—Me he enterado de lo que ha pasado en psico —dijo Zephyr.
—Genial —murmuró Trixie—. Ahora todo el mundo pensará que soy una fracasada además de un bicho raro.
Zephyr le cogió el cigarrillo de la mano y lo apuró.
—¿Y a ti qué te importa lo que piense el resto del mundo?
—El resto del mundo, no —reconoció Trixie. Le picaban otra vez los ojos como si fueran a saltársele las lágrimas y se los enjugó con las manoplas—. Sólo quiero matar a Jessica Ridgeley.
—Yo en tu lugar a quien querría matar es a Jason —dijo Zephyr—. ¿Por qué dejas que te afecte?
Trixie sacudió la cabeza.
—Soy yo la que debería estar con él, Zephyr. Lo sé y ya está.
Habían llegado al recodo del río, después de pasar de la estación, donde estaba el puente colgante sobre el río Androscoggin. En esa época del año estaba casi congelado. El hielo formaba grandes y cambiantes esculturas artísticas al amontonarse alrededor de las piedras del lecho del río. Si continuaban, caminando medio kilómetro más, llegarían a la ciudad, que básicamente consistía en un restaurante chino, un minisúper, un banco, una tienda de juguetes y poco más.
Zephyr se quedó mirando unos minutos cómo lloraba Trixie y luego se apoyó en la barandilla del puente.
—¿Qué quieres primero, las buenas noticias o las malas?
Trixie se sonó la nariz con un pañuelo de papel usado que se había encontrado en el bolsillo.
—Las malas.
—Mártir —dijo Zephyr con media sonrisa—. Las malas son que mi mejor amiga ha excedido oficialmente el período de gracia de dos semanas que se concede de duelo por una relación, y de ahora en adelante será penalizada.
Trixie sonrió al oír eso.
—¿Cuáles son las buenas noticias?
—Moss Minton y yo hemos estado, en fin, medio saliendo.
Trixie sintió otra puñalada en el pecho. ¿Su mejor amiga con el mejor amigo de Jason?
—¿En serio?
—No es que hayamos salido juntos exactamente. Me esperó después de la clase de inglés de hoy para preguntarme si estabas bien… pero, vaya, si es como yo lo entiendo, se lo podría haber preguntado a otra, ¿no?
Trixie se secó la nariz.
—Genial. Me alegra que mi desgracia sirva para mejorar tu vida sentimental.
—Lo que está claro es que no va a mejorar la tuya. No puedes seguir llorando a Jason. Él sabe que te has obsesionado. —Zephyr sacudió la cabeza—. A los chicos no les gustan las chicas que necesitan sobreatención, Trix. Lo que quieren es… una Jessica Ridgeley.
—¿Qué demonios verá en ella?
Zephyr se encogió de hombros.
—Quién sabe. ¿El tamaño del sujetador? ¿Un coeficiente intelectual de Neanderthal?
Se colocó delante el bolso que le colgaba a un lado para buscar una bolsa de caramelos M&M. Por el borde del bolso asomaba una cadena de veinte clips rosas.
Trixie sabía de chicas que llevaban la cuenta de sus encuentros sexuales en un diario o que se prendían imperdibles en la lengüeta de la zapatilla de deporte. Lo de Zephyr eran los clips.
—Ningún tío puede hacerte daño si tú no permites que te lo haga —dijo Zephyr, pasando el dedo por los clips y haciéndolos bailar.
Tener novio o novia no estaba de moda. La mayoría de los chicos y las chicas buscaban encuentros ocasionales. El pensamiento súbito de haber podido ser eso para Jason hizo que Trixie sintiera que se le encogía el estómago.
—Yo no puedo ser así.
Zephyr rasgó el envoltorio de una bolsa de caramelos y le ofreció uno a Trixie.
—Amigas con derecho a roce. Eso es lo que quieren los tíos, Trix.
—Y lo que queremos las chicas, ¿qué?
Zephyr se encogió de hombros.
—Mira, yo cateo en álgebra, soy incapaz de afinar cuando canto y siempre me eligen la última para los equipos de educación física… pero se ve que se me da bien ligar.
Trixie se volvió, riéndose.
—¿Eso te lo han dicho ellos?
—Nunca digas de esta agua no beberé. Te diviertes igual, sin ninguna consecuencia después. Y al día siguiente te comportas como si no hubiera pasado nada.
Trixie tiró de la cadenita de clips.
—Si te comportas como si no hubiera pasado nada, entonces, ¿por qué llevas esto?
—Cuando tenga cien los mandaré a ver si me dan un anillo decodificador gratis. —Zephyr se encogió de hombros—. No sé, supongo que para acordarme de cuándo empecé.
Trixie abrió la mano y se quedó mirando los M&M. El colorante empezaba a correrle por la piel, como sangre.
—¿Por qué los anuncios dicen que no se te deshacen en las manos cuando siempre se derriten?
—Porque todo el mundo miente —replicó Zephyr.
Todos los adolescentes sabían que eso era verdad. El proceso de hacerse mayor no era otra cosa que adivinar qué puertas no te habían cerrado aún en las narices. Durante años los padres de Trixie le habían dicho que podía llegar a ser lo que quisiera, tener lo que deseara, hacer lo que se le antojara. Por eso había tenido tantas ganas de hacerse mayor. Hasta que al llegar a la adolescencia se había dado de bruces contra un grueso muro llamado realidad. Había resultado que no podía tener todo lo que quería. No puedes ser guapa, inteligente o popular simplemente deseándolo. Una no controla su propio destino; está demasiado ocupada intentando encajar. En esos momentos, mientras estaba allí con Zephyr, había millones de padres llevando a sus hijos al desengaño.
Zephyr miraba por encima de la barandilla del puente.
—Es la tercera vez que me salto inglés esta semana.
Trixie estaba faltando a un examen de
subjonctif
en clase de francés. Por lo que parecía, los verbos también tenían modos: había que conjugarlos de forma diferente según hubiera que utilizarlos en oraciones que expresaran necesidad, duda, deseo o juicio. La noche pasada había memorizado las frases clave: «Es dudoso que. No está claro que. Parece que. Es posible que. Aunque. No importa que. Sin que».
No necesitaba ninguna estúpida
leçon
que le enseñara lo que ella ya sabía desde hacía años: ante algo negativo o incierto, hay una serie de normas a seguir.
Si pudiera elegir, Daniel dibujaría siempre un malo.
Los héroes no daban tanto juego. Llevan siempre aparejados toda una serie de arquetipos tradicionales: mandíbulas cuadradas, pantorrillas hiperdesarrolladas, dentadura perfecta. Sobresalen medio palmo de la altura del hombre medio. Son maravillas anatómicas, complejos despliegues de músculo. Lucen unas ridículas botas hasta las rodillas que nadie sin una fuerza sobrehumana se pondría aunque lo mataran.
El malvado en general, en cambio, puede tener una cabeza con forma de cebolla, de yunque o de torta de maíz, y los ojos saltones o hundidos entre los pliegues de la piel. Es indiferente que tenga un físico rollizo o cadavérico, peludo o recauchutado, o bien recubierto de escamas de lagarto. No importa que hable soltando relámpagos, arrojar fuego o tragarse montañas. Un malvado libera de su jaula tu creatividad.
El problema es que no puede existir el uno sin el otro; el bueno y el malo son como todos los términos duales que se definen por sus opuestos: claro y oscuro, lleno y vacío, rico y pobre. No puede haber un malvado sin que haya un personaje bueno para cumplir con la pauta. Y no puede haber un bueno sin un malo capaz de demostrar hasta dónde es capaz de perder el camino.
Ese día Daniel estaba sentado, encorvado sobre su mesa de dibujo, dejando pasar el tiempo. Daba vueltas al portaminas mientras amasaba una goma con la palma de la mano. Le estaba costando horrores convertir a su personaje principal en un halcón. Había obtenido la envergadura adecuada, pero le parecía que no humanizaba correctamente el rostro tras los ojos brillantes y el pico.
Daniel era dibujante de libros de cómic. Mientras Laura se labraba las credenciales académicas que le valdrían una plaza titular en el Monroe College, él había trabajado con Trixie a sus pies dibujando capítulos de relleno para DC Comics. Su estilo había hecho que en Marvel se fijaran en él, y le habían pedido muchas veces que fuera a trabajar a Nueva York para las nuevas entregas de Ultimate X-Men, pero Daniel había antepuesto la familia a su carrera. Había trabajado como diseñador gráfico para pagar la hipoteca (logotipos e ilustraciones para revistas corporativas) hasta el año anterior, justo antes de cumplir los cuarenta, cuando firmó un contrato con Marvel para trabajar desde casa en un proyecto totalmente suyo.
Tenía una foto de Trixie en su espacio de trabajo, no sólo porque la quisiese, sino porque era la inspiración de la novela gráfica que estaba dibujando,
El décimo círculo
. Bueno, era Trixie y también Laura. La obsesión de Laura por Dante le había dado el esquema argumental de la historia; Trixie le había proporcionado el impulso. Pero era Daniel el responsable de la creación del personaje principal, Garra Salvaje, un héroe totalmente nuevo para la industria.
Históricamente, los cómics habían sido concebidos pensando en los adolescentes. Daniel había presentado a Marvel una idea diferente: un personaje pensado para el grupo demográfico de adultos que habían dejado de leer cómics ahora y que tenían el poder adquisitivo que les había faltado de adolescentes. Adultos que querían zapatillas deportivas anunciadas por Michael Jordán, que veían programas de noticias que parecían fragmentos de MTV y que jugaban al Tetris en la Nintendo DS mientras viajaban en clase business. Adultos que se identificarían de inmediato con D Linean, el alter ego de Garra Salvaje: un padre de cuarenta y tantos años que sabía que hacerse viejo es el infierno, que quería mantener a su familia a salvo, y cuyos poderes le dominaban a él, y no al revés.
La narración de la novela gráfica seguía los pasos de Duncan, un padre corriente que busca a su hija, secuestrada por el demonio y llevada a los círculos del infierno de Dante. Suscitados la ira o el miedo, Duncan se transforma en Garra Salvaje, literalmente un animal. Y ésa es la pega: el poder acarrea siempre una pérdida de humanidad. Cada vez que Duncan se convierte en halcón, oso o en lobo para escapar del ataque de una criatura peligrosa, una parte de él pasa a ser como la del animal en que se ha convertido. Su mayor temor es que si llega a encontrar a su hija perdida, ella no reconozca ya a la criatura en que ha tenido que convertirse para salvarla.
Daniel observó lo que llevaba hecho de la página y suspiró. El problema no era dibujar el halcón, eso podía hacerlo durmiendo, sino conseguir que el lector viera al ser humano que había detrás. No era nuevo crear un héroe que se convirtiera en animal, pero Daniel había llegado a esa idea con toda honestidad. Se había criado en un pueblo de Alaska, donde era el único niño blanco entre los nativos y su madre era maestra de escuela. Su padre había desaparecido un buen día. En Akiak, los yupiit hablaban con toda naturalidad de niños que habían ido a vivir con las focas o de hombres que compartían su hogar con osos negros. Una mujer se había casado con un perro y había dado a luz a cachorros, para al quitarles la piel se comprobó que debajo había bebés auténticos. Los animales eran simplemente personas no humanas, dotados de idéntica facultad para tomar decisiones conscientes, y en ellos la humanidad vivía latente bajo sus pieles. Podía apreciarse en el modo en que se sentaban juntos a la hora de las comidas, en que se enamoraban o se afligían. Y a la inversa: a veces resultaba que en un humano había oculta una parte de bestia.
El mejor y único amigo de Daniel en el poblado era un muchacho llamado Cane, cuyo abuelo se había impuesto la tarea de enseñar a Daniel a cazar y a pescar y todas las demás cosas que su padre debería haberle enseñado. Por ejemplo, cómo, después de matar a un conejo, hay que permanecer en silencio para que el espíritu del animal pueda visitarle o, después de pescar un salmón, hay que devolver las espinas al río, mientras se pronuncian en voz baja las palabras:
ataam taikina
(«vuelve otra vez».).
Daniel se pasó la mayor parte de su infancia esperando el momento de irse. Él era un
kass’aq
, («un niño blanco»), y eso era motivo suficiente para ser objeto de burla, de acoso o para que le pegaran. A la edad que tenía ahora Trixie ya se emborrachaba, dañaba la propiedad ajena y se aseguraba de que el resto del mundo se enterase de que era mejor no meterse con él. Pero, cuando no hacía esas cosas, dibujaba… personajes que luchaban contra las adversidades y vencían. Personajes que ocultaba en los márgenes de los libros de la escuela y en la piel de la palma de las manos. Dibujaba para huir, hasta que, por fin, a la edad de diecisiete años, lo hizo de verdad.
Cuando salió de Akiak, Daniel ya no volvió la vista atrás. Aprendió a dejar de recurrir a los puños, a verter la rabia en una página en blanco. Encontró un asidero en la industria del cómic. Nunca le habló a nadie de su vida en Alaska e incluso Trixie y Laura sabían que era mejor no preguntar. Se convirtió en un padre típico de las afueras, que hacía de entrenador de fútbol, preparaba hamburguesas a la parrilla y cortaba el césped, un hombre del que nadie sospecharía que hubiera sido acusado de algo tan espantoso que había decidido dejarse a sí mismo atrás.
Daniel apretó la goma de borrar que no había dejado de amasar y borró el halcón que intentaba dibujar. ¿Y si empezaba por esbozar al hombre Duncan en lugar de la bestia Garra Salvaje? Cogió el portaminas y comenzó a esbozar escuetos óvalos y someras articulaciones que se materializarían en su insólito héroe. Ni
spandex
, ni botas altas, ni medias máscaras: la vestimenta habitual de Duncan era una chaqueta usada, unos jeans y el sarcasmo. Igual que Daniel, Duncan llevaba el pelo negro revuelto y tenía la tez morena. Como Daniel, Duncan tenía una hija adolescente. Y, como en su caso, todo cuanto Duncan hacía o dejaba de hacer estaba vinculado con un pasado del que se negaba a hablar.
Si se miraba de cerca, Daniel se estaba dibujando a sí mismo de forma secreta.
El coche de Jason era un Volvo que había heredado de su abuela. Su abuelo había vuelto a tapizar los asientos de rosa, el color favorito de la abuela, en su ochenta cumpleaños. Jason le había confesado a Trixie que solía pensar en cambiar de nuevo el tapizado y devolverlo al color carne original, pero siempre se echaba atrás porque con esa clase de amor no valen las bromas.
El entrenamiento de hockey había terminado hacía quince minutos. Trixie estuvo esperando en medio del frío, con las manos metidas en las mangas de la chaqueta, hasta que Jason salió de la pista de hielo. Llevaba la enorme bolsa de deporte colgada del hombro y se reía mientras caminaba junto a Moss.