Se preguntó qué estaría haciendo esa noche el falso Santa Claus del parque de recreo de New Hampshire. Probablemente era el único día del año que libraba.
Después de que se apagaran las luces, alguien se puso a cantar en el dormitorio
Noche de Paz
. Una voz frágil al principio, un junco zarandeado por el viento, pero al poco otra chica se le unió y luego otra más. Trixie oía su propia voz, incorpórea, flotando en el aire como un globo. «Todo duerme alrededor».
Había creído que lloraría la primera noche en el correccional, pero resultó que ya no le quedaban lágrimas. Cuando ya no hubo nadie que recordara la letra que faltaba, oyó a la niña de ocho años, que sollozaba mientras se dormía. Se preguntó cómo era el proceso por el que los árboles llegaban a petrificarse y si funcionaba del mismo modo con un corazón humano.
En la pequeña celda de detención en la que Laura había pasado las cuatro últimas horas, no había nada blando, sólo cemento y acero, y ángulos rectos. Se había quedado dormida y había soñado con lluvia y cirros, con pastel de bizcocho y copos de nieve… cosas que cedían cuando las tocabas.
Se preguntaba cómo estaría Trixie, allá donde la hubieran enviado. Y si Daniel estaba al otro lado de esa recia pared, si lo habían interrogado allí mismo, como la habían interrogado a ella.
Al ver a Daniel entrar en la estancia contigua, tras los pasos de un policía, Laura se puso de pie. Se apretó contra los barrotes y estiró el brazo hacia él. Daniel esperó a que se marchara el policía y entonces se volvió hacia Laura y pasó los brazos entre los barrotes.
—¿Estás bien?
—Te han soltado —dijo ella en voz baja.
Él asintió, mientras la sostenía por los antebrazos.
—¿Qué sabes de Trixie?
—La han llevado a un centro de reclusión de menores, al final de la calle.
Laura se soltó de él.
—No tenías por qué encubrir a Trixie —dijo.
—Me parece que ninguno de los dos estábamos dispuestos a dejar que la metieran en la cárcel.
—No la encerrarán —dijo Laura—. Porque fui yo quien mató a Jason.
Daniel se quedó mirándola fijamente, mientras se quedaba sin aire en los pulmones.
—¿Qué?
Ella se dejó caer sobre el banco de metal de la celda y se secó los ojos.
—La noche del Festival de Invierno, cuando Trixie desapareció, quedamos en que yo iría a casa y esperaría allí, por si ella volvía. Pero, cuando iba a buscar el coche, vi a alguien en el puente. Grité en voz alta el nombre de ella, pero, cuando se volvió, resultó que era Jason. —Laura lloraba con verdadero desconsuelo—. Estaba borracho. Se puso a decirme… que la mala furcia de mi hija le estaba arruinando la vida. Que le estaba arrumando la vida a él. Se irguió y vino hacia mí, y yo… yo me asusté y le empujé. Pero él perdió el equilibrio y cayó por encima de la baranda.
Laura se llevó de forma inconsciente la mano a la oreja mientras hablaba, y Daniel advirtió que el pequeño aro de oro que solía llevar había desaparecido. «La sangre. El cabello pelirrojo en el reloj de pulsera. Las huellas de botas en la nieve».
—Se le enganchó en el suéter. Me lo arrancó al caer —dijo Laura, siguiendo la mirada de Daniel—. Se quedó colgado de la barandilla, agarrado de una mano, y con la otra intentando alcanzarla. Miré hacia abajo… estaba tan aturdida… No dejaba de gritar, pidiéndome que lo ayudara. Le cogí de la mano… y entonces… —Laura cerró los ojos—. Entonces lo solté.
No era ninguna casualidad que el miedo pudiera llevar a una persona a cometer actos extremos, de una manera tan ciega como el amor. Eran gemelos emocionales. Si uno no sabía qué era lo que estaba en juego y qué podía perder, no tenía nada por lo que luchar.
—Me fui a casa y esperé a que volvierais Trixie y tú. Estaba segura de que la policía me encontraría antes de que llegarais. Tenía intención de contároslo.
—Pero no lo hiciste —dijo Daniel.
—Lo intenté.
Daniel recordaba que al volver con Trixie del Festival de Invierno, Laura estaba muy alterada. «Oh, Daniel —había dicho—. Ha pasado algo». En ese momento había creído que su mujer estaba igual de nerviosa que él por la desaparición de Trixie. Había entendido que Laura le hacía una pregunta, cuando en realidad estaba intentando darle una respuesta.
Laura se agarró la cintura.
—Al principio dijeron que se trataba de un suicidio, y llegué a pensar que tal vez lo había soñado todo, que las cosas no habían sucedido como yo pensaba. Pero luego Trixie huyó.
«Y ella misma se hizo culpable a los ojos de los demás —pensó Daniel—. Incluso a los míos».
—Deberías habérmelo dicho, Laura. Yo podría haberte…
—Odiado. —Ella sacudió la cabeza en señal de negación—. Tú siempre me habías tenido en un pedestal, Daniel. Pero cuando descubriste lo de… ya sabes a qué me refiero, mi aventura con otro… todo cambió. No podías ni mirarme a los ojos.
Cuando un esquimal yup’ik se encontraba con otra persona, desviaba la mirada. No era por falta de respeto, sino más bien todo lo contrario. La visión era algo que había que reservar para los momentos en que de verdad la necesitabas… cuando estabas de caza, cuando necesitabas de todas tus fuerzas. Era sólo cuando desviabas la vista de otra persona cuando obtenías su imagen más verdadera.
—Sólo quería que me miraras con los mismos ojos del pasado —dijo Laura con voz quebrada—. Sólo quería que todo fuera como antes. Por eso no pude decírtelo, a pesar de las muchas veces que lo intenté. Ya te había sido infiel. ¿Qué habrías hecho si te hubiera dicho que había matado a alguien?
—Tú no lo mataste —dijo Daniel—. No tuviste intención de que sucediera.
Laura sacudió la cabeza, apretando los labios con fuerza, como si tuviera miedo de hablar en voz alta. Y él comprendió, porque era algo que también había sentido, que, a veces, lo que deseamos se convierte en realidad. Y a veces eso es exactamente lo peor que podía suceder.
Se cubrió el rostro con las manos.
—Yo ya no sé qué era lo que quería, ni qué no. Es todo muy confuso. Ni siquiera soy capaz de reconocerme a mí misma.
La vida podía tomar diferentes formas mientras uno estaba ocupado luchando con los propios demonios. Sólo que si uno cambia al mismo paso que la persona que tiene a su lado, todo lo demás no importa en realidad. Uno se convierte en la constante del otro.
—Yo sí —dijo Daniel.
Había decidido que era posible, incluso en esos tiempos y a miles de kilómetros de distancia de cualquier poblado yup’ik, que las personas se convirtieran en animales y viceversa. El mero hecho de haber elegido abandonar un lugar no significaba que uno pudiera evitar llevárselo consigo. Un hombre y una mujer que vivían juntos el tiempo suficiente podían llegar a intercambiar sus rasgos, hasta encontrar partes de sí mismo en el otro. Y si uno expulsa de sí una personalidad determinada, es posible que descubra que se ha afincado en el corazón de la persona que más ama.
Laura levantó los ojos hacia él.
—¿Qué va a pasar ahora?
Él no conocía la respuesta a esa pregunta. Ni siquiera estaba seguro de saber cuáles eran las preguntas adecuadas. De momento sacaría a Trixie del correccional y se irían a casa. Buscaría el mejor abogado que pudiera. Y, tarde o temprano, cuando Laura volviera con ellos, reinventarían sus vidas una vez más. Tal vez no pudieran comenzar de cero, pero volverían a empezar.
Justo en ese momento, pasó un cuervo sobre la comisaría de policía y remontó el vuelo en el patio, imitando el sonido del agua corriente. Daniel observó con atención, como había aprendido a hacerlo en su vida anterior. Un cuervo podía ser muchas cosas, un creador, un estafador, según la forma que adoptara. Pero, cuando trazaba un semicírculo y quedaba de espaldas, sólo podía significar una cosa: traía buena suerte, para quien quisiera recogerla, siempre que hubiera visto dónde caía.
Solución:
«Nothing is easier than self deceit for what each man wishes that he also believes to be true».
– D
EMOSTHENES
«Nada es más fácil que el autoengaño. Lo que un hombre desea, también lo cree verdad».
D
EMÓSTENES
[1]
El mensaje está en inglés. Encontrarás la solución en la última página.
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[2]
Yupiit, yup’ik: denominación de origen esquimal que se refiere tanto a la lengua que hablan como al grupo étnico.
(N. del e.)
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