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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (4 page)

BOOK: El décimo círculo
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—Has venido a clases, ¿eh? —le decía él, como si fuera una posibilidad más.

Los sitios los había asignado el señor Torkelson, y a Trixie la había colocado en la primera fila, lo que había odiado durante los tres primeros meses del curso, pero que ahora agradecía pues implicaba que podía mirar directamente a la pizarra sin tener que estar pendiente de Jason ni de nadie más por el rabillo del ojo. Se deslizó en su asiento y abrió la carpeta, evitando mirar el gusano de Tipp-Ex donde antes estaba el nombre de Jason.

Al sentir una mano sobre el hombro, una mano cálida, ancha, de chico, se quedó sin respiración. Jason iba a pedirle perdón, se había dado cuenta que se había equivocado y ahora quería preguntarle si podría perdonarle alguna vez. Se giró en redondo, con la palabra «sí» revoloteando en sus labios como las notas de una flauta, pero en su lugar se encontró cara a cara con el mejor amigo de Jason, Moss Minton.

—Hey. —Moss lanzó una mirada por encima del hombro hacia donde Jason seguía encorvado sobre el pupitre—. ¿Estás bien?

Trixie alisó los bordes de la libreta de deberes.

—¿Por qué no iba a estar bien?

—Sólo quería que supieras que todos pensamos que es un idiota.

«Todos». Todos podía ser el equipo de hockey campeón del estado, del que Moss y Jason eran capitanes; la clase de penúltimo curso al completo, cualquiera que no fuera ella. Eso podía ser casi tan duro como haber perdido a Jason: tener que atravesar una y otra vez el campo de minas de los amigos que habían compartido, tener que descubrir quién seguía estando de su lado.

—Yo creo que a ella sólo la necesita para escapar de su mundo —dijo Moss, y sus palabras fueron como un puñado de piedras arrojadas desde un acantilado.

Trixie se puso a escribir al azar en la hoja que tenía delante. «Vete por favor», pensaba, rogando con furia para que los poderes mentales consiguieran distraerlo y que por una vez en su vida algo le saliera bien. En ese momento entró el señor Torkelson, que cerró la puerta de golpe y dio unos pasos hasta el frente de la clase.

—Damas y caballeros —anunció—, ¿por qué soñamos?

Un porreta de la última fila contestó:

—Porque Angelina Jolie no viene al instituto de Bethel.

El profesor se rió.

—Bueno, ésa es una razón. Puede que Sigmund Freud incluso hubiera estado de acuerdo contigo. Él decía que los sueños eran un «camino real» hacia el inconsciente, hecho de todos los deseos prohibidos que uno tiene y desearía no tener.

Los sueños, pensó Trixie, eran corno pompas de jabón. Si los ves de lejos, son adorables. Pero si acercas demasiado la nariz, te explotan en la cara. Se preguntó si Jason tenía los mismos sueños que ella, de esos que cuando te despiertas te has quedado sin respiración y tienes el corazón aplastado como una moneda de diez centavos.

—¿Señorita Stone? —repitió el profesor.

Trixie se ruborizó. No tenía la menor idea de qué era lo que había preguntado Torkelson. Podía sentir cómo la mirada de Jason se le extendía por la nuca como un cardenal.

—Yo tengo uno, señor T —dijo Moss en voz alta desde algún lugar de la clase detrás de ella—. Estoy en un partido de hockey de la liga regional y me pasan el disco, y de repente el palo se me queda flojo como un espagueti…

—Por manifiestamente freudiano que sea todo eso, Moss, me gustaría oír algún sueño de Trixie.

Como si fuera una de las superheroínas de su padre, los sentidos de Trixie se aguzaron. Oyó a la chica del fondo de la clase garabateando una nota secreta y pasándosela a su amiga del otro lado del pasillo entre las mesas, a Torkelson dando una palmada y, lo peor de todo, esa conexión rota cuando Jason cerró los ojos. Garabateó algo en la uña del pulgar con el bolígrafo: «No recuerdo ningún sueño».

—Pasa usted soñando una sexta parte de su vida, señorita Stone. Lo que en su caso equivale a decir unos dos años y medio. Sin duda no habrá borrado de su memoria dos años y medio enteros…

Trixie meneó la cabeza, levantó los ojos hacia el profesor y abrió la boca:

—Me estoy… me estoy mareando —consiguió decir y, con el aula dándole vueltas en la cabeza, recogió los libros y salió corriendo.

En los servicios, tiró la mochila bajo la fila de lavabos blancos cuadrados, que parecían la dentadura postiza de un gigante, y se agachó ante una de las tazas. Vomitó, a pesar de que hubiese apostado que no tenía nada dentro. Luego se sentó en el suelo y apoyó la encendida mejilla en la pared metálica del compartimento.

No era porque Jason hubiera roto con ella el día en que se cumplían tres meses desde que empezaron a salir. No era porque Trixie —la novata de primer curso a la que parecía haberle tocado el premio gordo, una don nadie elevada al rango de reina por asociación— hubiera perdido su condición de Cenicienta. Lo que ocurría es que ella de verdad creía que puedes aprender a los catorce años cómo el amor puede cambiar la velocidad de la sangre que circula por tus venas, cómo te hace soñar en colores caleidoscópicos. Lo que sucedía era que Trixie sabía que no habría podido querer tanto a Jason si él no la hubiera querido a ella de la misma manera.

Trixie salió del cubículo y abrió el grifo de uno de los lavabos. Se lavó la cara y se la secó con una toalla de papel marrón. No quería volver a clase, no así, de modo que sacó de la mochila el lápiz de ojos y el rímel, el pintalabios y el estuche con espejo interior. Tenía el mismo denso pelo cobrizo de su madre y la piel oscura de su padre. Sus orejas eran demasiado puntiagudas y la barbilla demasiado redonda. Los labios estaban bien, le parecía. Una vez, en clase de expresión artística, una profesora le había dicho que eran clásicos y se los había hecho dibujar al resto de los alumnos. Sin embargo, eran sus ojos los que la asustaban. Aunque antes habían sido del color del musgo oscuro, ahora los tenía de un verde gélido tan pálido que apenas tenían color. Trixie se preguntaba si podía perder la pigmentación llorando.

Cerró de golpe el estuche con el espejo y luego, pensándolo mejor, lo abrió de nuevo y lo colocó en el suelo. Tuvo que saltar tres veces encima hasta que el espejo del interior se hizo añicos. Trixie tiró el disco de plástico junto al resto, salvo un pedazo de espejo con forma de lágrima, redondeado por un extremo y afilado en punta por el otro como un puñal.

Se dejó caer, resbalando, recostada contra la pared embaldosada de los servicios, hasta quedar sentada bajo el lavabo. Luego se llevó el improvisado cuchillo hasta la cara interior del brazo, por encima de la tela. Tan pronto lo hizo, deseó poder volver atrás. Eso era propio de las chicas más locas, esas que caminan como zombis en las novelas para jóvenes.

Sin embargo…

Trixie sintió el aguijonazo de la piel al abrirse, el suave brote de la sangre.

Dolía, aunque no tanto como todo lo demás.

—Tienes que hacer algo de verdad horrible para acabar en el nivel inferior del infierno —decía Laura en tono retórico mientras observaba a la clase—. Y Lucifer era la mano derecha de Dios. ¿Qué pasó entonces?

Había sido un simple desacuerdo, pensó Laura. Como casi siempre que hay una desavenencia, así era como había comenzado.

—Un día Dios se volvió hacia su amigo Lucifer y le dijo que se le había ocurrido dar a esos juguetitos que había creado, es decir a las personas, el derecho a elegir por sí mismas su manera de comportarse. El libre albedrío. Lucifer pensaba que ese poder debía pertenecer en exclusiva a los ángeles. Organizó un golpe de Estado y fracasó estrepitosamente.

Laura se puso a caminar por los pasillos entre las sillas… Una de las pegas de que hubiera acceso gratuito a Internet en la facultad era que, durante las horas de clase, los estudiantes se dedicaban a comprar por la red y a bajarse pornografía si el profesor no vigilaba.

—Lo que hace del
Infierno
una obra tan brillante son los
contrapassi
, los castigos que se aplican a cada crimen. En el pensamiento de Dante, los pecadores pagan por sus pecados de una forma que es reflejo de su mal comportamiento en la tierra. Lucifer no quería que el hombre pudiera elegir, de modo que acaba literalmente paralizado en el hielo. Los agoreros caminan con la cabeza vuelta hacia atrás, los adúlteros quedan unidos para toda la eternidad sin obtener satisfacción alguna. —Laura apartó la imagen que le había venido a la mente—. Al parecer —bromeó—, las pruebas clínicas de la Viagra debieron hacerlas en el infierno.

La clase se rió mientras ella regresaba a la tarima.

—En el siglo
XIV
, mucho antes de que los italianos tuvieran noticia de
La venganza de los Sith
o de
El señor de los anillos
, este poema era la batalla última y actualizada entre el bien y el mal.

Los cuatro estudiantes representantes de los cuatro grupos de la clase de ese curso estaban sentados en primera fila, aguantando sus ordenadores en las rodillas. Bien, tres de ellos al menos. Estaba Alpha, que se había bautizado a sí misma como retrofeminista, lo cual, hasta donde Laura sabía, implicaba ir dando discursos sobre cómo a las mujeres modernas las habían alejado tanto del hogar que ya no se sentían cómodas en él. Sentada junto a ella, Aine garabateaba palabras en la cara interior de su ebúrneo brazo… con toda probabilidad sus propios poemas. Naryan, que tecleaba más rápido de lo que Laura era capaz de respirar, la miraba por encima de su portátil, como un cuervo al acecho de una migaja. Sólo Seth estaba repanchigado en el asiento, con los ojos cerrados y el largo cabello cayéndole por la cara. ¿Estaba roncando?

Laura sintió que le subía una oleada de calor por la nuca. Dio de nuevo la espalda a Seth Dummerston y miró el reloj colgado de la pared del fondo del aula.

—Es suficiente por hoy. Leed el canto V —les requirió Laura—. El lunes hablaremos de la justicia poética frente a la retribución divina. Que paséis un buen fin de semana, chicos.

Los estudiantes recogieron sus mochilas y ordenadores y se pusieron a hablar de los grupos que iban a tocar más tarde y de la fiesta para la que habían llevado un camión cargado de arena de verdad para la Noche Caribeña. Se enrollaban los pañuelos alrededor del cuello como si fueran vendas brillantes y salían del aula, con la clase de Laura fuera ya de la mente.

Laura no necesitaba preparar la clase del lunes, estaba viviéndola. «Ten cuidado con lo que deseas —pensó—. Podrías conseguirlo».

Seis meses atrás, estaba tan segura de que lo que hacía era lo correcto, que era una relación tan natural, que detenerla habría sido más criminal que dejarla florecer. Cuando sus manos vagaban sobre ella, se transformaba: dejaba de ser la cerebral profesora Stone y se convertía en una mujer cuyos sentimientos iban por delante del pensamiento racional. Sin embargo, ahora que Laura se daba cuenta de lo que había hecho, deseaba poder echarle la culpa a algún tumor, a un episodio de enajenación mental transitoria, cualquier cosa que no fuera su propio egoísmo. En ese momento lo único que quería era controlar los daños: terminar, volver a meterse en las costuras de su familia antes de que se dieran cuenta de todo el tiempo que había estado ausente.

Cuando el aula se vació, Laura apagó las luces del techo. Buscó en el bolsillo las llaves de su despacho. Vaya, ¿se las habría dejado en la funda del ordenador?


La venganza de Seth
.

Laura se volvió, al reconocer la suave modulación sureña de la voz de Seth Dummerston. El muchacho se levantó y se estiró, desentumeciendo su largo cuerpo tras el sueñecito.

—No entendí bien si dijiste
Sith
o
Seth
.

Ella le miró con frialdad.

—Te has quedado dormido en clase.

—He dormido poco esta noche.

—¿Y quién tiene la culpa de eso? —preguntó Laura.

Seth la miró fijamente, como ella solía mirarlo a él, y se inclinó hacia adelante hasta que su boca se pegó a la de ella.

—Dímelo tú —le susurró él.

Trixie los vio al doblar la esquina: Jessica Ridgeley, con su larga y rubia melena y su piel de hija de dermatólogo, estaba apoyada en la puerta de la sala de audiovisuales, besando a Jason.

Trixie se quedó de piedra, mientras el flujo de estudiantes se dividía en dos a su alrededor. Observó cómo las manos de Jason se deslizaban dentro de los bolsillos posteriores de los téjanos de Jessica. Vio el hoyuelo en el lado izquierdo de la boca de Jason, ese que sólo le salía cuando decía algo de corazón.

¿Le estaría diciendo a Jessica que su sonido favorito eran los golpes huecos que hacía la ropa al dar vueltas dentro de la secadora? ¿Que a veces pasaba junto al teléfono y pensaba que ella iba a llamarle, y entonces ella le llamaba? ¿Que una vez, cuando tenía diez años, rompió una máquina de caramelos y se metió dentro porque quería saber lo que pasaba con las monedas de veinticinco centavos?

¿Estaría ella escuchándole siquiera?

De repente, Trixie notó que alguien la cogía del brazo y comenzaba a tirar de ella por el vestíbulo hacia la puerta y hasta el patio exterior. Percibió el olor acre de una cerilla al encenderse, y al cabo de un minuto le habían metido un cigarrillo entre los labios.

—Aspira —le ordenó Zephyr.

Zephyr Santorelli-Weinstein era la amiga más antigua de Trixie. Tenía unos ojos enormes de gacela y la piel olivácea, y la madre más genial del planeta, una madre que le compraba a su hija incienso para la habitación y la había acompañado a hacerse un
piercing
en el ombligo como si fuera un rito de adolescencia. Tenía un padre, también, pero vivía en California con su nueva familia, y Trixie sabía muy bien que era mejor evitar el tema.

—¿Qué clase tienes ahora?

—Francés.

—Madame Wright está senil perdida. Vámonos por ahí.

El campus del instituto de Bethel estaba siempre abierto, no porque la administración fuera una ferviente defensora de la libertad de los quinceañeros, sino porque sencillamente no había adonde ir. Trixie caminaba en compañía de Zephyr a lo largo de la carretera de acceso a la escuela, ambas con el cuello encogido contra el viento y las manos metidas en los bolsillos de sus respectivas chaquetas North Face. El dibujo entrecruzado con el que se había cortado el brazo hacía apenas una hora ya no sangraba, pero el frío le producía un dolor agudo. Trixie empezó automáticamente a respirar por la boca, porque incluso desde lejos llegaba el vaporoso hedor a huevos podridos de la fábrica de papel, hacia el norte, que daba trabajo a la mayor parte de los adultos de Bethel.

BOOK: El décimo círculo
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