El décimo círculo (34 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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«Sí me molesta», pensó Daniel. Pero acompañó al detective a la sala de estar y le ofreció asiento.

—¿Dónde está el resto de la familia?

—Laura en la facultad —dijo Daniel—. Trixie está arriba con una amiga.

—¿Cómo recibió la noticia de la muerte de Jason Underhill?

¿Cuál era la respuesta adecuada a esa pregunta? Daniel barajó mentalmente diferentes posibilidades antes de contestar con prudencia.

—La afectó mucho. Creo que se siente en parte responsable.

—¿Y usted, señor Stone? —preguntó el policía.

Pensó en la conversación que había mantenido con Laura esa mañana.

—Yo quería que recibiera su castigo por lo que había hecho —dijo Daniel—. Pero jamás le deseé la muerte.

El detective se quedó mirándole durante un largo minuto.

—¿Es eso cierto?

Se oyó un ruido sordo en el piso de arriba y Daniel alzó los ojos. Trixie y Zephyr llevaban una hora en la habitación de su hija. La última vez que Daniel había ido a ver lo que hacían estaban hojeando revistas y comiendo galletas.

—¿Vio usted a Jason el viernes por la noche? —preguntó el detective Bartholemew.

—¿Por qué?

—Estamos intentando reconstruir el momento aproximado en que se produjo el suicidio.

Daniel sintió que sus pensamientos retrocedían en un vertiginoso movimiento en espiral. ¿Le había contado algo Jason a la policía sobre el incidente en el bosque? ¿Había reconocido a Daniel el conductor del coche que los había iluminado al pasar por el aparcamiento? ¿Había habido otros testigos?

—No, no vi a Jason —mintió Daniel.

—Humm. Yo hubiera jurado que lo vi en la ciudad.

—Es posible. Fui con Trixie al súper a comprar un poco de queso, íbamos a hacer pizza para cenar.

—¿Hacia qué hora?

El detective se sacó del bolsillo un bloc y un lápiz, un gesto que dejó a Daniel un momento inmóvil.

—Hacia las siete —dijo—. Puede que fueran las siete y media. Fuimos a la tienda y nos marchamos en seguida.

—¿Y su esposa?

—¿Laura? Estaba en la facultad, trabajando, y luego vino a casa.

Bartholemew anotó algo en el bloc.

—De modo que ninguno de ustedes se cruzó casualmente con Jason.

Daniel negó con la cabeza.

Bartholemew se guardó de nuevo la libreta en el bolsillo de la camisa.

—Bueno —dijo—, es todo.

—Lamento no haber podido ayudarle —repuso Daniel mientras se levantaba.

El detective hizo lo mismo.

—Debe de ser un alivio para usted. Evidentemente, su hija ya no tendrá que testificar.

Daniel no sabía qué responder. El hecho de que el proceso por violación no siguiera adelante no significaba que Trixie pudiera hacer borrón y cuenta nueva sin más. Quizá no tuviera que testificar, pero tampoco iba a ser la misma de antes.

Bartholemew se dirigió hacia la puerta de la casa.

—Menuda locura, el viernes por la tarde en el centro, con el Festival de Invierno y todo lo demás —comentó—. ¿Pudo conseguir lo que quería?

Daniel enmudeció un instante.

—Perdón, ¿cómo dice?

—El queso. Para la pizza.

Esbozó una sonrisa forzada.

—Salió a la perfección —dijo Daniel.

Cuando Zephyr se marchó al cabo de un rato, Trixie se ofreció a acompañarla a la puerta. Se quedó en el camino de entrada, tiritando, porque no se preocupó de ponerse un abrigo. El sonido de los tacones de Zephyr fue apagándose, hasta que Trixie dejó de verla. Estaba a punto de volverse cuando oyó una voz a sus espaldas.

—Es bueno tener a alguien que vela por ti, ¿verdad?

Trixie se volvió en redondo y se encontró con el detective Bartholemew en el jardín de delante de la casa. Parecía congelado, como si llevara un rato esperando.

—Me ha asustado —dijo la joven.

El detective señaló con la cabeza hacia la manzana de casas.

—Veo que tú y tu amiga volvéis a estar bien.

—Pse, mejor. —Se abrazó a sí misma para darse calor—. ¿Ha venido… a hablar con mi padre?

—Ya he hablado con él. No sé si podría hablar contigo también…

Trixie miró a una de las ventanas del piso de arriba, en la que resplandecía una luz amarilla, tras la cual sabía que su padre estaba trabajando todavía. Deseó que estuviera allí abajo con ella. Él habría sabido qué decir, y qué no.

Cuando un policía quiere hablar contigo, tienes que hablar con él, ¿no? Si le dices que no, sabrá al instante que hay algo que no está bien.

—Bueno —dijo Trixie—. Pero ¿podemos entrar?

Tuvo una sensación extraña al acompañar al detective al zaguán de casa. Le parecía como si le agujereara la camisa por detrás con la mirada, como si supiera algo de ella que ni siquiera ella misma sabía.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó el detective Bartholemew.

De forma instintiva, Trixie se bajó las mangas para ocultar los cortes recientes que se había abierto en la ducha.

—Estoy bien.

El detective Bartholemew se sentó en un banco de madera.

—No debes culparte… por lo que le ha pasado a Jason.

Las lágrimas se le agolparon en la garganta, oscuras y amargas.

—¿Sabes? Me recuerdas un poco a mi hija —dijo el detective. Sonrió a Trixie y luego meneó la cabeza™. A ella tampoco le resultaba fácil… estar aquí.

Trixie encogió el cuello.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Pues claro.

Se acordó del fantasma de Jason, con su halo azul por efecto de la luna, sangriento y distante.

—Su muerte… ¿fue dolorosa? ¿Sufrió mucho?

—No. Fue una muerte rápida.

Estaba mintiendo… y Trixie lo sabía. No se le había ocurrido pensar que un policía pudiera mentir. Se quedó callado tanto rato que Trixie levantó la mirada hacia él y entonces se dio cuenta de que eso era lo que estaba esperando.

—¿Hay algo que tengas ganas de contarme, Trixie? ¿Acerca del viernes por la tarde?

Una vez, cuando iban en coche, su padre atropello a una ardilla. No sabían de dónde había salido, pero, el instante anterior al del impacto, Trixie había visto cómo el pequeño animal los miraba con la seguridad de que no había nada que hacer.

—¿Algo acerca del viernes por la tarde?

—El viernes pasó algo entre tu padre y Jason, ¿verdad que sí?

—No.

El detective suspiró.

—Trixie, sabemos lo de la pelea.

¿Se lo había dicho su padre? Trixie levantó la vista al techo. Hubiera deseado ser Superman, con rayos X en los ojos, o ser capaz de comunicarse por telepatía como el profesor Xavier de X-Men. Hubiese querido saber lo que habría contestado su padre; hubiera querido saber lo que ella debía contestar.

—Jason empezó —explicó y, una vez comenzó, las palabras Le salieron de sopetón—. Él me había agarrado del brazo. Mi padre lo apartó de un empujón. Y empezaron a pelearse.

—¿Qué pasó luego?

—Jason se fue corriendo… y nos fuimos a casa. —Dudó un instante—. ¿Somos los últimos que le vimos… ya me entiende… con vida?

—Eso es lo que trato de averiguar.

Era posible que ésa fuera la razón por la quejasen iba a visitarla. Porque si Trixie aún le seguía viendo, entonces a lo mejor él aún no se había ido del todo. Levantó la vista hacia Bartholemew.

—Mi padre sólo quería protegerme. Lo sabe, ¿verdad?

—Sí —dijo el detective—. Claro que lo sé.

Trixie esperaba que el detective dijera algo más, pero Bartholemew parecía estar en otra parte. Todavía la mirada clavada en las baldosas del zaguán.

—¿Hemos… terminado?

El detective Bartholemew asintió con la cabeza.

—Sí. Gracias, Trixie. No es necesario que me acompañes.

Trixie no sabía qué más tenía que decir, así que abrió la puerta que conducía al interior de casa y la cerró tras de sí, dejando al detective solo en el recibidor. Ella estaba ya a medio camino de la escalera cuando Bartholemew cogió la bota de su padre, estampó la suela en un tampón de tinta que llevaba en el bolsillo y la imprimió con firmeza en una hoja de papel en blanco.

La médico forense llamó mientras Bartholemew esperaba lo que había pedido, en el coche, frente a la ventana de un Burger King.

—Feliz Navidad —dijo Anjali cuando respondió a la llamada en el móvil.

—Te has adelantado una semana —dijo Bartholemew.

La chica del otro lado de la ventana le miró, parpadeando.

—¿Ketchupmostazasalopimienta?

—No, gracias.

—Aún no te he dicho lo que tengo —dijo Anjali.

—Espero que sea una prueba muy gorda de que se trata de un asesinato.

En la ventana de la hamburguesería, la chica se ajustó la gorra de papel.

—Son cinco con treinta y tres.

—¿Dónde estás? —preguntó Anjali.

Bartholemew abrió la cartera y sacó un billete de veinte.

—Embozándome las arterias.

—Cuando empezamos a limpiar el cuerpo —explicó la doctora—, le quisimos quitar primero la tierra de la mano. Pero resulta que no era tierra, sino sangre.

—¿Se arañó las manos, quizá, intentando agarrarse a algún sitio?

La chica se inclinó sobre el alféizar de la ventana y dejó caer el ticket de la cuenta como quitándoselo de encima.

—En el laboratorio tengo el instrumental para determinar el grupo sanguíneo a partir de una mancha de sangre seca, y es O positivo. Jason era B positivo. —Dejó que calara la información—. Era sangre, Mike, pero no la de Jason Underhill.

La mente de Bartholemew funcionaba a toda velocidad: si tenían la sangre del asesino, ya disponían de un sospechoso al que relacionar con el crimen. No sería difícil obtener una muestra de ADN de Daniel Stone cuando menos se lo esperara… saliva de un sobre cerrado por él o del borde de una lata de soda que acabara de tirar a una papelera.

La huella de la bota de Stone no había encajado, pero Bartholemew no veía en ello impedimento para una posible detención. La tarde y la noche del viernes había habido centenares de personas en la ciudad; la pregunta no era quién había cruzado por el puente, sino quién no lo había hecho. La prueba sanguínea, por otra parte, podía ser condenatoria. Bartholemew se imaginó a Daniel Stone en aquel puente gélido, yendo a por Jason Underhill, y a éste tratando de defenderse. Rememoró la conversación con Daniel, la tirita sobre los nudillos de la mano derecha.

—Voy para allá —le dijo Bartholemew a Anjali.

—¡Eh! —exclamó la chica del Burger King—. ¿Y su comida?

—No tengo hambre —replicó él, arrancando el vehículo y abandonando el carril de espera.

—¿No quiere el cambio? —preguntó la chica en voz alta a su espalda.

«Lo cambiaría todo», pensó Mike, pero no contestó.

—Papá —preguntó Trixie, con los brazos sumergidos hasta el codo en la pila mientras lavaba los platos—, ¿cómo eras tú de pequeño?

Su padre no levantó la vista de la mesa de la cocina que estaba limpiando con una esponja.

—Muy diferente de ti —dijo—. Gracias a Dios.

Trixie ya sabía que a su padre no le gustaba hablar de su infancia y adolescencia en Alaska, pero últimamente sentía la necesidad de que le explicara cosas de aquellos tiempos. Siempre había tenido la impresión de que su padre era del género urbano: el tipo de persona que corta el césped todos los sábados y que lee la sección de deportes antes que los demás; el tipo de padre bondadoso que es capaz de formar un cuenco con las manos para sostener una mariposa monarca y ella pudiera contar las manchas negras de las alas. Sólo que ese hombre tan conformista nunca habría sido capaz de propinarle a Jason un puñetazo tras otro, menos aún cuando estaba sangrando y le suplicaba que se detuviera. Ese hombre jamás se habría dejado llevar de tal modo por la ira para que se desencajaran sus rasgos hasta volverse irreconocible.

Trixie concluyó que la respuesta tenía que estar en esa parte de la vida de su padre que él jamás había querido compartir con su familia. Quizá Daniel Stone había sido una persona totalmente diferente, que había desaparecido cuando llegó Trixie. Se preguntó entonces si eso sería extensible a todos los padres, si antes de tener hijos todos habían sido una persona muy diferente.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella—. ¿Por qué dices que soy tan diferente de ti?

—Era un cumplido. Yo a tu edad era insoportable.

—¿Qué hacías? —preguntó Trixie.

Percibió cómo su padre sopesaba las palabras buscando un ejemplo que poder decirle en voz alta.

—Bueno, pues, por ejemplo, me escapaba muchas veces.

Trixie se había escapado una vez cuando era pequeña. Había dado dos vueltas a la manzana hasta que al final se había sentado a la fresca sombra azulada de un seto de su propio patio trasero. Su padre la había encontrado allí mismo al cabo de menos de una hora. Ella pensaba que se iba a enfadar, sin embargo, se había acercado a ella gateando bajo los arbustos y se había sentado a su lado. Arrancó una docena de bayas rojas de las que siempre le estaba diciendo que no debía meterse en la boca y las aplastó en la palma de la mano. Con la tintura que obtuvo le pintó una rosa en la mejilla y a ella le dejó que le pintara rayas rojas en la suya. Se quedó allí con ella hasta que el sol inició su declive y entonces le dijo que si aún tenía intención de escapar, a lo mejor quería que él le dejara un poco de ventaja… aunque para entonces ambos sabían que Trixie no iba a ir a ninguna parte.

—Cuando tenía doce años —dijo su padre—, robé una barca y decidí irme a Quinhagak. No hay carreteras que se adentren en la tundra, tienes que ir y volver en avión o en barca. Era octubre y empezaba a hacer frío de verdad; era el final de la temporada de pesca. El motor de la barca dejó de funcionar y empezó a ir a la deriva hacia el mar de Bering. No tenía comida, sólo unas cerillas, y muy poco combustible… cuando, de repente, vi tierra. Era la isla de Nunivak y, si me la pasaba de largo, la siguiente parada era Rusia.

Trixie arqueó una ceja.

—Te lo estás inventando de arriba abajo.

—Te lo juro por Dios. Me puse a remar como un loco. Y justo en el momento en que me di cuenta de que tenía la costa a mi alcance, vi las olas gigantescas que rompían contra los escollos. Si seguía remando hacia la isla, la barca acabaría hecha pedazos. Me até con cinta adhesiva al tanque de combustible, para flotar cuando la barca se hundiera.

Eso le sonaba a Trixie a aventura de supervivencia exagerada de las que su padre dibujaba en sus cómics; las había leído a decenas. Mientras le escuchaba, daba por sentado que todo aquello era producto de su imaginación. Después de todo, esas audaces hazañas no encajaban mucho con el padre que había conocido toda su vida. Pero ¿y si ahora resultaba que el superhéroe era él? ¿Y si el mundo que su padre creaba a diario, lleno de gestas inconcebibles y de luchas épicas y amargas por la supervivencia, no eran producto de sus sueños, sino que tenían un marco real en el que él había vivido?

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