárselo a alguien. Mi madre conocía mi pasado o, por lo menos, una buena parte de él—. ¿Te acuerdas de Mark James?

Silencio.

—Estuvo en Washington y vino a verme.

—Pues claro que me acuerdo.

—Vino para discutir un caso conmigo. Ya recuerdas que es abogado. Vive en Chicago —añadí, tratando de hacer marcha atrás—. Tenía un asunto que resolver en el D. C.

Cuanto más hablaba, tanto más me cercaba el silencioso reproche de mi madre.

—Ya. Lo que yo recuerdo es que estuvo a punto de matarte, Katie.

Cuando me llamaba «Katie», yo volvía a tener diez años.

4

L
a ventaja más evidente de tener los laboratorios forenses en el mismo edificio consistía en que no tenía que esperar los informes por escrito. Lo mismo que yo, los científicos ya sabían a menudo muchas cosas antes de sentarse a escribirlas. Yo había entregado las pruebas de vestigios de Beryl Madison exactamente una semana antes y probablemente transcurrirían varias semanas antes de que el informe se encontrara sobre mi escritorio, pero Joni Hamm ya tendría sus opiniones y sus interpretaciones personales. Tras haber terminado los casos de aquella mañana, me apetecía hacer conjeturas, por lo que, con una taza de café en la mano, decidí subir al cuarto piso.

El «despacho» de Joni no era más que un cuartito emparedado entre los laboratorios de análisis de vestigios y de narcóticos al final del pasillo. Cuando entré, la vi sentada junto a un negro mostrador, examinando algo a través del ocular de un microscopio estereoscópico, teniendo junto a su codo un cuaderno de espiral lleno de notas pulcramente escritas.

—¿Vengo en mal momento? —pregunté.

—No peor que cualquier otro —me contestó, levantando la vista con aire distraído.

Acerqué una silla.

Joni era menuda y tenía una corta melena negra y unos grandes ojos oscuros. Estaba haciendo el doctorado, daba clases nocturnas, era madre de dos hijos pequeños y siempre parecía cansada y excesivamente agobiada. Tal como les ocurría a casi todos los científicos que trabajaban en los laboratorios y también a mí.

—Quería saber qué tal van los vestigios de Beryl Madison, —dije—. ¿Qué se ha descubierto?

—Más de lo que esperábamos, supongo —Joni se volvió de espaldas al cuaderno—. Los vestigios de Beryl Madison son una pesadilla.

No me extrañaba. Yo había entregado una enorme cantidad de sobres y de cápsulas de pruebas. El cuerpo de Beryl estaba tan ensangrentado que había recogido toda clase de restos cual si fuera un papel atrapamoscas. Las fibras, en particular, serían difíciles de examinar porque habría que limpiarlas antes de que Joni pudiera colocarlas bajo el microscopio. Para ello, se tendría que colocar cada fibra individual en el interior de un recipiente con solución jabonosa, introducido a su vez en un baño de ultrasonidos. Cuando la sangre y el polvo se desprendían, la solución se pasaba a través de un filtro estéril de papel y cada fibra se colocaba en un portaobjetos de vidrio.

Joni estaba estudiando sus notas.

—Si no me constara que no fue así —añadió—, diría que Beryl Madison fue asesinada no en su casa, sino en otro sitio.

—Eso no es posible —dije—. Fue asesinada en el piso de arriba y llevaba muy poco tiempo muerta cuando llegó la policía.

—Ya lo sé. Empezaremos por las fibras de su casa. Eran tres, recogidas en las zonas ensangrentadas de las rodillas y las palmas de las manos. Son de lana. Dos de ellas rojo oscuro y una dorada.

—¿Coinciden con el
kilim
del pasillo del piso de arriba? —pregunté, recordando las fotografías del escenario del delito.

—Sí —contestó Joni—. Coinciden perfectamente con las muestras que entregó la policía. Si Beryl Madison hubiera estado a cuatro patas sobre esa alfombra, se explicaría la existencia de las fibras que usted recogió y su localización. Eso es lo más fácil.

Joni tomó unas cuantas carpetas de cartón que contenían varios portaobjetos y rebuscó entre ellas hasta encontrar la que le interesaba. Abriéndola, examinó varias hileras de portaobjetos de vidrio y dijo:

—Aparte de esas fibras, había varias fibras de algodón blanco. No sirven para nada, pueden proceder de cualquier sitio y probablemente corresponden a la sábana blanca con que cubrieron su cuerpo. Examiné también otras diez fibras recogidas en su cabello, en las zonas ensangrentadas de su cuello y su pecho y en las uñas. Sintéticas —Joni me miró—. Y no coinciden con ninguna de las muestras que entregó la policía.

—¿No coinciden ni con las prendas que vestía ni con la ropa de la cama? —pregunté.

—En absoluto —contestó Joni, sacudiendo la cabeza—. Al parecer, corresponden a otro escenario y, como estaban adheridas a la sangre o se encontraban bajo las uñas, es muy probable que sean el resultado de una transferencia pasiva desde el atacante hasta la víctima.

Era un hallazgo inesperado. Cuando el subjefe Fielding consiguió finalmente localizarme la noche del asesinato de Beryl, yo le pedí que me esperara en el depósito de cadáveres. Llegue allí poco después de la una de la madrugada y nos pasamos varias horas examinando el cuerpo de Beryl con rayos láser y recogiendo todas las partículas y fibras que pudimos descubrir. Pensé que casi todo lo que habíamos encontrado serían inservibles restos de la propia ropa de Beryl o de su casa. La idea de que se hubieran encontrado diez fibras depositadas por el atacante me parecía sorprendente. En casi todos los casos que pasaban por mis manos tenía suerte cuando encontraba una fibra desconocida y me llevaba una alegría cuando encontraba dos o tres. Muchas veces no encontraba ninguna. Las fibras no se ven con facilidad ni siquiera con una lupa y el menor movimiento del cuerpo o el más leve soplo de aire puede desplazarlas mucho antes de que el forense llegue al lugar de los hechos o de que el cuerpo sea trasladado al depósito de cadáveres.

—¿Qué clase de fibras sintéticas? —pregunté.

—Olefina, acrílica, nailon, polietileno y Dynel, pero casi todas de nailon —contestó Joni—. Los colores varían: rojo, azul, verde, dorado, anaranjado. Bajo el microscopio tampoco coinciden entre sí.

Joni colocó los portaobjetos uno después de otro en la platina del microscopio y miró a través de la lente.

—En sentido longitudinal —explicó—, algunas son estriadas y otras no. Casi todas contienen dióxido de titanio en distintas proporciones, lo cual significa que algunas brillan un poco, otras no brillan y algunas son brillantes. Los diámetros son bastante ásperos, lo cual podría indicar que son fibras de alfombra, pero en sentido transversal las formas varían.

—¿Diez orígenes distintos? —pregunté.

—Eso parece de momento —contestó Joni—. Decididamente atípicas. Si las fibras proceden del atacante, quiere decir que éste llevaba encima una insólita variedad de fibras. Está claro que las más toscas no pertenecen a su ropa, pues son fibras de tipo alfombra. Y no pertenecen a ninguna de las alfombras de la casa. El hecho de que el atacante llevara encima tantas fibras es curioso por otro motivo. A lo largo del día recogemos toda clase de fibras, pero no las conservamos. Nos sentamos en un sitio y recogemos fibras, pero éstas se desprenden cuando, al cabo de un rato, nos sentamos en otro. O el aire se las lleva.

La cosa se complicaba. Joni pasó a otra página del cuaderno de notas y añadió:

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