El detective Bartholemew miró a Trixie a los ojos.
—Sé que esto va a resultarte difícil —dijo—, pero es preciso que me digas exactamente lo que sucedió entre vosotros dos. Cosas como si alguno de los dos se quitó alguna prenda de ropa. O qué partes de tu cuerpo te tocó. Qué fue lo que tú le dijiste y qué fue lo que él te dijo a ti. Ese tipo de cosas.
Trixie jugueteaba, nerviosa, con la cremallera de la gastada chaqueta de piel de Daniel.
—Él intentó quitarme la blusa, pero yo no quería. Le dije que estábamos en casa de Zephyr y que no me sentía bien haciendo eso allí. Me dijo que le rompía el corazón. Yo me sentí mal cuando me dijo eso, así que le dejé que me desabrochara el sujetador y me tocara, bueno ya me entiende… los pechos. El no dejaba de besarme todo el tiempo, y ése era el lado bueno, lo que yo quería, pero entonces me metió la mano por los pantalones. Yo intenté apartarle la mano, pero era más fuerte que yo. —Trixie tragó saliva—. Me dijo: «No me digas que no quieres tú también».
Daniel se agarró al borde de la mesa con tal fuerza que pensó que iba a romper el plástico. Respiró hondo y aguantó la respiración. Pensó en todas las formas posibles de matar a Jason Underhill.
—Yo traté de escabullirme, pero él es más grande que yo y volvió a empujarme contra el suelo. Parecía que fuera un juego para él. Me sujetó las manos por encima de la cabeza y me bajó los pantalones. Le dije que quería que parara y no lo hizo. Y entonces —dijo Trixie, trastabillándose con las palabras—. Y entonces me sujetó con todas sus fuerzas y me violó.
«Un balazo —pensó Daniel—. Pero sería demasiado fácil».
—¿Habías tenido antes relaciones sexuales?
Trixie miró a Daniel.
—No —repuso—. Me puse a gritar, porque rae hacía mucho daño. Intentaba darle patadas, pero me dolía aún más, así que al final me quedé quieta y esperé a que todo acabara.
«Ahogarlo —pensó Daniel—. Lentamente. En una cloaca».
—¿Tu amiga te oyó gritar? —preguntó el detective Bartholemew.
—Supongo que no —dijo Trixie—. La música estaba bastante alta.
«No… Un cuchillo oxidado. Un tajo en las tripas». Daniel había leído de casos en que el tipo había tardado en morir cuatro días, contemplándose las entrañas roídas por la infección.
—¿Se puso condón?
Trixie negó con la cabeza.
—Se salió antes de acabar. Había sangre en la alfombra y encima de mí también. Eso le inquietó. Me dijo que no había querido hacerme daño.
«Quizá —rumiaba Daniel—, podría hacerle a Jason Underhill todas esas cosas juntas. Dos veces».
—Se levantó y fue a buscar un rollo de papel de cocina para que me limpiara. Luego cogió algún quitamanchas de debajo del fregadero y restregó la alfombra. Dijo que teníamos suerte de que no se hubiera estropeado.
«¿Y Trixie? ¿Qué solución mágica le limpiaría la mancha que le había dejado para siempre?».
—Señor Stone…
Daniel parpadeó y se dio cuenta de que por un momento había sido otra persona, literalmente, una persona que hacía años que no era, y que el detective le estaba hablando.
—Perdón.
—¿Podríamos hablar fuera?
Siguió a Bartholemew al pasillo de la comisaría.
—Mire —dijo el detective—, me encuentro a menudo con este tipo de casos.
Para Daniel era toda una novedad. La última violación que recordaba en su pequeña localidad se había producido hacía una década y la había perpetrado un autoestopista.
—Hay muchas chicas que creen estar preparadas para mantener relaciones sexuales… y que luego cambian de parecer, cuando ya lo han hecho.
A Daniel le costó un minuto recuperar la voz.
—¿Está diciéndome… que mi hija está mintiendo?
—No. Pero quiero que comprenda que, aun en el caso de que Trixie estuviera dispuesta a testificar, es posible que no obtuvieran el resultado que esperan.
—Tiene catorce años, por el amor de Dios —dijo Daniel.
—Hay chicos y chicas aún más jóvenes que ya tienen relaciones sexuales. Y, según el informe médico, no ha habido traumas internos significativos.
—¿No le han hecho suficiente daño?
—Yo sólo le digo que teniendo en cuenta las circunstancias… alcohol,
strip poker
, la anterior relación con Jason, podría resultar difícil venderle a un jurado la versión de la violación. El chico dirá que hubo consentimiento.
Daniel apretó las mandíbulas.
—Si un sospechoso de asesinato le dice que es inocente, ¿le dejaría ir sin más?
—No es exactamente lo mismo…
—No, no lo es. Porque la víctima de asesinato está muerta y no puede darle información sobre lo que pasó. A diferencia de mi hija, que es la que está ahí dentro diciéndole exactamente cómo la violaron, mientras usted no la escucha.
Abrió la puerta de la sala de interrogatorios y vio a Trixie con los brazos apoyados en la mesa, la cabeza descansada en las manos.
—¿Podemos irnos a casa? —preguntó, aturdida.
—Sí —dijo Daniel—. Ya nos llamará el detective si necesita algo más.
Rodeó a Trixie con el brazo. A mitad del pasillo, Daniel se volvió hacia Bartholemew. Vio sus rostros reflejados en el espejo de la ventana de la sala, dos óvalos blancos suspendidos como fantasmas.
—¿Tiene usted hijos? —le preguntó.
El detective dudó y luego negó con la cabeza.
—Ya me parecía —dijo Daniel, y condujo a Trixie hacia la puerta.
En casa, Laura quitó las sábanas de la cama de Trixie y puso unas limpias. Cogió una colcha de franela de cuadros escoceses que encontró en el arcón de cedro del desván, en lugar del cubrecama habitual. Recogió la ropa que había diseminada por el suelo y ordenó los libros en el estante de la mesilla de noche, en un intento de que la impresión que pudiera ofrecerle a Trixie la habitación fuera lo más alejada posible a la del día anterior.
En el último segundo, Laura se acercó a una estantería y cogió el alce de peluche con el que Trixie había dormido hasta que tuvo diez años. Pelado en algunas zonas y sin un ojo, había sido retirado de la circulación, pero Trixie no había tenido el valor suficiente para mandarlo a una tienda de segunda mano. Laura lo colocó entre los almohadones, como si resultara así de sencillo devolver a Trixie a la infancia.
Acto seguido se llevó la ropa sucia al piso de abajo y la metió en la lavadora. Mientras esperaba que el tambor se llenara de agua se salpicó la falda con lejía, una de las que tenía para ir al trabajo y que hacía conjunto con un traje muy caro. Laura vio cómo la lana perdía el color y se dibujaba una cicatriz en forma de lágrima. Dijo una palabrota e intentó arreglar el desaguisado poniendo el dobladillo de la falda bajo el chorro de agua del fregadero. Por fin, derrotada, se sentó dejándose caer delante del vientre zumbante de la lavadora Kenmore y rompió a llorar.
¿Tan ocupada había estado ocultando su secreto que no había tenido el tiempo o las ganas de descubrir el de Trixie? ¿Qué habría pasado si, en lugar de verse con Seth, Laura hubiera estado allí en casa todas las noches? ¿Si hubiera estado para ayudarla a repasar el vocabulario de francés o llevarle una taza de chocolate caliente a la habitación o invitarla a sentarse con ella en el sofá a reírse de los peinados de alguna vieja telecomedia? ¿Si Laura le hubiera dado a Trixie algún motivo para quedarse en casa?
Algo le decía que las cosas tampoco eran así. Por mucho que Laura se hubiera comportado como una supermadre, eso no significaba necesariamente que Trixie hubiera accedido a seguirle el hilo. A su edad, la caricia de una madre no puede compararse con el roce de la mano de un chico bajándote por la columna vertebral. Laura hizo un esfuerzo por visualizar el rostro de Jason Underhill. Era un chico bien parecido: una buena maraña de pelo negro, ojos de color aguamarina, cuerpo atlético. En Bethel le conocía todo el mundo. Hasta Laura, que no era una fan del hockey, había visto el nombre de Jason impreso en todas las páginas deportivas del periódico local. Cuando Daniel le había expresado su preocupación porque Trixie estuviera viéndose con un chico más mayor, Laura le había dicho que se tranquilizara, que ella veía chavales casi de su misma edad todos los días y sabía que Jason era un buen chico. Era inteligente, educado y estaba loco por Trixie, le había dicho a Daniel. ¿Qué más podías pedir para el primer amor de tu hija?
Pero, ahora que pensaba en Jason Underhill, reparó en lo persuasivos que podían ser aquellos ojos azules. En lo fuerte que era un atleta. Se puso a darle vueltas a ese pensamiento, apretándolo como si fuera un tornillo para que estuviera bien fuerte.
Si se le podía echar toda la culpa a Jason Underhill, entonces no habría sido culpa de Laura.
Trixie llevaba veintiocho horas seguidas sin dormir. Le quemaban los ojos y sentía la cabeza pesada. En la garganta le quedaba una capa de residuos de la historia que había explicado una y otra vez. La doctora Roth le había recetado Xanax y le había dicho que por cansada que estuviera lo más probable era que le costara dormir, y que eso era totalmente normal.
Al menos era maravilloso que por fin hubiera podido ducharse. Se había quedado tanto rato bajo el agua que había gastado una pastilla de jabón entera. Había intentado frotarse «ahí abajo», pero no había podido llegar lo bastante adentro, donde aún se sentía sucia. Cuando la doctora le dijo que no había daños internos, Trixie había estado a punto de pedirle que lo comprobara de nuevo. Por un momento había llegado a preguntarse si no lo había soñado todo, si había sucedido de verdad.
—Eh —había exclamado su padre asomando la cabeza por la puerta del baño—. Deberías estar en la cama.
Trixie apartó el edredón (su madre le había cambiado las sábanas) y se metió dentro. Antes, el momento de meterse en la cama era lo mejor del día. Siempre le había parecido una especie de nube o de nido suave donde podía dejar de estresarse por comportarse bien y parecer perfecta y decir las cosas adecuadas. Pero ahora se le antojaba amenazador como un aparato de tortura, un lugar en el que tendría que cerrar los ojos y rememorar lo que había sucedido una y otra vez, como un circuito cerrado de televisión.
Su madre le había dejado su viejo alce de peluche encima de la almohada. Trixie se lo apretó contra el pecho.
—¿Papá? —preguntó—. ¿Vienes a arroparme?
Él tuvo que hacer un esfuerzo, pero consiguió sonreír.
—Claro.
Cuando Trixie era pequeña, su padre siempre le proponía una adivinanza antes de dormir y le daba la respuesta a la mañana siguiente durante el desayuno. «¿Qué es una cosa que se hace más grande cada vez que te llevas un trozo?» «Un agujero». «¿Qué es una cosa que es negra cuando la compras, roja cuando la usas y gris cuando la tiras?» «El carbón».
—¿Te podrías quedar a hablar un poco conmigo? —le pichó Trixie.
No era que quisiera hablar, en realidad. Lo que no quería era quedarse sola en esa habitación con su propia compañía.
Su padre le alisó el pelo con la mano.
—No me digas que no estás agotada.
«No me digas que no quieres tú también», le había dicho Jason.
Le vino a la memoria de pronto una de las adivinanzas de su padre: «La respuesta es sí, pero lo que quiero decir es no. ¿Cuál es la pregunta?».
Y la solución era: «¿No me dirás que no?».
Su padre le subió la colcha hasta debajo de la barbilla.
—Le diré a mamá que venga a darte las buenas noches —le prometió, y alargó la mano para apagar la lámpara.
—Déjala encendida —dijo Trixie muerta de miedo—. Por favor.
Él se detuvo en seco, con la mano suspendida en el aire. Trixie se quedó mirando fijamente la bombilla, hasta que sólo vio esa clase de luz brillante que todo el mundo dice que se te aparece cuando estás a punto de morir.
Para Mike Bartholemew, el más duro y peor de los deberes era el de tener que decirle a un padre o a una madre que su hijo o hija había sufrido un accidente de coche mortal, se había suicidado o había muerto de sobredosis. Sencillamente, no existían palabras de aliento para un dolor así, y la persona que recibía la noticia solía quedarse mirándole, sin reaccionar, segura de haber entendido mal. La segunda de las tareas más duras y difíciles, en su opinión, era tratar con víctimas de una violación. No podía escuchar las declaraciones sin experimentar un sentimiento de culpabilidad por el mero hecho de compartir el género del violador. Y, aun en el caso de poder reunir las pruebas suficientes para llevarle a juicio, e incluso en el de obtener una condena, se podía apostar que no iba a ser por mucho tiempo. En la mayoría de los casos, la víctima seguía recibiendo terapia cuando el violador acababa de cumplir su sentencia.
Lo que la mayoría de la gente no entendía, al menos la que no compartía su oficio, es que tanto la víctima de una violación como la de un accidente mortal se han ido para siempre. La diferencia está en que la víctima de una violación tiene que seguir haciendo los gestos propios de quien está vivo.
Bartholemew subió la escalera hasta el apartamento provisional que había alquilado después del divorcio, encima de ese bar tan agradable y en el cual se había jurado a sí mismo que sólo iba a vivir seis meses y que se había convertido en su hogar desde hacía seis años. No estaba amueblado; cuanto menos atractivo fuera, más fácil pensaba Mike que sería motivarse para abandonarlo, aunque tenía un futón que solía dejar abierto para dormir, y un puf y una tele que dejaba encendida las veinticuatro horas los siete días de la semana para que
Ernestine
se sintiera más acompañada cuando él estaba en el trabajo.
—¿
Ernie
? —llamó al girar la llave en la cerradura—. Ya estoy de vuelta.
No estaba encima del futón, que era donde la había dejado cuando había recibido la llamada esa mañana. Mike se quitó la corbata y fue al baño. Apartó la cortina de la ducha y allí encontró a la ventruda cerdita, dormida dentro de la bañera.
—¿Me has echado de menos? —preguntó.
La cerdita abrió un ojo y gruñó.
—Ya sabes que el único motivo por el que vuelvo a casa es para sacarte a pasear —dijo Mike, pero la cerdita había vuelto a dormirse.
Llevaba una orden de detención en el bolsillo. La declaración de Trixie, junto con la presencia de semen, eran motivo suficiente para detener a Jason Underhill. Sabía incluso dónde encontrar al chico, al igual que todos los que seguían en aquella localidad las estelares hazañas del equipo de hockey del instituto. Pero antes tenía que pasar por casa para sacar a
Ernie
. Al menos eso era lo que se había dicho a sí mismo.