El décimo círculo (3 page)

Read El décimo círculo Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
11.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
1

Laura Stone sabía exactamente cómo descender al infierno.

Era capaz de trazar su geografía en las servilletas de las fiestas de los departamentos universitarios; de citar de memoria todos sus pasajes, ríos y recovecos; se tuteaba con sus pecadores. Como una de las mayores expertas en Dante del país, daba un curso sobre el tema todos los años y desde que obtuvo la plaza de profesora titular en el Monroe College. La asignatura 364 de inglés aparecía también en el listado de la guía del estudiante como Arde Fuego Arde, o ¿Qué demonios es el
Infierno
?, y era una de las asignaturas más populares del campus en el segundo trimestre, a pesar de que el poema épico de Dante,
La Divina Comedia
, no tuviera nada de divertido. A semejanza del trabajo de su marido Daniel, que no era propiamente un cómic ni tampoco un libro, el
Infierno
abarcaba todos los géneros de la cultura pop: romántico, terror, misterio, crimen. Y, como en las mejores historias, tenía cómo figura central a un héroe normal y corriente, que sencillamente no sabía cómo había llegado a serlo.

Observó a los estudiantes que llenaban el aula en el más absoluto silencio.

—No os mováis —les conminó—. Ni pestañeéis.

Junto a ella, sobre la tarima, un avisador con forma de huevo recorrió un minuto entero. Reprimió una sonrisa mientras contemplaba a los estudiantes, a quienes les había entrado la necesidad perentoria de estornudar, rascarse la cabeza o moverse en sus asientos.

De las tres partes de la obra maestra de Dante, el
Infierno
era la preferida de Laura como materia. ¿Quiénes mejor que los jóvenes postadolescentes para reflexionar acerca de la naturaleza de los actos y sus consecuencias? La historia era muy simple: en el transcurso de tres días, del Viernes Santo al Domingo de Resurrección, Dante recorría los nueve círculos del infierno, cada uno de ellos ocupado por pecadores peores que los del círculo precedente, hasta que al final salía al otro lado. Kl poema estaba plagado de maldiciones, llantos y demonios, de amantes que despotricaban y de traidores que devoraban los cerebros de sus víctimas… En pocas palabras, de elementos lo bastante gráficos para mantener el interés de los estudiantes universitarios de hoy… y proporcionarle a ella una distracción que la alejara de su vida real.

El avisador con forma de huevo sonó y toda la clase exhaló al unísono un suspiro.

—¿Bien? —preguntó Laura—. ¿Qué os ha parecido?

—Interminable —exclamó un estudiante.

—¿Alguien se atreve a decir cuánto tiempo os he cronometrado?

Hubo diversas especulaciones: dos minutos, cinco…

—Digamos sesenta segundos —dijo Laura—. Imaginaos ahora que estuvieseis congelados de cintura para abajo en un lago de hielo para toda la eternidad. Imaginad que el menor movimiento os helara las lágrimas de la cara y el agua que os rodea. Según Dante, Dios es fundamentalmente movimiento y energía, de modo que el castigo final para Lucifer es la más absoluta inmovilidad. En lo más profundo del infierno no hay fuego, ni azufre, tan sólo la más completa incapacidad de realizar cualquier acción. —Recorrió con la mirada el mar de rostros—. ¿Tiene Dante razón? Después de todo, estamos en el fondo mismo del embudo del infierno, y el demonio es el peor de todos. Que le arrebaten a uno la capacidad de hacer lo que quiere, cuando quiere, ¿es el peor castigo imaginable?

Y éste era, en resumen, el motivo por el que a Laura le gustaba tanto el
Infierno
de Dante. Sí, desde luego que se podría leer también como un estudio sobre religión o sobre política. Y no cabía duda de que era un relato acerca de la redención. Pero si lo analizabas un poco, también era la historia de un tipo que sufría la angustia de una crisis de la mediana edad, un tipo que reconsideraba las elecciones que había hecho a lo largo del camino.

Algo no muy diferente de lo que le pasaba a Laura.

Mientras Daniel Stone esperaba en la cola de coches que llegaba hasta el instituto, lanzó una mirada a la extraña que ocupaba el asiento del acompañante y trató de recordar la época en que había sido su hija.

—Vaya tráfico que hay hoy —le dijo a Trixie, en un intento por llenar el vacío que los separaba.

Trixie no respondió. Manipulaba el sintonizador de la radio, recorriendo una sinfonía de ruidos metálicos y retazos de canciones hasta que la apagó del todo. El cabello pelirrojo le caía como una herida sobre el hombro; tenía las manos escondidas en las mangas de su chaqueta North Face. Se volvió para mirar por la ventana, perdida en sus pensamientos, de los que Daniel no habría podido adivinar ni uno solo.

Últimamente parecía como si las palabras que intercambiaban sirvieran sólo para delimitar los silencios. Daniel comprendía mejor que nadie que en un abrir y cerrar de ojos uno podía reinventarse a sí mismo. Comprendía que la persona que uno había sido ayer podía no ser la de mañana. Pero esta vez era él quien quería aferrarse a lo que tenía en lugar de soltarlo.

—Papá —dijo ella, dirigiendo la vista al frente, donde volvía a moverse el coche que tenían delante.

Era un tópico y, sin embargo, Daniel había dado por sentado que la tradicional distancia que se abría entre los adolescentes y sus padres pasaría de largo sin afectarles a él y a Trixie. Su relación era diferente, al fin y al cabo, más estrecha que la de la mayoría de las hijas con sus padres, porque era a él a quien encontraba en casa todos los días. Había realizado las inspecciones de rigor en su botiquín del lavabo, en los cajones de su escritorio y debajo del colchón: no había encontrado drogas, ni condones. Sencillamente Trixie se estaba alejando de él a medida que crecía y, según se mirase, eso era aún peor.

Durante años había revoloteado por la casa sostenida por las alas de sus propias historias: cómo la mariposa que cuidaban en clase se había roto una ala por culpa de un chico que no la había cogido con cuidado; cómo un día en la escuela les habían dado pizza para comer, cuando en el programa decía que les tocaba fideos con pollo, y cómo de haberlo sabido no habría traído de casa otra cosa; cómo la letra
I
en cursiva era diferente de lo que había imaginado. Habían hablado tanto y con tanta fluidez que Daniel se sentía culpable por limitarse a asentir con la cabeza de vez en cuando, dejando de prestar atención al exceso. Entonces no sabía que debería haber atesorado aquellas palabras, como los pedacitos de cristal moldeados por el mar que escondía en el bolsillo de su abrigo de invierno para que le recordasen que alguna vez había sido verano.

Ese septiembre, se cumplía otro tópico, Trixie se había echado novio. Un tropel de fantasías habían asaltado a Daniel: en una se veía limpiando una pistola despreocupadamente cuando venían a recogerla para su primera cita; en otra compraba un cinturón de castidad por Internet. Sin embargo, en el curso de esas fantasías no se había planteado en ningún momento que ver cómo un chico pasaba una mano propietaria alrededor de la cintura a su hija le podría dar ganas de correr sin parar hasta que le reventaran los pulmones. Y tampoco había visto en ninguna de ellas el rostro de Trixie iluminado cuando el chico asomaba por la puerta, con la misma mirada que antaño le dedicara a él. De la noche a la mañana, la niña que improvisaba para los vídeos caseros de Daniel se movía como una zorra sin pretenderlo siquiera. De la noche a la mañana, los comportamientos y costumbres de su hija habían dejado de ser monos y habían empezado a ser terroríficos.

Su mujer no dejaba de recordarle que cuanto más tensara la cuerda, más se revolvería Trixie contra el lazo que la ahogaba. Al fin y al cabo, le señalaba Laura, rebelarse contra el sistema es lo que a ella la había llevado a salir con él. Así que cuando Trixie y Jason quedaron para ir a ver una película, Daniel se obligó a sí mismo a desearles que lo pasaran bien. Cuando ella se metió corriendo en su habitación para hablar en privado con su novio, él no se detuvo a escuchar al otro lado de la puerta. Le dio espacio vital, un espacio que, sin saber cómo, se había convertido en una distancia inconmensurable.

—¡¿Hola?! —dijo Trixie, arrancando de golpe a Daniel de su ensueño. Los coches de delante habían arrancado, y el policía local del cruce le hacía gestos furiosos para que pasaran.

—Bueno —dijo Daniel—. Ya era hora.

Trixie tiró de la manilla de la puerta.

—¿Me abres?

Daniel accionó con torpeza los seguros.

—Nos vemos a las tres.

—No necesito que vengas a recogerme.

Daniel trató de componer una amplia sonrisa.

—¿Te traerá Jason a casa?

Trixie recogió la mochila y la chaqueta.

—Sí —dijo—. Jason.

Cerró de golpe la portezuela de la furgoneta y se mezcló entre la multitud de adolescentes que se dirigían en masa hacia la puerta principal del instituto.

—¡Trixie! —la llamó Daniel por la ventana, tan alto que además de ella se volvieron otros jóvenes. La mano de Trixie se había cerrado en forma de puño contra el pecho, como si no quisiera dejar escapar un secreto. Lo miró expectante.

Habían jugado a un juego cuando Trixie era pequeña y estudiaban detenidamente las colecciones de cómics que él guardaba en el estudio para documentarse mientras dibujaba. «¿El mejor transporte?», le había retado ella, y Daniel había dicho: el «Batmóvil». «Ni hablar —le replicó Trixie—. El avión invisible de Wonder Woman».

«¿El mejor traje?».

«Wolverine», respondió Daniel, pero Trixie votó por el de Dark Phoenix.

Daniel se inclinó en el asiento hacia ella:

—¿El mejor superpoder? —le preguntó.

Ésa había sido la única respuesta en la que ambos habían estado de acuerdo: «Volar». Pero esta vez Trixie le miró como si se hubiera vuelto loco por acordarse de un juego estúpido de hacía mil años.

—Voy a llegar tarde —dijo, y se alejó caminando.

Los coches tocaban el claxon, pero Daniel no arrancó la furgoneta. Cerró los ojos, intentando recordar cómo era él a su edad. Con catorce años, Daniel vivía en un mundo diferente y hacía todo lo posible por discutir, mentir, engañar, robar y pelearse con tal de escaparse de él. A los catorce años había sido alguien a quien Trixie jamás hubiera reconocido como su padre. Daniel se había esforzado porque así fuera.

—Papá.

Daniel se volvió y se encontró a Trixie al lado de la camioneta. El sol se reflejó en el esmalte rosa de sus uñas cuando apoyó las manos en el borde de la ventanilla abierta.

—La invisibilidad —dijo, y volvió a mezclarse entre la multitud de chicos.

Trixie Stone había sido un fantasma durante catorce días, siete horas y treinta y seis minutos, aunque oficialmente no estaba llevando la cuenta. Aquello significaba que había estado paseándose por la escuela, sonriendo cuando se esperaba que debía hacerlo, simulando escuchar al profesor de álgebra cuando les habló de las propiedades conmutativas; e incluso se había sentado en la cafetería con los demás alumnos de noveno curso. Pero mientras los demás se reían durante la comida del peinado de las cocineras {o del despeinado}, Trixie había estado estudiándose las manos y preguntándose si alguien más se había dado cuenta de que cuando el sol te da en las palmas de las manos de una determinada manera, podías ver a través de la piel hasta los túneles atestados por los que circulaba la sangre. Corpúsculos. Deslizó la palabra en su boca como quien saborea un caramelo, aplastándola con la lengua contra el interior de las mejillas, de modo que si alguien le hubiera hecho una pregunta, ella habría tenido que negar con la cabeza, incapaz de hablar.

Los chicos que lo sabían (¿y quién no lo sabía ya?, las noticias se propagan como un incendio en un bosque) esperaban verla perder su precario equilibrio en cualquier momento. Trixie incluso había escuchado a una chica al pasar hacer una apuesta sobre cuánto tardaría en desmoronarse en público. Los estudiantes de instituto eran caníbales, se alimentaban de tu destrozado corazón mientras mirabas, y luego se encogían de hombros y te ofrecían una sangrienta sonrisa de disculpa.

El colirio ayuda. Y también la crema antihemorroides en las bolsas de los ojos, por desagradable que sea de imaginar. Trixie se levantaba a las cinco y media de la mañana y escogía con cuidado una capa doble de camisetas de manga larga y unos pantalones de franela, y se recogía el pelo en una desordenada cola de caballo. Le costaba una hora hacer que pareciera que acababa de levantarse de la cama, como si no hubiera perdido ni un minuto de sueño por lo que había sucedido. Esos días, toda su vida giraba en torno a conseguir que los demás creyeran que seguía siendo la persona que ya no era.

Trixie se paseaba por los pasillos en medio de un mar de ruidos: taquillas que rechinaban como dientes, chicos que hacían planes para la tarde gritando por encima de las cabezas de otros chavales de clases inferiores, monedas que salían de los bolsillos con destino a las máquinas expendedoras. Se volvió hacia una puerta y adoptó una actitud de dureza para afrontar los siguientes cuarenta y ocho minutos. La única clase que tenía con Jason, que era alumno del penúltimo año, era psicología. Era una asignatura optativa. Lo cual era una forma divertida de decir «Tú lo has querido».

Él ya estaba dentro, lo supo por el modo en que el aire se había cargado alrededor de su cuerpo como un campo eléctrico. Llevaba la camisa tejana descolorida que le había prestado en una ocasión en que le había salpicado coca-cola mientras estudiaban. Llevaba el pelo negro alborotado. «Te quedaría mejor con raya», solía decirle ella, y él se reía. «Ya cargo de lado otras cosas», le respondía él.

Percibía su olor: champú mezclado con chicle de menta, y, aunque parezca increíble, el vaho blanco y frío del hielo. El mismo olor de la camiseta que ella había ocultado en el fondo del cajón de los pijamas, esa que él no sabía que tuviera, la misma con que envolvía todas las noches la almohada antes de dormirse. Le ayudaba a materializar los detalles en sus sueños: el callo en la muñeca de Jason, fruto del roce de su recio guante de hockey; el aterciopelado sonido de su voz cuando ella le llamaba por teléfono y le despertaba; la forma en que él hacía girar el lápiz entre los dedos cuando estaba nervioso o se esforzaba en concentrarse.

El mismo gesto que había repetido cuando rompió con ella.

Respiró profundamente antes de pasar junto al asiento en que Jason estaba sentado con desgana, con los ojos fijos en las palabrotas que los alumnos habían grabado en el pupitre a lo largo de años de aburrimiento. Al pasar sintió cómo a él se le encendía la cara del esfuerzo que hacía por no mirarla. Era una sensación extraña pasar sin que él le tirara de las correas de la mochila hasta conseguir de ella toda su atención.

Other books

Takedown by Allison Van Diepen
Beck and Call by Abby Gordon
To Die For by Phillip Hunter
Hungry as the Sea by Wilbur Smith
Lord Ashford's Wager by Marjorie Farrell