La esperanza es una patología propia de la pubertad, como el acné y la alteración hormonal. Quizá al mundo le suene cínico, pero sólo es un mecanismo de defensa, una pomada disimuladora de los granos, porque es condenadamente vergonzoso reconocer que, a pesar de las calabazas que te están dando, no te has rendido del todo.
Cuando Jason la vio, Trixie trató de fingir que no había visto el repentino cambio en su semblante: remordimiento o, quizá mejor, resignación. Prefirió concentrarse en el hecho de que caminaba solo en dirección a ella.
—Hey —dijo ella sin alterar la voz—. ¿Por qué no me llevas a casa?
Él dudó el tiempo suficiente para que ella se sintiera morir por dentro una vez más. El chico asintió con la cabeza y abrió el coche. Ella subió al asiento del acompañante mientras Jason soltaba la palanca del freno, giraba la llave de encendido y ponía la calefacción. A Trixie le venían a la cabeza un millar de preguntas: «¿Cómo ha ido el entrenamiento? ¿Crees que volverá a nevar? ¿Me echas de menos?», pero era incapaz de hablar. Era demasiado estar allí sentada en aquel asiento rosa, a un palmo de distancia de Jason, igual que había estado, en ese mismo coche, un centenar de veces antes.
Salieron del aparcamiento y él se aclaró la garganta.
—¿Estás mejor?
«¿Mejor que qué?», pensó ella.
—Te fuiste de la clase de psico esta mañana —le recordó Jason.
Le parecía que esa clase había sido hacía siglos. Trixie se recogió el pelo detrás de la oreja.
—Sí —dijo bajando la mirada.
Trixie se acordó de cuando solía agarrar el cambio de marchas, para que cuando Jason lo cogiera se encontrara con su mano. Deslizó entonces la palma de la mano bajo el muslo y se aferró al asiento para no hacer ninguna estupidez.
—Bueno, ¿y qué hacías ahí? —dijo Jason.
—Quería preguntarte una cosa. —Trixie respiró hondo intentando infundirse valor—. ¿Cómo lo haces?
—¿Hacer el qué?
—Todo. Ya sabes, ir a clase y al entrenamiento, pasar el día. Comportarte como… como si no hubiera importado nada.
Jason masculló entre dientes y detuvo el coche. Luego alargó la mano y le pasó el pulgar por la mejilla. Hasta ese momento ella no se había dado cuenta de que estaba llorando.
—Trix —suspiró él—, sí que ha importado.
Las lágrimas eran más copiosas.
—Pero yo te quiero —dijo Trixie.
No había una manera fácil de darle a un interruptor y cortar el flujo de sentimientos, de contener los recuerdos que se le desparramaban como ácido en el estómago porque su corazón no sabía ya qué hacer con ellos. No podía culpar a Jason; tampoco ella se gustaba en aquel estado. Pero no podía retroceder para volver a ser la chica que había sido antes de conocerle; esa chica se había ido. ¿Dónde quedaba ella entonces?
Jason vacilaba, lo veía. Cuando él se inclinó para tomarla entre los brazos, ella hundió la cabeza en su cuello, la boca pegada a la sal de su piel. «Gracias», musitó, a Dios, a Jason o quizá a ambos.
Las palabras de él hicieron que se le erizara el pelo junto a las orejas.
—Trixie, tienes que dejarlo ya. Lo nuestro se ha acabado.
La frase o, mejor dicho, la sentencia cayó entre los dos como la hoja de una guillotina. Trixie se separó de él, enjugándose los ojos con la mullida manga del abrigo.
—Si se trata de lo nuestro —dijo en un susurro—, ¿cómo es que eres tú el que decide?
Al ver que él no respondía, no podía responder, ella se volvió a mirar por el parabrisas. Resultaba que no habían salido del recinto del aparcamiento. No habían ido a ninguna parte.
Durante el trayecto hasta casa, Laura planeó el modo en que le daría la noticia a Seth. Por halagador que fuera que un hombre de veintitantos años encontrara atractiva a una mujer de treinta y ocho, también estaba nial: Laura era su profesora, estaba casada, era madre. Ella pertenecía a una realidad hecha de reuniones académicas, artículos que se publicaban y comisiones de expertos en el despacho del decano de humanidades, por no mencionar las reuniones de padres de alumnos del instituto de Trixie y las preocupaciones por el envejecimiento de su propio cuerpo y por si podía ahorrarse algo de dinero con el operador de telefonía móvil si cambiaba de empresa. Se decía a sí misma que ya no le importaba si Seth hacía que se sintiera como una fruta en sazón, algo que no recordaba haber experimentado durante los últimos diez años con Daniel.
Resultaba que hacer algo malo era una inyección de adrenalina que embriagaba el cerebro. Seth era oscuro, escabroso, imprevisible, y… oh, Dios, sólo de pensar en él se ponía a correr demasiado. Por el contrario, el marido de Laura era el hombre más sólido, fiable y apacible de todo Maine. No se olvidaba ni una sola vez de sacar el cubo de basura para reciclar, dejaba preparado el café por la noche porque ella tenía un humor de perros hasta que no tomaba algo por la mañana, no se había quejado ni una sola vez por haber tardado diez años más de lo que él hubiese querido en hacerse un nombre en la industria del cómic al haber accedido a ser el cónyuge que se quedaba en casa. Podía parecer ridículo, pero, a veces, cuanto más perfecto era él, más se enojaba ella, como si la generosidad de su marido sólo existiera para destacar su propio egoísmo. Claro que de todo ello sólo podía echarse la culpa a sí misma… ¿No era ella la que le había dado un ultimátum, la que le había dicho que tenía que cambiar?
El problema era, si quería ser sincera consigo misma, que, cuando le había pedido que cambiara, había pensado de manera exclusiva en lo que creía que ella necesitaba. Había olvidado hacer inventario de todas las cosas que iba a perder. Lo que más le había gustado de Seth —la euforia de hacer algo prohibido, la conciencia de que las mujeres como ella no se relacionan con tipos como él— era exactamente lo mismo que en su día le había hecho enamorarse de Daniel.
Había coqueteado con la idea de contárselo a Daniel, pero ¿qué iba a conseguir, salvo hacerle daño? En lugar de eso, le compensaría por exceso. Lo mataría de tanta dulzura. Sería la mejor esposa, la mejor madre, la amante más solícita. Le devolvería lo que esperaba que él jamás se diera cuenta que le había faltado.
Hasta Dante decía que, una vez atravesado el infierno, podías escalar hasta el paraíso.
Laura vio una salva de destellos luminosos por el espejo retrovisor.
—Maldita sea —masculló, deteniéndose a un lado mientras el coche patrulla de la policía se colocaba con suavidad tras su Toyota.
Un oficial se acercó hasta ella, su alta silueta recortada contra las luces delanteras del vehículo oficial.
—Buenas noches, señora, ¿se ha dado cuenta de que conducía a más velocidad de la permitida?
«Se ve que no», pensó Laura.
—Voy a tener que pedirle su permiso de conducir y… ¿Profesora Stone? ¿Es usted?
Laura entornó los ojos y escudriñó el rostro del agente. No sabía ubicarlo, pero era lo bastante joven para ser alumno o ex alumno suyo. Le ofreció la más humilde de sus expresiones. ¿Le habría puesto una nota lo bastante alta para librarse de la multa?
—Bernie Aylesworth —dijo él con una sonrisa—. Asistí a su curso sobre Dante el último año de mi licenciatura, allá por el 2001. El año anterior me había quedado sin plaza.
Ella sabía que era popular como profesora, su asignatura sobre Dante tenía un nivel de aceptación más, alto incluso que las clases de Introducción a la física, en las que Jeb Wetherby disparaba cañonazos sobre monos para explicar la cinética de los proyectiles. En la
Guía prohibida de Monroe College
se la calificaba como la profesora a la que los estudiantes habrían elegido para ir a tomar una cerveza. «¿La habría leído Seth?», pensó de repente.
—Por esta vez le haré sólo una advertencia —dijo Bernie, y Laura se preguntó dónde estaría ese hombre seis meses atrás, cuando lo había necesitado de verdad. Le entregó un pedazo de papel en blanco y sonrió—. Bueno, ¿y adónde iba tan de prisa?
«No iba —pensó ella—, volvía».
—A casa —repuso—. Volvía a casa.
Esperó a que el agente hubiera subido de nuevo al coche patrulla para poner el intermitente —como señal de arrepentimiento, si cabía alguno—, y se incorporó a la leve curva de la carretera. Se mantuvo dentro de los límites de velocidad, con los ojos clavados al frente, y siguió conduciendo con el cuidado que uno pone cuando sabe que alguien está mirando.
—Salgo —dijo Laura en el momento en que entraba por la puerta.
Daniel levantó los ojos del mármol de la cocina, donde cortaba brócoli para la cena. En los fogones había pollo con ajos friéndose.
—Si acabas de llegar —dijo.
—Ya lo sé. —Laura levantó la tapa de la sartén y aspiró—. Huele muy bien. Ya me gustaría poder quedarme.
Daniel no habría sabido determinar qué era lo que veía diferente en ella, pero pensaba que tenía que ver con el hecho de que, cuando ella había dicho que quería quedarse en casa, él la había creído… La mayoría de las veces si se excusaba por ausentarse, era una mera formula de cortesía.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Laura dio la espalda a Daniel y se puso a repasar el correo.
—Ese asunto del que te hablé del departamento.
Laura no le había hablado de nada; él sabía que no le había dicho nada. Se quitó la bufanda y el abrigo, y los dejó doblados sobre una silla. Llevaba un traje negro y las botas Sorel, que iban dejando un rastro de pequeños charcos de nieve sobre el suelo de la cocina.
—¿Cómo está Trixie?
—Está en su habitación.
Laura abrió la nevera y llenó un vaso de agua.
—La poetisa loca está intentando dar un golpe de Estado —dijo—. Ha estado hablando con los profesores titulares. No creo que sepa que… —De repente se oyó un ruido y Daniel se volvió justo a tiempo de ver cómo el vaso se hacía añicos contra las baldosas del suelo. Se formó un charco de agua que se extendió y se filtró por debajo del borde de la nevera—. ¡Maldita sea! —exclamó Laura, arrodillándose para recoger los fragmentos.
—Déjalo, ya lo hago yo —dijo Daniel, poniendo servilletas de papel para absorber el agua derramada—. Tienes que echar el freno. —Al mirar a Laura vio que se había cortado—. Te has hecho sangre.
Laura se contemplaba el corte en la parte carnosa del pulgar como si perteneciera a otra persona. Daniel le cogió la mano y se la envolvió con un paño limpio. Estaban arrodillados en el suelo, apenas a unos centímetros, observando cómo la sangre calaba el tejido a cuadros.
Daniel no recordaba cuándo había sido la última vez que Laura y él habían estado tan cerca el uno del otro. Había muchas cosas que no recordaba, como el sonido de la respiración de su mujer cuando se daba la vuelta, abandonándose al sueño, o la media sonrisa que afloraba a sus labios como un secreto cuando algo la cogía por sorpresa. Había intentado decirse a sí mismo que Laura estaba muy ocupada, como siempre a comienzos de un trimestre académico. No se preguntaba si podía tratarse de algo diferente porque no quería escuchar la respuesta.
—Tenemos que curar esto —dijo Daniel. Los huesos de su muñeca eran ligeros y finos en su mano, delicados como porcelana.
Laura se liberó de un tirón.
—Estoy bien —insistió, y se incorporó—. No es más que un rasguño.
Por un instante, ella se lo quedó mirando, como si también supiera que había pendiente toda una conversación que ambos habían decidido no tener.
—Laura. —Daniel se puso de pie, pero ella se volvió.
—De verdad, tengo que cambiarme —dijo.
Daniel vio cómo se iba y luego oyó sus pasos en la escalera, en el piso de arriba. «Ya has cambiado», pensó.
—Dime que no lo has hecho —dijo Zephyr.
Trixie se subió las mangas y se quedó mirando los cortes en los brazos. Una roja telaraña de remordimientos.
—En ese momento me pareció buena idea —dijo—. Me había puesto a caminar y había ido a parar a la pista de hielo, por casualidad… Me pareció una señal. Si sólo pudiéramos hablar…
—Trixie, en este momento Jason no quiere hablar. Lo único que quiere es una orden de alejamiento. —Zephyr suspiró—. Pareces Glenn Close en
Atracción fatal
.
—¿Atracción fatal?
—Es una vieja película. ¿Has visto alguna donde no salga Paul Walker?
Trixie se encajó el teléfono entre el hombro y la oreja y le quitó la tapa a la cuchilla que había cogido del escritorio de su padre. Apareció la hoja, un minúsculo trapezoide plateado.
—Haría cualquier cosa por hacer que volviera.
Cerrando los ojos, Trixie presionó la hoja en el brazo izquierdo. Contuvo la respiración e imaginó que abría una válvula, para liberar una presión insoportable.
—¿Vas a seguir quejándote de lo mismo hasta que nos graduemos? —preguntó Zephyr—. Porque entonces voy a tener que tomar cartas en el asunto a mi manera.
¿Y si su padre llamaba a la puerta en ese momento? ¿Y si alguien, incluso Zephyr, descubría que hacía esas cosas? Tal vez no fuera alivio lo que sentía, sino vergüenza. Ambas cosas te hacían quemarte por dentro.
—Bueno, ¿quieres que te ayude o no? —le preguntaba Zephyr.
Trixie pegó la palma de la mano sobre el corte, restañando la hemorragia.
—¿Hola? —decía Zephyr—. ¿Sigues ahí?
Trixie levantó la mano. La sangre en la palma de la mano era limpia y brillante.
—Sí —suspiró—. Supongo que sí.
—Justo a punto —dijo Daniel al oír los pasos de Trixie bajando la escalera. Colocó dos platos encima de la mesa de la cocina y se volvió para encontrársela con el abrigo puesto y la mochila al hombro. La melena le asomaba por debajo de la gorra de lana a rayas.
—Oh —exclamó al ver la mesa puesta—. Zephyr me ha invitado a dormir a su casa.
—Puedes ir después de cenar.
Trixie se mordió el labio inferior.
—Es que su madre nos habrá preparado la cena.
Daniel conocía a Zephyr desde que tenía siete años. Sentado en la sala de estar, las había visto a ella y a Trixie imitar los movimientos de las
cheerleaders
después de una tarde de juego, mover los labios en sincronía con las canciones de la radio o caerse haciendo el tonto. Le parecía oírlas todavía con sus juegos de dar palmas.
Hacía una semana, al entrar con una bolsa de la compra, Daniel se había encontrado en la cocina a una desconocida inclinada sobre un catálogo. «Vaya pintas», había pensado, hasta que se había incorporado y había resultado ser Zephyr.