—No, señor Stone —había respondido la secretaria—, pero le llamaré si aparece.
Trixie seguía durmiendo mientras la historia entraba en la redacción, mientras se imprimía. Continuaba dormida mientras los ejemplares del periódico se ataban con cuerdas, se distribuían en las furgonetas, y se arrojaban desde las ventanas de las maltrechas Honda de los repartidores. Seguía dormida la mañana siguiente, cuando todos los habitantes de Bethel leyeron la página principal. Aunque para entonces, ya sabían por qué habían ido a buscar a Jason Underhill antes del partido de hockey del instituto de Bethel el día anterior. Sabían que Roy Underhill había contratado a un abogado de Portland para que defendiera a su hijo y le decía a todo el mundo que quisiera escucharle que a su hijo le habían tendido una trampa. Y, aunque el artículo estaba escrito con la suficiente ética profesional para no referirse en ningún momento a ella por su nombre, todo el mundo sabía que era Trixie Stone, dormida aún, la que había desencadenado aquella tragedia.
Como Jason tenía diecisiete años, el juez del tribunal del distrito actuaba como juez de menores. Y, como Jason tenía diecisiete años, el juicio no era público. Jason llevaba un flamante
blazer
nuevo y una corbata que su madre le había comprado para las entrevistas de la universidad. Se había cortado el pelo. Su abogado se había asegurado de que así fuera, decía que a veces las decisiones de un juez pueden depender de cosas tan frívolas como si puede verte o no los ojos.
Dutch Oosterhaus, su abogado, tenía unas maneras tan suaves que Jason estaba tentado de mirar de vez en cuando al suelo cuando pasaba, para ver si había dejado una estela brillante. Calzaba zapatos que chirriaban y llevaba camisas con gemelos. Pero su padre decía que Dutch era el mejor abogado del estado y que sería capaz de deshacer todo aquel embrollo.
Jason no sabía qué demonios intentaba sacar Trixie de todo aquello. Ambos lo habían hecho, lo habían deseado los dos… había habido consentimiento, había dicho Dutch. Si ésa era la manera en que ella transmitía un no, entonces se trataba de un idioma extranjero que a Jason jamás le habían enseñado.
Y sin embargo… Jason trataba de disimular el temblor de manos ocultándolas bajo la mesa. Intentaba aparentar seguridad, y quizá incluso un punto de irritación, cuando en realidad estaba tan asustado que le parecía que podía ponerse a vomitar en cualquier momento.
Al ver a la fiscal del distrito en su mente se formó la imagen de un tiburón. Tenía un rostro ancho y aplastado, y el pelo rubio casi blanco, pero eran los dientes los que le conferían esa imagen de escualo: grandes y afilados, como si tuvieran ganas de hincarse en una persona y desgarrarla. Se llamaba Marita Soorenstad, y tenía un hermano que había sido una leyenda hacía unos diez años en el equipo de hockey de Bethel, aunque eso no parecía haber influido favorablemente en absoluto respecto a Jason.
—Señoría —dijo—, aunque el estado de Maine no pide que el acusado sea mantenido en un centro de detención, sí hay algunas condiciones que deseamos solicitar. Nos gustaría contar con la garantía de que no tendrá ningún contacto con la víctima o sus familiares. Preferiríamos que iniciara un programa para el tratamiento de las drogas y el alcohol. Con excepción del día universitario de los institutos, al estado le gustaría solicitar que no se permita al acusado abandonar su domicilio… lo cual incluye la asistencia a eventos deportivos.
El juez era un hombre mayor que llevaba el pelo espantosamente peinado de lado encima de la cabeza calva.
—Voy a elegir y determinar las condiciones de su puesta en libertad, señor Underhill. Si viola usted cualquiera de ellas, será enviado a Portland, donde se le mantendrá encerrado. ¿Lo ha comprendido?
Jason tragó saliva y asintió con la cabeza.
—No se le permite tener ningún contacto con la víctima ni con sus familiares. Deberá estar en la cama, solo, a las diez de la noche. Evitará todo consumo de drogas y de alcohol, y comenzará a recibir sesiones preceptivas de asesoramiento de prevención de toxicomanías. En cuanto a la petición por parte de la representante del estado de arresto domiciliario… me inclino a desestimarla. No hay ninguna necesidad de acabar con las posibilidades de los Bucaneros de repetir victoria en el campeonato del estado cuando el pabellón esté repleto de gente, lo que facilitará una adecuada vigilancia. —Cerró el dossier—. Se levanta la sesión.
Jason oía llorar a su madre a sus espaldas. Dutch empezó a recoger sus papeles y cruzó el pasillo entre los bancos para hablar con el Tiburón. Jason pensaba en Trixie, que le besó primero esa noche en casa de Zephyr. Veía de nuevo a Trixie, horas antes del encuentro, sollozando en su coche, diciéndole que sin él su vida no tenía sentido.
¿Ya tenía planeado entonces acabar con él?
Dos días después de la agresión sexual, Trixie sentía que su vida se resquebrajaba siguiendo la falla abierta por la violación. La antigua Trixie Stone solía ser una persona que soñaba con volar y que deseaba, cuando fuera lo bastante mayor, saltar desde un avión y probarlo. La nueva Trixie ni siquiera era capaz de dormir con la luz apagada. A la Trixie de antes le gustaba llevar camisetas muy ceñidas; la Trixie de ahora iba al armario de su padre a buscar una sudadera bajo la que poder esconderse. La Trixie de antes a veces se duchaba dos veces un mismo día, para oler al jabón en forma de figuritas que su madre siempre le metía en el calcetín navideño; la Trixie de ahora se sentía sucia, por muchas veces que se frotara. La antigua Trixie sentía que formaba parte de un grupo; la nueva Trixie se sentía sola, aunque estuviera rodeada de gente. Si la Trixie de antes le hubiera echado una ojeada a la Trixie de ahora, la habría despachado como a una completa fracasada.
Llamaron a la puerta. Eso también era algo nuevo; antes su padre asomaba la cabeza sin esperar respuesta, pero ahora incluso él se había dado cuenta de que ella se asustaba hasta de su propia sombra.
—Hey —dijo—. ¿Te apetece un poco de compañía?
No le apetecía, pero asintió con la cabeza, pensando que se refería a él, hasta que abrió la puerta del todo y apareció aquella mujer, Janice, la abogada especializada en agresiones sexuales que había estado en el hospital con ella. Llevaba un jersey con un dibujo de una calabaza de Halloween, aunque quedaba mucho más cercana la Navidad, y una cantidad de sombra de ojos suficiente para maquillar a un batallón de supermodelos.
—Oh —dijo Trixie—, es usted.
Sonó maleducada, pero le sorprendió sentir que una pequeña chispa se iluminaba en el fondo de su corazón. No lo habría dicho, pero comportarse como una bruja la hacía sentirse bien, casi como una solución de compromiso que compensara y disimulara el no poder volver a ser la misma nunca más.
—Bueno… humm, será mejor que os deje hablar a las dos —dijo el padre de Trixie y, aunque ella trató de enviarle silenciosos mensajes urgentes con los ojos para que no la dejara a solas con esa mujer, él no captó el SOS.
—Bien —dijo Janice después de que él cerrara la puerta—, ¿cómo lo llevas?
Trixie se encogió de hombros. ¿Cómo era posible que no se hubiera percatado en el hospital de lo mucho que le fastidiaba la voz de esa mujer? Una soprano zen.
—Supongo que aún estás… abrumada. Eso es absolutamente normal.
—Normal —repitió Trixie con sarcasmo—. Sí, así es exactamente como me describiría a mí misma en estos momentos.
—Lo normal es relativo —dijo Janice.
Si era relativo, pensó Trixie, entonces era el pariente loco con el que nadie podía soportar estar en las reuniones familiares, ese que habla en tercera persona para referirse a sí mismo, que sólo come cosas raras y del que todo el mundo se ríe en el camino de vuelta a casa.
—Parece lejos, pero paso a paso, se llega…
Durante las últimas cuarenta y ocho horas, Trixie se había sentido como si nadara bajo el agua. Oía a la gente hablar, pero, por lo que entendía, podían haber hablado en serbocroata. Y cuando había demasiado silencio, estaba segura de oír la voz de Jason, suave como el humo, las volutas infiltrándose en sus oídos.
—Cada día se te hará un poquito más fácil —le decía Janice, y de súbito Trixie la odió con toda su alma. ¿Qué diablos podía saber esa Janice? Ella no estaba allí postrada, tan cansada que hasta le dolía el tuétano. No entendía que Trixie, incluso en ese momento, desearía poder dormir, porque lo único que esperaba del día con ilusión eran los cinco segundos inmediatamente después de despertar por la mañana durante los cuales aún no le habían vuelto los recuerdos a la memoria.
—A veces ayuda sacarlo fuera —sugirió Janice—. Tocar algún instrumento. Gritar en la ducha. Escribirlo en un diario.
Lo último que deseaba Trixie era poner por escrito lo que había pasado, a no ser que fuera para quemarlo después.
—Hay muchas mujeres a las que les ha ayudado hacer terapia de grupo…
—¡Claro! ¡Y nos sentamos todas y nos explicamos las unas a las otras cómo nos sentimos como una mierda! —explotó Trixie. Lo único que quería era que Janice se volviera arrastrándose al agujero de donde sea que saliesen todos los buenos samaritanos de este mundo. Y que no pudiera albergar ni remotamente la maldita esperanza de poder volver a colarse en su habitación, en su vida, en este mundo—. ¿Sabe una cosa? —le dijo—, a lo mejor tiene razón, pero me parece que antes preferiría contemplar la idea del suicidio o algo igual de divertido. No necesito que meta las narices en mi vida.
—Trixie…
—¡No tiene ni idea de cómo me siento! —gritó Trixie—. Así que no se quede ahí haciendo como que las dos estamos metidas en esto. No era usted la que estaba allí aquella noche. Era yo y nadie más.
Janice dio un paso adelante y se acercó tanto a Trixie que ésta podría haberla tocado.
—Fue en 1972 y yo tenía quince años. Volvía a casa andando, había cogido un atajo que cruzaba el patio de la escuela elemental. Me encontré a un hombre, que me dijo que se le había escapado el perro. Me preguntó que si quería ayudarle a buscarlo. Me hizo mirar debajo del tobogán, y allí me tiró al suelo y me violó.
Trixie la miraba fijamente, sin habla.
—Me tuvo allí tres horas. Durante todo ese tiempo, lo único que era capaz de pensar era que siempre iba allí a jugar a la salida del colegio. Los chicos y las chicas jugábamos separados en los columpios. Nos retábamos, íbamos corriendo hasta el territorio de los chicos y luego volvíamos a refugiarnos en el nuestro.
Trixie bajó la mirada.
—Lo siento —dijo en un susurro.
—Se sale, paso a paso… —dijo Janice.
Ese fin de semana, Laura aprendió que no hay árbitros cósmicos. No es posible pedir tiempos muertos, ni siquiera cuando tu mundo se ha conmocionado de tal modo que te ha dejado sin sentido. Hay que seguir vaciando el lavavajillas, y la cesta de la ropa sucia está a rebosar, y la antigua compañera de instituto con la que hacía seis meses que no hablabas te llama para intercambiar novedades, sin comprender que no estás para contarle los últimos acontecimientos sin desmoronarte. Y los doce estudiantes de tu seminario te esperan el lunes por la mañana.
Laura había contado con arropar a Trixie, con protegerla mientras se lamía las heridas. Sin embargo, lo que quería Trixie era estar a solas consigo misma, lo que había dejado a Laura vagando por una casa que era en realidad territorio de Daniel. Aún seguían con una peculiar danza evasiva, cuya coreografía consistía en abandonar un lugar cuando el otro estaba, a no ser que tuvieran que comunicarse algo de verdad.
—Creo que voy a pedir unos días de permiso en la facultad —le había dicho a Daniel el domingo, mientras él leía el periódico.
Pero, horas más tarde, cuando ambos estaban uno en cada extremo de la cama, con el omnipresente tema del lío amoroso de Laura cómodamente instalado entre ambos, él había vuelto sobre la cuestión.
—Quizá sería mejor que no lo hicieras —dijo.
Ella le miró con atención, sin estar segura de lo que quería dar a entender. ¿Prefería no tenerla rondando las veinticuatro horas del día porque le resultaba violento? ¿Insinuaba que a ella le importaba más su carrera que su hija?
—Puede que a Trixie le ayude más —añadió— ver que las cosas siguen como siempre.
Laura se quedó mirando una mancha en forma de pingüino en el techo.
—¿Y si me necesita?
—Entonces ya te llamaría yo —repuso Daniel con frialdad—. Y podrías venir en seguida.
Esas palabras eran una bofetada: la última vez que la había llamado, ella no había respondido.
A la mañana siguiente, Laura buscó un par de medias y una de las faldas que se ponía para ir a la facultad. Se preparó un desayuno que pudiera tomarse en el coche y le dejó una nota a Trixie. Mientras conducía, se dio cuenta de que cuanta más distancia ponía entre sí misma y su hogar más ligera se sentía, hasta tal punto que cuando llegó a la verja de entrada de la facultad estaba segura de que lo único que la mantenía anclada era el cinturón de seguridad.
Cuando Laura entró en el aula, los estudiantes estaban ya sentados en torno a la mesa, enzarzados en una acalorada discusión. Había echado de menos esa fácil comprensión de quién era, a qué lugar pertenecía, el confort de la discusión intelectual… Del otro lado de la puerta llegaban retazos de la conversación. «Me lo ha dicho mi primo, que va al instituto… crucificada… la que se le viene encima». Por un momento Laura se quedó dudando fuera del aula, preguntándose cómo había podido ser tan ingenua para creer que aquello tan horrible le había pasado a Trixie, cuando en realidad les había pasado a los tres. Respiró profundamente y entró en la sala, donde doce pares de ojos se volvieron hacia ella en completo silencio.
—No dejen la discusión por mí —dijo sin alterar la voz.
Los estudiantes se revolvieron en sus asientos, incómodos. Laura se moría de ganas por regresar a su terreno conocido, el académico, un espacio tan fijo e inmutable que Laura podía estar segura de reanudar las cosas allí donde las había dejado, pero, para su sorpresa, parecía como si hubiera dejado de encajar. La facultad era la misma y también los estudiantes. Era ella la que había cambiado.
—Profesora Stone —dijo uno de los estudiantes—, ¿está bien?
Laura parpadeó mientras los rostros recobraban definición ante ella.
—No —dijo, agotada de pronto ante la idea de tener que seguir engañando a más gente—. No lo estoy.