Y sin embargo, hasta que sobrevino el fenómeno, nadie había oído una palabra de ese supuesto cometa…
No sé por qué las radios se encargaron de describir el suceso, pues todo aquel que podía caminar, arrastrarse o ser arrastrado, se encontraba en la calle o en las ventanas disfrutando de una nunca vista exhibición de fuegos artificiales. Pero así fue, y eso contribuyó a que yo sintiese aún más pesadamente mi ceguera. Llegué a pensar que si el tratamiento no había tenido éxito, seria mejor acabar con todo.
Los boletines de noticias de aquel día informaron que unas misteriosas y brillantes luces verdes habían cruzado el cielo de California la noche anterior. Sin embargo, tantas cosas pasaban en California que nadie podía sorprenderse. En los informes subsiguientes apareció el tema de los restos del cometa, y ya nadie lo olvidó.
Las descripciones llegadas desde todos los puntos del Pacífico hablaban de una noche iluminada por meteoros verdes, «a veces en lluvias tan apretadas que el cielo parece caer sobre nosotros». Y así fue, si uno lo piensa.
La línea de la noche se desplazó hacia el oeste, pero el brillo de la exhibición no perdió su primitiva intensidad. Algunos ocasionales relámpagos verdes comenzaron a hacerse visibles aun antes que cayera el crepúsculo. El narrador, al describir el fenómeno en el noticioso de las seis, advirtió que era un espectáculo asombroso y que nadie debía perdérselo. Mencionó asimismo que el fenómeno interfería seriamente la recepción de ondas cortas a larga distancia, pero que las frecuencias medias —donde seguirían los comentarios— no habían sido afectadas, como tampoco, hasta ahora, la televisión. No tuvo que repetir el consejo. Ya en el hospital estaban todos excitados, y me pareció que nadie, de veras, iba a quedarse sin ver el fenómeno, excepto yo.
Y como si no bastasen los comentarios de la radio, la mucama que me trajo la cena tuvo que contármelo todo.
—El cielo está lleno de estrellas errantes —me dijo—. Todas muy verdes. Hacen que la cara de la gente tenga un color horrible.
Todos
están mirándolas, y a veces hay tanta claridad como de día, aunque de otro color. Algunas de las estrellas son tan brillantes que hacen daño a los ojos. Dicen que nunca ocurrió nada parecido. Es una lástima que usted no pueda verlas, ¿no es cierto?
—Lo es —dije con bastante sequedad.
—Hemos descorrido las cortinas de las salas para que todos puedan verlas —siguió diciendo la muchacha—. Si no tuviese esos vendajes, usted también podría mirar desde aquí.
—Oh —dije.
—Pero desde afuera tiene que ser todavía mejor. Dicen que en los parques hay miles de personas observándolo todo. Y en todas las terrazas se puede ver a gente que mira el cielo.
—¿Cuánto creen que va a durar? —pregunté pacientemente.
—No lo sé, pero dicen que no es tan brillante aquí como en otros sitios. Pero aunque le hubiesen sacado hoy las vendas no creo que le dejaran mirar. Tiene usted que ir acostumbrándose despacio a la luz, y algunas de las estrellas son muy brillantes. Algunas… ¡Oooh!
—¿Por qué dijo «oooh»? —pregunté.
—Hubo una tan brillante en ese momento… Pareció como si el cuarto fuese todo verde. Qué lástima que usted no pueda mirar.
—Sí, es una lástima —dije—. Bueno, muestre ahora que es una buena chica y váyase.
Traté de escuchar la radio, pero emitía los mismos «ooohs» y «aaahs» acompañados de unos finos comentarios («espectáculo magnífico», «fenómeno único») hasta que comencé a sentir que aquella era una fiesta a la que habían invitado a todos menos a mí.
Yo no podía elegir ningún otro entretenimiento, pues la radio del hospital transmitía un solo programa; había que contentarse con él o con ninguno. Al cabo de un rato me pareció que el número de variedades comenzaba a apagarse. El avisador advirtió a aquellos que aún no lo habían visto que, si no se apresuraban, lo iban a lamentar eternamente.
Parecía como si todos, de común acuerdo, quisiesen convencerme de que yo estaba dejando pasar la gran oportunidad de mi vida. Al fin me cansé y apagué la radio. Lo último que oí fue que la exhibición estaba disminuyendo con gran rapidez, y que dentro de unas pocas horas saldríamos del área cubierta por los restos del cometa.
Estaba seguro de que todo esto había ocurrido la noche pasada, pues si no hubiese sentido un hambre todavía mayor. Muy bien, ¿qué ocurría entonces? ¿La ciudad, y el hospital, no se habían recobrado todavía del alboroto de la noche?
En ese momento fui interrumpido por un coro de relojes, distantes y cercanos, que comenzaron a anunciar las nueve.
Toqué por tercera vez desesperadamente el timbre. Mientras esperaba, acostado, pude oír más allá de la puerta algo así como un murmullo. Era un murmullo formado por sollozos y pies que se arrastraban, e interrumpido de cuando en cuando por una voz que se alzaba a lo lejos.
Pero nadie entró en mi habitación.
Volví a sentirme decaído. Las desagradables fantasías de la infancia estaban invadiéndome otra vez. Me encontré esperando a que aquella puerta invisible se abriera, y que unas cosas horribles entraran en silencio… En verdad, yo no estaba muy seguro de que alguien o algo no estuviese ya dentro del cuarto, rondando furtivamente a mi alrededor…
No es que yo sintiese alguna inclinación por esa clase de cosas, de veras… Todo era culpa de aquel maldito vendaje, de aquellas voces confusas que me habían respondido en el corredor. Pero indudablemente yo estaba sintiendo miedo, y una vez que uno ha empezado a sentir miedo, éste no deja de crecer. Ya era tarde para tratar de ahuyentarlo con canturreos y silbidos.
Al fin me enfrenté directamente con el único problema: ¿me asustaba más quitarme las vendas y dañarme la vista o seguir en la sombra mientras el miedo crecía en mi interior?
Si hubiese sido un día o dos antes, no sé qué hubiese hecho —posiblemente lo mismo—, pero ese miércoles pude decirme por lo menos.
—Bueno, acabemos de una vez. No puedo hacerme mucho daño si uso un poco de sentido común. Al fin y al cabo, hoy tenían que sacarme las vendas. Me arriesgaré.
Algo hay que poner a mi favor. No estuve muy lejos de arrancármelas de cualquier modo. Tuve bastante cordura y dominio de mí mismo como para salir de la cama y cerrar las persianas antes de tocar los alfileres.
Cuando me saqué las vendas y descubrí que podía ver en la débil luz del cuarto, sentí un alivio que no había conocido hasta entonces. Sin embargo, lo primero que hice, después de comprobar que no había nada horrible ni debajo de la cama ni en ninguna otra parte, fue atrancar la puerta con una silla. Ahora podía actuar con un poco más de tranquilidad. Me tomé toda una hora para que los ojos se me fuesen acostumbrando a la luz del día. Al fin llegué al convencimiento de que gracias a los oportunos auxilios y a los buenos cuidados mis ojos estaban tan bien como antes.
Pero nadie venía a mi habitación.
En el estante inferior de la mesa de noche descubrí un par de anteojos oscuros, colocados allí previsiblemente por si llegaba a necesitarlos. Obré con prudencia y me los puse antes de acercarme a la ventana. La parte inferior era fija, y limitaba la visión. Mirando de lado y hacia abajo alcancé a ver a una o dos personas que parecían vagar extrañamente a la ventura por lo alto de la calle. Pero lo que más me sorprendió fue la claridad y precisión con que se veían todas las cosas… hasta los techos distantes que asomaban por detrás de las terrazas de enfrente. Y de pronto advertí que no humeaba ninguna chimenea, ni pequeña ni grande…
Encontré mis ropas ordenadamente colgadas en el armario. Una vez que me las puse, me sentí mejor. Aún había algunos cigarrillos en la tabaquera. Encendí uno, y comencé a sentirme con un estado de ánimo en el que, aunque todo era indudablemente muy sospechoso, ya no podía entender por qué el pánico había comenzado a dominarme.
No es fácil volver a situarse en aquellos días. Hoy tenemos que confiar principalmente en nosotros mismos. Pero en aquel entonces estábamos tan dominados por la rutina; las cosas se unían de tal modo unas con otras…
Todos cumplíamos tan tranquilamente con nuestro papel, y en el momento oportuno, que era fácil confundir el hábito y la costumbre con la ley natural. No es raro que lo que más nos perturbara fuera aquella total interrupción de la rutina diaria.
Cuando la mitad de la vida ha transcurrido en el seno de una ordenada concepción del mundo, no bastan cinco minutos para volver a orientarse. Recuerdo aquella época, y compruebo que la cantidad de cosas que uno no sabía o que no estaba interesado en saber es no sólo asombrosa, sino también un poco sorprendente. Yo no sabía prácticamente nada, por ejemplo, de algo tan común como los medios por los que la comida llegaba a mis manos, o de dónde venía el agua dulce, o cómo se fabricaban las ropas, o cómo funcionaban los servicios sanitarios de la ciudad. El mundo se había convertido en una acumulación de especialistas que atendían a sus tareas personales con mayor o menor eficiencia, y que esperaban que otros hiciesen lo mismo. Por eso me parecía increíble que el hospital estuviese totalmente desorganizado. Alguien, en alguna parte, estaba seguro, tenía que estar encargándose de él… Desgraciadamente era alguien que se había olvidado de que existía una habitación 48.
Pero cuando llegué otra vez a la puerta y examiné el pasillo comprendí que lo que estaba pasando, fuese lo que fuese, no afectaba solamente al enfermo de la habitación 48.
No había nadie a la vista, aunque se alzaba a lo lejos un persuasivo murmullo de voces. Se oía también un sonido de pies que se arrastraban por el piso, y de cuando en cuando una voz más alta que resonaba huecamente en los corredores, pero nada similar al alboroto que yo había escuchado antes. No grité esta vez. Salí cautelosamente. ¿Por qué cautelosamente? No sé. Algo me indujo a hacerlo.
Era difícil, en aquel edificio lleno de ecos, saber de dónde venían los sonidos, pero uno de los extremos del pasillo terminaba en una ventana oscura, en donde se veía la sombra de un balcón. Al doblar una esquina, me encontré fuera del ala de las habitaciones privadas y en un corredor más estrecho.
Miré y me pareció que estaba vacío. Luego, al adelantarme, vi una figura que surgía de las sombras. Era un hombre de chaqueta negra y pantalones a rayas, y con un abrigo blanco de algodón. Lo tomé por un médico, pero no comprendí por qué caminaba apoyándose en la pared.
—Hola —le dije.
El hombre se detuvo. Volvió hacia mí un rostro gris y aterrorizado.
—¿Quién es usted? —me preguntó con inseguridad.
—Me llamo Masen —le dije—. William Masen. Soy un paciente. Habitación 48. Y salí a ver por qué…
—¿Puede ver? —me interrumpió.
—Claro que sí. Tan bien como antes —le dije—. Ha sido un trabajo magnífico. Nadie venía a sacarme las vendas, así que me las quité yo solo. Espero no haberme hecho daño. Me pareció que…
Pero el hombre me interrumpió otra vez.
—Por favor lléveme a mi oficina. Tengo que hablar por teléfono.
Tardé en contestar. Todo parecía muy raro aquella mañana.
—¿Dónde queda eso? —le pregunté.
—Piso quinto, ala Oeste. El nombre está en la puerta. Doctor Soames.
—Muy bien —le dije, un poco sorprendido—. ¿Dónde estamos ahora?
El hombre sacudió la cabeza de derecha a izquierda, con una cara tensa y exasperada.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? —dijo, amargamente—. Usted tiene ojos, maldita sea. Úselos. ¿No puede ver que estoy ciego?
Nada decía que estuviese ciego. Tenía los ojos muy abiertos, y parecía mirar con fijeza.
—Espere un minuto —le dije. Miré a mi alrededor. Encontré un gran 5 pintado en la pared, frente a la salida del ascensor. Volví y se lo dije.
—Bien. Tómeme del brazo —me ordenó—. Colóquese como si saliera del ascensor y doble a la derecha. Luego métase en el primer pasillo a la izquierda. La tercera puerta es mi oficina.
Seguí sus instrucciones. No nos encontramos con nadie. Lo llevé hasta el escritorio y le alcancé el teléfono. El hombre tocó el aparato hasta encontrar la barra y la golpeó con impaciencia. La expresión de su cara comenzó a cambiar. La irritabilidad y aquel gesto duro desaparecieron. Parecía ahora simplemente cansado, muy cansado. Dejó el receptor en el escritorio. Durante algunos segundos permaneció inmóvil y en silencio, como con los ojos clavados en la pared de enfrente. Al fin se volvió.
—Es inútil… ha terminado. ¿Está usted todavía ahí? —añadió.
—Sí —le dije.
Pasó los dedos por el borde del escritorio.
—¿Qué hay delante de mí? ¿Dónde está esa condenada ventana? —preguntó, irritado otra vez.
—Justo detrás de usted —le dije.
El hombre se volvió y caminó hacia la ventana, con los brazos extendidos. Tanteó el alféizar y los lados, cuidadosamente, y dio un paso atrás. Antes que yo comprendiese qué estaba haciendo, se lanzó contra la ventana. La atravesó rompiendo los vidrios.
No fui a mirar. Al fin y al cabo, era un quinto piso.
Cuando pude moverme, me dejé caer pesadamente en el sillón. Saqué un cigarrillo de una caja que había sobre la mesa y lo encendí con dedos temblorosos. Me quedé allí algunos minutos tranquilizándome, y esperé a que aquel malestar se desvaneciese. Al fin dejé el cuarto y volví al lugar donde me había encontrado con el hombre. Cuando llegué allí, no me sentía todavía muy bien.
En el extremo de aquel ancho corredor había una puerta de vidrios esmerilados, con unos óvalos transparentes a la altura de los ojos. Pensé que habría alguien allí, a cargo de la sala, a quien podría contarle lo del doctor.
Abrí la puerta. La sala estaba bastante a oscuras. Evidentemente habían corrido las cortinas luego de la exhibición de la noche, y todavía seguían corridas.
—¿Hermana? —pregunté.
—No está —dijo una voz de hombre—. Más aún —continuó—, no viene por aquí desde hace horas. ¿Puede usted abrir esas cortinas, compañero, para que entre un poco de luz? No sé que ha pasado en este maldito bar esta mañana.
—Muy bien —le dije.
Aunque todo estuviese desorganizado, no había motivo para que esos infortunados pacientes tuviesen que estar acostados en la oscuridad.
Descorrí las cortinas de la ventana más próxima, y dejé que entrara una oleada de sol. Era una sala de cirugía, con cerca de veinte pacientes, todos postrados en cama. Piernas lastimadas, la mayor parte; algunas amputaciones.