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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (3 page)

BOOK: El día de los trífidos
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—Déjese de jugar con las cortinas, compañero, y ábralas del todo —dijo la misma voz.

Me volví y miré al hombre que había hablado. Era un joven corpulento, moreno, con una piel curtida por el sol. Estaba sentado en la cama, con la cara vuelta hacia mí… y hacia la luz. Parecía como si estuviese mirándome fijamente a los ojos, y lo mismo su vecino, y el hombre de más allá.

Durante algunos momentos les devolví la mirada. Tardé bastante en darme cuenta. Al fin les dije:

—Este… las cortinas… las cortinas se han atrancado. Buscaré a alguien para que las arregle.

Y salí corriendo de la sala.

Me temblaba el cuerpo otra vez, y necesitaba un trago. Las cosas estaban tomando forma. Pero me costaba creer que
todos
los hombres de la sala fuesen ciegos, como el doctor. Y sin embargo…

El ascensor no funcionaba, así que bajé por las escaleras. En el piso siguiente me animé y fui a mirar otra sala de enfermos. Las camas estaban desarregladas. Al principio pensé que no había nadie, pero no… no del todo. Dos hombres en ropas de dormir yacían en el piso. Uno estaba empapado en sangre y tenía una herida abierta; el otro había sido alcanzado, aparentemente, por una especie, de congestión. Los dos estaban muertos. El resto había desaparecido.

De vuelta en las escaleras, me pareció que casi todas las voces que yo había estado escuchando venían del piso inferior, y que ahora resonaban más claramente. Titubeé un instante, pero no podía quedarme allí.

En la vuelta siguiente casi tropecé con un hombre que estaba acostado en la sombra. Más abajo yacía alguien que se lo había llevado por delante, y que se había roto la cabeza en los escalones de piedra.

Al fin llegué al último descanso. Desde allí podía ver el vestíbulo principal. Parecía como si todos los que podían moverse hubiesen bajado instintivamente al vestíbulo, ya fuese para buscar ayuda o para salir a la calle. La puerta estaba abierta de par en par, pero nadie daba con ella. Una apretada muchedumbre de hombres y mujeres casi todos vestidos con ropas de hospital, se movía lenta y desamparadamente. El movimiento apretaba sin piedad a aquellos que se encontraban en los bordes de la muchedumbre contra aristas de mármol, o relieves ornamentales. Algunos eran aplastados contra los muros. De cuando en cuando alguien tropezaba. Si la presión de los cuerpos no le impedía caer, era muy difícil que pudiera volver a levantarse.

El vestíbulo parecía… bueno, ustedes han visto los dibujos de Doré que representan a los pecadores en el infierno. Pero Doré no pudo, incluir los sonidos: los sollozos, los gemidos susurrantes, y aquellos gritos ocasionales de desamparo.

No pude aguantar más de un minuto o dos. Huí corriendo escaleras arriba.

Quizá debí hacer algo en ese momento. Llevarlos a la calle, y poner fin por lo menos a aquel ajetreo lento y terrible. Pero una mirada me había bastado. Era imposible abrirse camino hasta la puerta y guiar a esa gente. Además, si lo hubiese hecho, si hubiese conseguido llevarlos afuera… ¿de qué les hubiera servido?

Me senté en un escalón para sobreponerme; con la cabeza entre las manos, y aquel incesante y horrible murmullo en los oídos. Luego busqué, y encontré, otra salida. Era una escalera estrecha que me llevó al patio.

Quizá no esté contando muy bien todo esto. Fue algo tan inesperado y sorprendente que durante un tiempo no quise, a propósito, acordarme. Creía haber tenido una pesadilla de la que trataba, desesperadamente, pero en vano, de salir. Crucé el patio rehusándome todavía a creer en lo que había visto.

Pero de algo estaba seguro. Realidad o pesadilla, necesitaba como nunca un trago.

No se veía a nadie en la calle, pero casi enfrente había una taberna. Aún recuerdo su nombre:
«El ejército de Alamein»
. Había una silueta de madera, más o menos parecida al Vizconde Montgomery, colgada de un gancho de hierro, y abajo una puerta abierta de par en par.

Me dirigí en línea recta hacia ella.

El entrar en una taberna me dio durante un momento una consoladora sensación de normalidad. En prosaica y familiarmente como muchas otras.

Alguien se movía en el salón, en uno de los rincones. Oí una respiración fatigada. Un corcho dejó su botella con un estallido. Luego una voz exclamó:

—¡Gin, maldita sea! ¡Al diablo con el gin!

Se oyó el ruido de un vidrio que se hacia pedazos. La voz lanzó una corta risita.

—El espejo. ¿Pero para qué sirven los espejos?

El ruido de otro corcho.

—Otra vez el condenado gin —se quejó la voz, ofendida—. Al
diablo
con el gin.

Esta vez la botella golpeó contra algo blando, saltó al suelo, y se quedó allí, lanzando a borbotones su contenido.

—¡Eh! —llamé—. Quiero un trago.

Durante un momento la voz no contestó.

—¿Quién es usted? —preguntó al fin, precavida.

—Soy del hospital —le dije—. Quiero un trago.

—No recuerdo su voz. ¿Puede ver?

—Si —le dije.

—Bueno, entonces en nombre de Dios, lléguese hasta aquí, doctor, y búsqueme una botella de whisky.

—Soy bastante doctor como para eso —dije.

Salté por encima del mostrador y caminé hacia el otro lado del bar. Era un hombre de vientre voluminoso, con unos grises bigotes de foca, y que llevaba sólo unos pantalones y una camisa sin cuello. Estaba bastante borracho. Parecía indeciso entre abrir la botella que tenía en la mano o usarla como un arma.

—Si no es un doctor, ¿qué es usted? —preguntó.

—Soy un paciente. Pero necesito un trago tanto como cualquier doctor —le dije—. Lo que tiene en la mano es otra botella de gin.

—¡Oh, es gin! Gin de m… —dijo, y la botella voló por el aire atravesando ruidosamente la ventana.

—Deme ese sacacorchos —le dije.

Saqué una botella de whisky del estante, la abrí, y se la alcancé con un vaso. Para mí elegí un brandy fuerte con muy poca soda, y luego otro. Después de eso, la mano me temblaba un poco menos.

Miré a mi compañero. Estaba tomándose el whisky directamente de la botella.

—Se va a emborrachar —le dije.

El hombre dejó de beber y volvió hacia mí la cabeza. Hubiese jurado que me miraba.

—¿Que me voy a emborrachar? Maldita sea,
estoy
borracho —me dijo burlándose.

Tenía tanta razón que no hice ningún comentario. El hombre reflexionó un momento antes de anunciar:

—Tengo que emborracharme más. Tengo que emborracharme, mucho más. —Se inclinó hacia mí—. Estoy ciego. Sí, lo estoy. Ciego como un topo.
Todos
están ciegos como topos. ¿Vio las estrellas verdes?

—No —admití.

—Ahí tiene usted. Una prueba. No las ha visto; no está ciego. Todos las vieron —el hombre hizo un amplio y expresivo ademán—, y todos están ciegos. Cometa de…

Me serví un tercer brandy, preguntándome si lo que el hombre había dicho tendría algún significado.

—¿
Todos
están ciegos? —repetí.

—Así es. Todos. Quizá todos los hombres del mundo… excepto usted —añadió de pronto.

—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.

—Es fácil. Escuche —me dijo.

El hombre y yo, juntos, apoyándonos en el mostrador de aquella sombría taberna, nos pusimos a escuchar. No había nada que oír… nada excepto el murmullo de un periódico sucio que volaba por la callejuela vacía. Una quietud que no se conocía en aquel sitio desde hacía mil años, o más.

—¿Comprende lo que digo? Es evidente —dijo el hombre.

—Sí —dije con lentitud—. Comprendo.

Decidí que debía irme. No sabía adónde. Pero tenía que ver qué pasaba.

—¿Es usted el dueño? —le pregunté.

—¿Y qué pasa si lo soy? —preguntó el hombre.

—Nada. Tengo que pagarle esos tres brandys dobles.

—Oh. Olvídese.

—Pero oiga…

—Olvídese, le digo. ¿Sabe por qué? ¿De qué le sirve el dinero a un muerto? Y eso es lo que soy. Sólo necesito un poco de alcohol.

El hombre me parecía bastante robusto para su edad, y así se lo dije.

—¿Para qué vivir ciego como un topo? —me preguntó, agresivamente—. Eso mismo dijo mi mujer. Y tenía razón. Aunque tuvo más coraje que yo. Cuando descubrió que los chicos también estaban ciegos, ¿sabe qué hizo? Los metió en cama y abrió la llave del gas. Eso hizo. Yo no tuve coraje. Era valiente mi mujer, más que yo. Yo también voy a ser muy valiente. Me reuniré con ellos. Cuando esté bastante borracho.

¿Qué podía haberle dicho? Lo que le dije sólo sirvió para hacerlo enojar. Al fin el hombre se dirigió a las escaleras y comenzó a subir con la botella en la mano. No traté de detenerlo, ni de seguirlo. Miré cómo se iba. Luego me bebí el último sorbo de brandy, y salí a la calle silenciosa.

2
La aparición de los trífidos

Este es un informe personal. Hablo aquí de muchas cosas que han desaparecido para siempre, pero no puedo referirme a ellas sin utilizar las palabras de aquel entonces; así que seguiré usándolas. Pero si no quiero que el relato sea ininteligible tendré que retroceder un poco más.

Cuando yo era niño vivíamos, mi padre, mi madre y yo, en un suburbio del sur de Londres. Teníamos una casita que mi padre sostenía asistiendo concienzuda y diariamente a una oficina del Departamento de la Deuda Interna, y un jardincito en el que trabajaba durante el verano. Muy poco nos distinguía de los diez o doce millones de personas que vivían en Londres y sus alrededores.

Mi padre era una de esas personas capaces de sumar una larga columna de números —aun de aquel ridículo sistema monetario entonces en boga— en un abrir y cerrar de ojos, de modo que para él lo más natural era que fuese contador. Como resultado, mi inhabilidad para cualquiera de esas columnas sumase dos veces el mismo total, me transformó ante sus ojos tanto en un misterio como en una decepción. Sin embargo, así era. Algo inevitable. Y los sucesivos maestros que trataron de demostrarme que los resultados matemáticos eran obtenidos mediante un razonamiento lógico, y no por lo de cierta inspiración esotérica, se vieron obligados a abandonarme con el convencimiento de que yo no tenía cabeza para los números. Mi padre leía los reportes escolares con una tristeza que en verdad el resultado general de mis estudios no justificaba. En su mente se desarrollaba, me imagino, un pensamiento semejante a éste: ninguna cabeza para los números = ninguna idea de las finanzas = ningún dinero.

—No sé realmente qué haremos contigo. ¿Qué quieres hacer? —me preguntaba.

Y hasta que tuve trece o catorce años, yo sacudía tristemente la cabeza, consciente de mi triste incapacidad, y confesaba que no lo sabía.

Era mi padre entonces el que sacudía la cabeza.

Para mi padre el mundo se dividía claramente en dos: empleados de escritorio que trabajaban con la cabeza, y hombres no empleados en escritorios que no sabían pensar y que se ocupaban en los trabajos más sucios. No sé cómo hacía para seguir creyendo en algo que había desaparecido cien o doscientos años atrás, pero esa idea dominó de tal modo mi infancia que tardé en comprender que la debilidad para los números no implica necesariamente una vida de barrendero o de pinche de cocina. No se me ocurría que el tema que más me interesaba pudiera conducirme a seguir una determinada carrera, y mi padre no advirtió, o no quiso advertir, que en biología mis calificaciones eran siempre excelentes.

Fue la aparición de los trífidos lo que terminó por decidir el asunto. En realidad, hicieron por mí mucho más que eso. Me proporcionaron un empleo y una cómoda renta. En varias ocasiones casi me quitaron también la vida. Por otra parte tengo que admitir que me la salvaron, pues fue el aguijón de un trífido lo que me llevó al hospital en aquel momento crítico de la aparición de «los restos del cometa».

Se han publicado numerosas teorías sobre la repentina aparición de los trífidos. La mayoría no tiene sentido. Indudablemente, esas teorías no nacieron, como suponen algunas almas cándidas, por generación espontánea. Muy pocos aceptaron la hipótesis de que eran algo así como una visita de muestra, presagios de algo peor si el mundo no seguía la buena senda y mejoraba su conducta. No podía admitirse tampoco que sus semillas hubiesen llegado hasta nosotros flotando a través del espacio como especimenes de las horribles formas que podía asumir la vida en mundos menos favorecidos… Espero, por lo menos, que no tengan ese origen.

Aprendí más acerca de esto que la mayoría de la gente, pues en mi empleo trataba con trífidos y la compañía para la que yo trabajaba estuvo íntimamente, ya que no gratamente, relacionada con la aparición en público de estos seres. Sin embargo, su verdadero origen sigue siendo bastante oscuro. Mi opinión personal, si puede tener algún valor, es que los trífidos son el resultado de una serie de ingeniosos cruzamientos biológicos, en su mayor parte posiblemente accidentales. Si los trífidos fuesen producto de la evolución terrestre, tendríamos que conocer a sus antecesores. Pero nadie, entre los que estaban mejor enterados, llegó a publicar una declaración bien fundada. Los motivos hay que buscarlos, sin duda, en las curiosas condiciones políticas que predominaban en ese entonces.

El mundo en que vivíamos era ancho, y la mayor parte se abría ante nosotros sin mayores dificultades. Caminos, ferrocarriles, y líneas marítimas cruzaban el mundo, y nos llevaban de un punto al otro, seguros y cómodos. Sí queríamos viajar aún más rápidamente, y podíamos pagarlo, tomábamos un avión. En aquellos días nadie necesitaba llevar armas, ni siquiera tomar precauciones. Uno podía ir a cualquier parte, sin que nadie se lo impidiera… aparte de un montón de fórmulas y reglamentaciones. Un mundo tan pacífico nos parece hoy algo utópico. Sin embargo, así era, en cinco sextos del globo, aunque en el otro sexto las cosas fueran un poco diferentes.

Tiene que ser difícil para los jóvenes que nunca vieron nada semejante imaginarse aquel mundo. Quizá parezca ahora la Edad de Oro, aunque no era eso precisamente para los que vivían en él. O quizá piensen que una Tierra cultivada y cuidada casi en su totalidad fuese algo aburrido, pero no era así, de veras. Era, al contrario, algo excitante. Por lo menos para un biólogo. Todos los años llevábamos un poco más al norte el límite de crecimiento de las plantas alimenticias. Las cosechas surgían rápidamente en campos que hasta hacía poco habían sido tundras o tierras estériles. En todas las estaciones, también, se conquistaban desiertos, viejos y nuevos, para que crecieran en ellos alimentos y pastos. Pues la alimentación era nuestro problema más urgente, y el desarrollo de los planes de regeneración y el avance de las líneas de cultivo eran seguido en los mapas con una atención similar a aquella que la generación anterior había puesto en los frentes de batalla.

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