Cuando el fantasma de Jason Underhill apareció esa noche, Trixie estaba esperándole. Era transparente, de cara blanca. Tenía una herida profunda en la parte posterior del cráneo. Miró a través de él y fingió no advertir que había surgido de la nada.
Era la primera persona que Trixie conocía que había muerto. Bueno, hablando con propiedad eso no era del todo exacto, pues cuando ella tenía cuatro años había muerto su abuela en Alaska, pero Trixie no la había conocido. Se acordaba de haber visto a su padre sentado a la mesa de la cocina con el teléfono todavía en la mano, a pesar de que la otra persona había colgado ya, y del silencio que se había instalado en la casa como un gran cuervo negro.
Jason no levantaba la vista del suelo, como si necesitara seguir el rastro de sus propios pasos. Trixie trató de no mirar los hematomas de la cara ni la sangre del cuello.
—No me asustas —dijo, aunque no fuera verdad—. No puedes hacerme nada.
Se preguntó si los fantasmas no tendrían poderes semejantes a los de los superhéroes, si podían ver a través del algodón y la franela y se daban cuenta de si te temblaban las piernas; si no serían capaces de tragarse las palabras de ella y escupírselas a la cara como si fueran balas.
Jason se inclinó hacia ella, tan cerca que su mano la atravesó. Era como si la hubiera atravesado el invierno. El fantasma era capaz de atraerla hacia adelante, como si tuviera magnetismo y ella se hubiera disgregado en mil limaduras de metal. Incorporándola en la cama, la besó en la boca. Sabía a tierra negra y a corrientes fangosas. «No he terminado contigo», juró Jason y, acto seguido, se volatilizó pedazo a pedazo; la presión sobre sus labios fue lo último en desaparecer.
Trixie permaneció tendida en la cama, temblando. Sentía un frío glacial que se le había incrustado debajo del esternón, como un segundo corazón de hielo. Pensó en lo que había dicho Jason y se preguntó por qué había tenido que morir para sentirse como ella se había sentido desde el principio.
Mike Bartholemew estaba agachado delante de las huellas de botas que llevaban hasta la baranda del puente desde el que había saltado Jason: la críptica coreografía de los últimos pasos del muchacho. Colocó una regla junto a la huella más nítida y sacó una fotografía digital. Luego cogió un tubo de aerosol y esparció sobre la zona ligeras capas de cera roja. La cera congelaba la nieve, para que cuando aplicara la mezcla de yeso que había preparado para hacer un molde, no se deshiciera ninguno de los detalles del contorno.
Mientras esperaba a que se secara el molde, bajó la resbaladiza orilla hasta el lugar que estaban peinando los investigadores de la escena del crimen. En el ejercicio de su profesión de detective había investigado ya dos suicidios en ese mismo lugar, uno de los pocos sitios en todo Bethel en el que podías caer desde una altura lo bastante elevada para sufrir un percance grave.
Jason Underhill había caído de costado. La cabeza había partido la capa de hielo del río y estaba parcialmente sumergida. Tenía la mano recubierta de suciedad y hojas apelmazadas. La nieve estaba aún manchada de rosa a causa de la sangre que se le había encharcado bajo la cabeza.
Desde un punto de vista práctico, Jason les había hecho un favor a los contribuyentes ahorrándoles los costes de un juicio y de un posible encarcelamiento. Ser juzgado por violación como adulto agravaba su situación hasta extremos potencialmente devastadores. Bartholemew había visto tipos quitarse de en medio por motivos menos graves.
Se arrodilló junto a Jerry, uno de los forenses policiales.
—¿Qué tenemos?
—Otra Maria DeSantos, sólo que veinte grados más frío.
Maria DeSantos era la última suicida de la zona, pero había sido declarada desaparecida durante tres semanas en pleno calor del verano, hasta que el hedor del cuerpo en descomposición había llamado la atención de un piragüista.
—¿Has encontrado algo?
—Una cartera y un teléfono móvil. Podría haber más cosas, pero la capa de nieve es bastante profunda. —Jerry levantó la vista, olvidándose por un momento de su tarea de recoger muestras de sangre del cuerpo—. ¿No le viste jugar anoche en el partido amistoso?
—Estaba de servicio.
—Me han dicho que iba como una cuba… y que aun así hacía lo que quería con el
puck
y el palo. —Jerry sacudió la cabeza—. Una pena, si quieres saber mi opinión.
—No, no quiero —dijo Bartholemew, incorporándose.
Había estado ya en casa de los Underhill, para comunicarles la noticia de la muerte de su hijo. Greta Underhill había abierto la puerta, le había mirado a los ojos y se había echado a llorar. Su marido había mantenido más o menos el tipo, de cara al exterior. Le había dado las gracias a Bartholemew por ir en persona a darles la noticia y le había dicho que quería ver a Jason inmediatamente. Había salido a la calle sin abrigo, descalzo en medio de la nieve.
En el caso de su propia hija, había sido su jefe quien le había dado a Bartholemew la noticia de la muerte de Holly. Supo que había pasado lo peor cuando vio al jefe de la policía en el porche en plena noche. Recordaba que le había exigido que le llevaran hasta el lugar del suceso, donde permaneció unos minutos inmóvil junto al pretil contra el que se había estrellado el coche. También recordaba haber ido a identificar el cuerpo de Holly al depósito del hospital. Al retirar la sábana, fue cuando Bartholemew vio las marcas en sus brazos, esas marcas ante las que, como padre, había estado ciego. Había puesto la mano sobre el corazón de Holly, sólo por asegurarse.
Los Underhill querían ver a Jason, y se les concedió el privilegio antes de la autopsia. En ese sentido, accidentados, suicidas y asesinados entraban en la misma categoría: toda muerte que tenía lugar sin un testigo presencial debía pasar automáticamente por un examen médico para la determinación de la causa. No se trataba tanto de un procedimiento policial cuanto de algo que respondía a la naturaleza de la condición humana. Todo el mundo quiere saber dónde ha estado el error, aunque no haya en realidad una respuesta a esa pregunta.
El primer lunes después del suicidio de Jason Underhill, dos psicólogos fueron al instituto para atender a los alumnos que necesitaban ayuda. El equipo de hockey acordó llevar brazaletes negros y ganó tres partidos seguidos, conjurándose para obtener el título estatal en homenaje al compañero caído. Una página entera de la sección de deportes del periódico de Portland estaba dedicada a conmemorar los logros deportivos de Jason.
Ese mismo día, Laura salió a comprar comida y otros productos. Pasaba al lado de estantes de la tienda sin un objetivo fijo, cogiendo cosas como pomelos y ciruelas deshuesadas, almendras troceadas y bolas de mozzarella. Sabía que llevaba una lista en algún lugar del bolso, una lista de artículos normales como pan, leche, detergente para el lavavajillas, pero había algo en ella que le decía que las cosas normales no encajaban en esa situación y que por tanto no tenía sentido comprarlas. Al final se encontró delante de la sección de congelados, una de cuyas neveras había abierto, dejando que el frío se escapara y le regara a la punta de las botas. Debía de haber al menos un centenar de sabores diferentes de helado. ¿Cuál elegir, sabiendo que tendrás que volver a casa y vivir con la elección que hayas hecho?
Estaba leyendo los ingredientes de un sorbete de melocotón cuando oyó a dos mujeres hablando en el pasillo contiguo, ocultas por las neveras.
—Qué tragedia —decía una—. Ese chico iba a llegar lejos.
—Me han dicho que Greta Underhill no se levanta de la cama —añadió la segunda mujer—. Su pastor le ha dicho al mío que es posible que no pueda ni ir al funeral.
Una semana antes, a pesar de la acusación de violación, Jason seguía siendo un héroe para la mayoría de los ciudadanos de Bethel. Ahora la muerte había agigantado su figura a proporciones de mito.
Laura se aferró con las manos a la barra del carro de la compra. Dobló la esquina del pasillo, hasta encontrarse frente a frente con las mujeres a las que había oído hablar.
—¿Saben quién soy? —Las mujeres se miraron una a otra, negando con la cabeza—. Soy la madre de la chica a la que violó Jason Underhill.
Dijo eso esperando causar un gran efecto. Lo dijo pensando en la remota posibilidad de que esas señoras se avergonzaran de pronto y le pidieran disculpas. Pero ninguna pronunció una sola palabra.
Laura condujo el carrito hasta el final del pasillo y giró hacia las cajas vacías. La cajera llevaba un mechón del pelo azul y un aro que le atravesaba el labio inferior. Laura cogió del fondo del carro una caja de cuchillos de plástico. ¿De qué estante los había sacado?
—Mire —le dijo a la cajera—, ahora me doy cuenta de que no los necesito.
—No pasa nada. Ya los devolveremos a su sitio.
Seis bolsas de salsa holandesa en polvo, loción bronceadura, una crema para quitar las verrugas.
—La verdad —dijo Laura—, tampoco quiero nada de esto.
Vació el resto del carro de la compra: carne de cerdo picada, potitos para bebé y leche de coco Thai, un vaso antigoteo para bebés, gomas para el pelo y medio kilo de pimientos jalapeños y el sorbete de melocotón. Se quedó mirando esos productos en la cinta transportadora como si los viera por primera vez en su vida.
—No quiero nada de todo esto —dijo Laura, atónita, como si fuera otra persona la responsable de haberle llenado el carro.
La doctora Anjali Mukherjee se pasaba en el depósito la mayor parte del tiempo, no sólo porque fuera la médico forense del condado, sino porque cuando se aventuraba a subir a las otras plantas del hospital la confundían continuamente con una estudiante de medicina o, peor aún, con una enfermera voluntaria. Medía un metro y medio de estatura y tenía los rasgos menudos y delicados de una niña. Pero Mike Bartholemew la había visto meter los brazos hasta el codo a través de una abertura en canal para determinar la causa de la muerte de la persona que yacía ante ella en la mesa de autopsias.
—El individuo tenía una tasa de alcohol en sangre de 0,12 —le dijo Anjali, mientras rebuscaba entre unas radiografías y se dirigía al panel iluminado de la pared.
Legalmente, se consideraba intoxicación etílica un resultado de 0,10. De modo que Jason Underhill estaba considerablemente embriagado cuando saltó por encima de la barandilla del puente. «Al menos no se puso al volante de un coche —pensó Bartholemew—. Al menos se mató él solo».
—Mira aquí —le dijo la doctora, señalando una radiografía—. ¿Qué ves?
—¿Un pie?
—Por algo eres el que más cobra. Ven un momento. —Anjali despejó una de las mesas de laboratorio y dio unas palmadas encima—. Sube.
—No quiero…
—Sube, Bartholemew.
A regañadientes, él se subió encima de la mesa. Desde arriba veía la coronilla de Anjali.
—¿Y ahora qué?
—Salta.
Bartholemew dio un saltito sobre la mesa.
—Que saltes de la mesa, quiero decir.
Él abrió los brazos y saltó, agachándose al aterrizar en el suelo.
—Maldita sea, sigo sin ser capaz de volar.
—Has caído de pie —dijo Anjali—. Como la mayoría de la gente cuando salta. Cuando se nos presenta este tipo de suicidios, lo que nos muestran las radiografías son fracturas de tobillo y compresiones verticales de la columna vertebral. Cosas que no están presentes en la víctima.
—¿Entonces me estás diciendo que no cayó?