Se acercó una mujer que llevaba un dedo de maquillaje.
—¿Trixie Stone? —preguntó—. Me llamo Janice, soy abogada de temas de agresiones sexuales. Estoy aquí para responder a las preguntas que queráis hacerme tanto tú como tu familia, y para ayudarte a que comprendas lo que va a suceder a partir de ahora.
Daniel era incapaz de atravesar aquella capa de cosméticos. Si a esa mujer la habían llamado para que atendiera a Trixie, ¿cuánto tiempo había perdido poniéndose esas pestañas postizas, ese colorete reluciente? ¿Cuánto tiempo antes podía haber llegado?
—Antes que nada, lo primero de todo —dijo Janice con los ojos clavados en los de Trixie—. No ha sido culpa tuya.
Trixie la miró a su vez.
—Usted ni siquiera sabe lo que ha pasado.
—Sé que no hay ninguna chica que merezca que la violen, sea quien sea y estuviera haciendo lo que estuviese haciendo —dijo Janice—. ¿Te has duchado?
Daniel se preguntó cómo demonios se le había ocurrido siquiera pensar en eso. Trixie aún llevaba puesta la misma blusa rasgada, tenía el rímel corrido bajo los ojos corno las rayas de un mapache. Ella había querido ducharse, por eso estaba en el baño cuando la había encontrado Daniel, pero su padre sabía que no debía y se lo había impedido. «La prueba». La palabra se había abierto paso en su mente como un tiburón.
—¿Y la policía? —oyó decir Daniel, atónito al comprobar que era él quien lo había dicho.
Janice se volvió hacia él.
—El hospital informa automáticamente a la policía de cualquier agresión sexual a una menor —dijo—. Si Trixie quiere presentar cargos o no, eso ya depende de ella.
«Desde luego que presentará cargos contra ese hijo de puta —pensó Daniel—, aunque tenga que convencerla».
Pero a renglón seguido reflexionó. «Si obligo a Trixie a hacer algo que no quiere, entonces, ¿en qué me diferencio de Jason Underhill?».
Mientras Janice explicaba los particulares del reconocimiento inminente, Trixie negó con la cabeza y se cubrió el pecho con los brazos doblados.
—Quiero irme a casa —dijo con un hilo de voz—. He cambiado de opinión.
—Necesitas que te vea un médico, Trixie. Yo estaré contigo, todo el tiempo. —Janice se volvió hacia Daniel—. ¿Existe una señora Stone…?
«Buena pregunta», pensó Daniel, antes de poder evitarlo.
—Viene de camino —dijo. Quizá a esas horas ya no fuera mentira.
Trixie le agarró el brazo.
—¿Y mi padre? ¿Puede venir él?
Janice desvió la mirada de Daniel a Trixie y luego volvió a mirar a Daniel.
—Se trata de un examen pélvico —dijo con delicadeza.
La última vez que Daniel había visto a Trixie desnuda tenía once años e iba a darse un baño de espuma. Él había entrado en el aseo, pensando que sólo se estaba cepillando los dientes, y se habían quedado mirando los dos su floreciente cuerpo reflejado en el espejo. A partir de entonces tenía cuidado de llamar a las puertas, de correr una cortina invisible y poner distancia alrededor de la intimidad de su hija.
Cuando era un niño en Alaska, había conocido esquimales yup’ik que no podían soportar tenerle delante porque era un
kass’aq
. Poco importaba que tuviera seis o siete años, que no hubiera sido la persona de raza caucásica que los había engañado para quitarles sus tierras o hubiera faltado a su promesa de un trabajo y cientos de otros agravios. Lo único que veían era que Daniel era blanco, y por asociación él atraía su ira como un imán. Por eso ahora se imaginaba lo que sería ser el único hombre presente durante un reconocimiento por agresión sexual.
—Por favor, papá…
Tras el miedo en los ojos de Trixie estaba el convencimiento de que, incluso en compañía de aquella extraña, su hija estaría sola, y no podía arriesgarse a eso otra vez. De modo que Daniel respiró hondo y recorrió el vestíbulo caminando entre Trixie y Janice. En la sala había una camilla, a la que ayudó a subir a Trixie. La doctora entró casi de inmediato, una mujer de pequeña estatura con un traje de cirujano y una bata blanca por encima.
—Hola, Trixie —dijo, y aunque le había sorprendido encontrarse en la sala con un padre en lugar de una madre, no dijo nada. Se dirigió directamente hacia Trixie y le apretó la mano—. Estás siendo muy valiente. Lo único que voy a pedirte es que continúes siéndolo.
Le entregó un formulario a Daniel y le pidió que lo firmara, explicándole que, puesto que Trixie era menor de edad, tenía que haber un padre o tutor que autorizara la recogida y transmisión de información. Le tomó a Trixie la presión sanguínea y el pulso y anotó los datos en una tablilla sujetapapeles. Luego comenzó a formularle a Trixie una serie de preguntas.
«¿Cuál es tu dirección?».
«¿Cuántos años tienes?».
«¿Qué día tuvo lugar la agresión?». «¿A qué hora aproximadamente?».
«¿De qué sexo era el agresor?». «¿Cuántos agresores fueron?».
Daniel notó cómo le caía una gota de sudor bajo el cuello de la camisa.
«¿Te has duchado o bañado, has orinado o hecho de vientre desde el momento de la agresión?».
«¿Has vomitado, comido o bebido, te has cambiado de ropa o cepillado los dientes?».
Vio cómo Trixie negaba con la cabeza a todas las preguntas. Cada vez, antes de responder, miraba a Daniel, como si él tuviera la respuesta escrita en los ojos.
«¿Has mantenido relaciones sexuales consentidas en los últimos cinco días?».
Trixie se quedó helada, y esta vez apartó la mirada de su padre. Murmuró algo inaudible.
—Perdona —dijo la doctora—, no te he entendido.
—Ha sido la primera vez —repitió Trixie.
A Daniel le pareció que la habitación se henchía y reventaba. Apenas fue consciente de haberse disculpado, del rostro de Trixie… un óvalo blanco que sangraba por los bordes. Tuvo que probar dos veces antes de que sus dedos fueran capaces de abrir el pasador de la puerta.
Una vez fuera, apretó la mano en forma de puño y golpeó contra la pared de bloques de hormigón. Aporreó el cemento una y otra vez. Y siguió haciéndolo incluso cuando llegó la enfermera, que le acompañó a lavarse la sangre de los nudillos y le vendó los rasguños de la palma de la mano. Golpeó hasta estar seguro de que Trixie no era la única lastimada.
Trixie no estaba donde todo el mundo creía que estaba. Es posible que físicamente estuviera en la sala de reconocimiento, pero su mente flotaba, suspendida de la esquina superior izquierda del techo, y contemplaba cómo la doctora y la otra mujer atendían a esa pobre y triste niña rota que había sido ella.
Se preguntaba si sabían que su paciente era una cascara, una concha abandonada por un caracol que ya no encajaba en su hogar. Podría pensarse que alguien que ha ido a la facultad de medicina es capaz de captar a través de un estetoscopio cuándo alguien está vacío por dentro. Trixie se vio a sí misma colocarse encima de una sábana blanca de papel con movimientos rígidos y bruscos. Oyó a la doctora Roth pedirle que se quitara la ropa, explicándole que en la tela de las prendas podía haber pruebas útiles para los detectives.
—¿Me las devolverán? —se oyó Trixie preguntar a sí misma.
—Me temo que no —replicó la doctora.
—Tu padre irá en seguida a casa a buscarte algo que ponerte —añadió Janice.
Trixie se quedó mirando la blusa transparente de su madre. «Me va a matar», pensó, pero luego casi se rió. ¿De verdad iba su madre a prestar atención a la maldita blusa cuando se enterara de lo sucedido? Con movimientos lentos, Trixie se la desabrochó mecánicamente y se despojó de ella. Demasiado tarde reparó en la venda alrededor de la muñeca.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó la doctora Roth, tocando con suavidad los imperdibles que mantenían la venda en su lugar.
A Trixie le invadió el pánico. ¿Qué diría la doctora si veía que le había dado por trincharse ella misma el brazo? ¿Podían encerrarla en un pabellón psiquiátrico por eso?
—Trixie —dijo la doctora Roth—, ¿son magulladuras?
Ella se miró los pies.
—Más bien son como cortes.
Cuando la doctora Roth comenzó a desenrollar la venda de la muñeca izquierda, Trixie no hizo el menor gesto por impedírselo. Pensaba en cómo sería estar en una institución; si después de todo aquello no sería tan malo vivir alejada del mundo real y totalmente sobremedicada.
Las manos enguantadas de la doctora Roth le rozaron uno de los cortes, que era tan reciente que Trixie pudo apreciar cómo la piel aún no se había unido del todo.
—¿Te lo hizo con un cuchillo?
Trixie parpadeó. Estaba aún tan desconectada de su cuerpo que tardó un momento en comprender lo que la doctora había imaginado, y otro momento más en darse cuenta de que acababan de proporcionarle una salida.
—Yo… creo que no —repuso Trixie—. Me parece que me arañó durante la pelea, al resistirme.
La doctora Roth anotó algo en el papel de la tablilla mientras Trixie seguía desvistiéndose. A continuación vinieron los pantalones y luego se puso de pie con un escalofrío, en bragas y sujetador.
—¿Son las bragas que llevabas cuando pasó? —preguntó la doctora.
Trixie negó con la cabeza. Se las había puesto, junto con una gruesa compresa, al darse cuenta de que sangraba.
—No llevaba ropa interior —dijo Trixie en un murmullo, pareciéndole de pronto que eso la hacía quedar como una puta. Se quedó mirando la blusa transparente arrugada en el suelo. ¿Por eso había sucedido?
—Jeans de cintura baja —la justificó Janice, y Trixie asintió, agradecida por no haber tenido que explicarlo ella.
Trixie no recordaba haber estado nunca tan cansada. Las paredes de la sala de reconocimiento estaban húmedas, como un huevo pasado por agua que no hubiera hervido el tiempo suficiente. Janice le dio una bata de quirófano, que era poco menos que ir desnuda, ya que estaba completamente abierta por detrás.
—Puedes sentarte —dijo la doctora Roth.
A continuación vinieron las muestras de sangre. Era como cuando habían tenido que emparejarse en clase de naturales de octavo para intentar analizar su propio grupo sanguíneo. Trixie casi había perdido el conocimiento ante la visión de la sangre, y su maestra la había mandado a la enfermería a que respirara en el interior de una bolsa de papel durante media hora. Se había sentido tan avergonzada que había llamado a su padre y le había dicho que estaba enferma, incluso cuando físicamente se encontraba mucho mejor. Jugaron una buena partida de Monopoly y, como siempre, Trixie compró Park Place y Broadway, puso hoteles y desplumó a su padre.
Esta vez, sin embargo, Trixie contempló desde su altura como penetraba la aguja. No notó el pinchazo, no se mareó. No sintió nada de nada, por supuesto, porque no le sucedía a ella.
La doctora Roth apagó las luces de la sala y Janice dio un paso al frente.
—La doctora utilizará ahora una luz especial, una lámpara de Woods. No te va a doler.
Aunque hubieran sido mil agujas juntas, Trixie sabía que no las sentiría. Pero resultó ser más bien como una cabina de bronceado, sólo que más horripilante. La luz era ultravioleta y, cuando Trixie se miró su cuerpo desnudo, estaba cubierto de rayas moradas y marcas hasta entonces invisibles. La doctora Roth humedeció un bastoncillo de algodón alargado y la tocó con uno de los extremos en un punto del hombro. Lo llevó luego sobre la mesa y lo secó con aire, y Trixie vio que después escribía en la funda de papel donde había guardado el bastoncito: «Presunta saliva del hombre en el hombro derecho».
La doctora recogió muestras con otros tantos bastoncillos de algodón del interior de la mejilla y de la lengua. Le peinó con suavidad el cabello sobre una toalla de papel, y guardó el peine dentro de la toalla cuando terminó. La doctora Roth le deslizó por debajo otra toalla, y utilizó un peine diferente para el vello púbico. Trixie se vio forzada a mirar a otro lado, de tan embarazoso que le resultaba.
—Ya casi estamos —dijo Janice en voz baja.
La doctora Roth levantó un par de reposapiernas en el extremo de la mesa de reconocimiento.
—¿Has ido alguna vez al ginecólogo, Trixie? —le preguntó.
Tenía una visita programada para el mes de febrero con el médico de su madre. «Es por tu salud», la había tranquilizado su madre, y ya estaba bien, porque Trixie no tenía ganas de hablar de su vida sexual en voz alta, en especial con su madre. Meses atrás, en el momento de concertar la visita, ni siquiera había besado jamás a un chico.
—Vas a notar una pequeña presión —le dijo la doctora Roth, doblando y colocando las piernas de Trixie en los estribos, como si fuera una figura de papiroflexia abierta de piernas.
En aquel instante, Trixie sintió que lo que le quedaba de espíritu caía desde su atalaya próxima al techo para dar de bruces contra el duro suelo. Notaba la mano de Janice que le acariciaba el brazo, mientras el guante de látex de la doctora le partía en dos el corazón. Por primera vez desde su entrada en el hospital, era total y violentamente consciente de quién era y de lo que le habían hecho.
Sintió el frío del acero y un raspado en la carne. Un empujón desde el exterior, mientras su cuerpo luchaba por no dejar entrar al espéculo. Trixie intentó dar una patada con el pie, pero la sostenían a la altura de los muslos, y además notaba dolor y resistencia, y «me estáis partiendo por la mitad».
—Trixie —dijo Janice con irritación—. Trixie, cielo, deja de oponer resistencia. No pasa nada, es la doctora.
De repente se abrió la puerta de golpe y Trixie vio a su madre, con ojos fieros y determinación.
—Trixie —dijo Laura, dos sílabas quebradas en el centro.
Ahora que Trixie era capaz de sentir de nuevo, habría deseado no poder hacerlo. Si había algo peor que no sentir nada, era sentirlo todo. Era presa de un temblor incontrolable, un átomo a punto de dividirse bajo su propio peso, hasta que se vio anclada entre los brazos de su madre, los corazones de ambas latiendo con fuerza el uno contra el pecho de la otra, mientras la doctora y Janice les concedían unos minutos de intimidad.
—¿Dónde estabas? —exclamó Trixie, una acusación y una pregunta a la vez. Comenzó a sollozar tan fuerte que perdía la respiración.
Laura acariciaba la nuca de Trixie, su pelo, sus costillas.
—Debería haber estado en casa —le decía su madre—. Lo siento. Lo siento.
Trixie no estaba muy segura de si su madre le pedía disculpas o simplemente estaba reconociendo sus errores. «Debería haber estado en casa». Tal vez en ese caso Trixie no se habría arriesgado a mentir y decir que iba a dormir a casa de Zephyr, a lo mejor ni siquiera habría tenido la ocasión de quitarle la blusa transparente. Quizá habría pasado la noche en su cama. Tal vez la peor herida que habría tenido que curarse habría sido otro corte con la navaja de afeitar, una herida de su propia mano.