—¿A qué se refiere?
—Está claro que saben que no compartimos la vía moderada del Dalai Lama. Le respetamos, como no podía ser de otra manera, pero pensamos que las cosas sólo podrán lograrse… Al fin y al cabo todos perseguimos los mismos objetivos. Sólo hay una causa verdadera, la liberación del Tíbet.
—He oído que algunos sectores del Congreso de la Juventud Tibetana están más que dispuestos a utilizar la violencia —me aventuré a decir.
Sostuvo los palillos a media altura y me atravesó con sus ojos rasgados.
—¿Lo condenaría, teniendo en cuenta el fin?
—¿Qué ganaríamos si obtuviésemos la libertad política pero perdiésemos lo que da valor a nuestras vidas y a la propia tradición tibetana? —intervino Gyentse.
Nuestro contacto continuó comiendo. Al poco avisó con el índice de que se disponía a decir algo más.
—Como dijo un activista que desplegó no hace mucho una bandera en plena plaza de Tiananmen, no creemos que la independencia sea un regalo que ellos nos ofrecerán. Sin duda habrá que pelear por ella.
Se volvió hacia mí.
—Puede pronunciarse usted también. No creo que haya escuchas bajo esta mesa. ¡Más nos vale! —rió por primera vez.
Pensé la respuesta durante unos instantes. Me planteé si aquel hombre me estaba poniendo a prueba desde que había aparecido por la puerta del restaurante.
—Creo que si la comunidad internacional abordase la cuestión desde un punto de vista legal no sería necesario utilizar violencia alguna. En los dos mil años de historia del Tíbet, ustedes sólo han tenido influencia extranjera en dos breves períodos en los siglos XIII y XVIII. Pocos países independientes pueden proclamar semejante autenticidad.
—Eso es lo que se escuchó en la sede de Naciones Unidas tras la invasión. Pero nunca se han atrevido a afirmar de forma expresa que el Tíbet se encuentra bajo ocupación ilegal china.
—Si al menos considerasen la transferencia de colonos a gran escala como una violación de la Cuarta Convención de Ginebra…
—¡Tengo un amigo —exclamó de repente— que cuando está en Europa y le preguntan de dónde viene dice que ha nacido en un problema llamado Tíbet! En serio, hoy nadie quiere enfrentarse al gigante asiático. Incluso la India se está aproximando más y más a China. Ya han pasado a la historia los días en los que nuestro Dalai Lama era considerado un líder político. Conformémonos con que se mantenga como nuestro líder espiritual.
—Su Santidad el Dalai Lama sabe lo que tiene que hacer —intervino Gyentse de forma un tanto desesperada.
—No cabe duda —contestó él con cierta arrogancia—. Yo me limitaré a ponerles en contacto con las personas indicadas y a proporcionarles el jeep. A partir de ahí, ya discutirán ustedes con Dharamsala lo que conviene o no conviene hacer. En todo caso disfrutaremos en el futuro de los beneficios mutuos de nuestras acciones.
Se introdujo en la boca una nueva exquisitez que el camarero acababa de dejar en nuestra mesa y no volvió a hablar de política en toda la cena.
A partir de entonces todo ocurrió como él había anunciado. Se dirigió al lavabo y nosotros salimos a la calle. Al momento un vehículo gris se detuvo y abrió la puerta para que entrásemos. El conductor se limitó a saludar con la cabeza y condujo durante diez minutos. Primero esquivó bicicletas en el centro, después atravesó una zona oscura en cuyas aceras se percibían cuerpos acurrucados entre mantas también oscuras, con bastones de peregrino y sacos atados con rafia, y volvió a internarse en un barrio sin farolas, apenas iluminado por las lámparas de los comercios que permanecían abiertos. Detuvo el coche en una esquina, bajamos antes de que parase el motor y se alejó sin ruido, balanceándose al superar los socavones del camino de tierra plagado de charcos.
Un minuto después, un muchacho se acercó a nosotros. Vestía una gorra de fieltro y unos pantalones cortados por encima del tobillo que dejaban ver unas botas ajadas. Nos miró de cerca durante unos segundos y pronunció mi nombre.
Nadie en la casa, salvo el chico que había ido a buscarnos, actuaba con naturalidad. No se mostraban hostiles, sino más bien temerosos. Me extrañó esa actitud tratándose de un piso que, según nos había dicho el contacto, acogía con cierta asiduidad a los más variopintos enemigos del régimen.
El muchacho se levantó, me cogió la mano sin pudor y tiró de mí hacia un extremo del cuarto. Abrió el cajón inferior de un mueble rojo y sacó las cintas y revistas de un anticuado método para aprender inglés. Traté de prestar atención mientras me contaba que tuvo que comprarlo de forma clandestina en un mercado.
—El gobierno chino prohibió a los tibetanos que estudiaran inglés para evitar intercambios culturales o comerciales con los visitantes —dijo, esforzándose por escoger las palabras correctas.
Volvió a guardarlo en el aparador como si se tratase de un tesoro. Yo estaba atento a todo lo que me rodeaba. Los demás no se movían de sus sillas. Gyentse permanecía sentado en un rincón. Él no lo confesaba, pero yo sabía que tenía miedo.
El ambiente era húmedo y frío. La habitación estaba iluminada por una luz que apenas traspasaba la tulipa amarilla de la lámpara. Los muebles de la casa estaban adornados con budas de rostros intrigantes y demonios con la boca poblada de colmillos. Vestían túnicas de monje o corazas de soldado y enarbolaban banderas con extraños símbolos y espadas de fuego con empuñaduras de cabeza de animal.
—Aquí sólo pasarán una noche —dijo el chico de repente—. Luego les dirán hacia dónde han de dirigirse.
En ese momento alguien llamó a la puerta con brusquedad. Todos se volvieron sobresaltados. Pasados unos segundos, el muchacho se levantó a abrir con el mismo ánimo con el que acudiría al matadero. La tensión se desplomó cuando vieron aparecer a quien llamaban el Gordo, un tibetano que hacía honor a su apodo.
Se apoyó en la pared y pasó un trapo por los zapatos para limpiar el fango del suburbio. Las calles del centro estaban asfaltadas, pero el aspecto del resto de Lhasa no se diferenciaba mucho del que mostraba un siglo atrás, cuando sólo circulaban por ella carros y peregrinos.
El Gordo se secaba el sudor de la frente y no dejaba de hablar con nerviosismo. Me lanzó varias miradas desconfiadas. Después de que Gyentse se le presentase en tibetano se acercó hasta donde yo estaba.
—¿Por qué nos ayudas? —dijo con buena pronunciación.
Me cogió por sorpresa.
—Es una larga historia. En las últimas semanas han pasado muchas cosas.
—Está bien, está bien. Sólo quiero que sepáis que esto no es un juego. De hecho no se parece nada a un juego. Desde el momento en el que habéis puesto un pie en esta casa os estáis exponiendo a una condena por espionaje y, a la vez, nos exponéis a nosotros. Espero que vuestras razones para haber venido a Lhasa merezcan los riesgos.
—Pero hasta el momento no somos más que unos simples viajeros que se hospedan aquí…
—Esto no es una casa de huéspedes, por lo que el mero hecho de hablar con vosotros sería motivo suficiente para que nos arrestasen. Cualquier movimiento que no sea comer, cuando hay algo en el cuenco, dormir y agachar la cabeza se entiende en este país como un acto de espionaje. Sólo con que vieran esas fotos de Su Santidad el Dalai Lama —señaló hacia el mueble donde guardaban el método de inglés— ya sería suficiente para que nos llevasen a todos a la prisión de Shigatse.
Se sentó resoplando en un taburete y pidió algo de beber. Una mujer que acababa de asomarse al salón salió en busca de unas tazas a la cocina, situada en el piso superior.
—He venido a avisarles —nos advirtió—. Siempre estamos en peligro, pero estos días mucho más. No se puede cometer ni un solo error.
—Por el aniversario… —dije, recordando lo que nos había contado el contacto en el restaurante.
—Veo que ya lo sabéis, pero no me importa repetíroslo. Quieren evitar a toda costa actos de protesta y controlan más a los disidentes. ¡Ayer mismo se presentó una patrulla en el monasterio de Yung-Sapa y se llevó a quince monjes acusados de activismo político!
Se inclinó hacia una mesa, cogió unos palillos y se lanzó a la boca con pericia unos trozos de tortilla que se escondían entre el arroz que quedaba en un cuenco. El ambiente comenzó a parecerme opresivo. El aire estaba impregnado de la grasa que utilizaban para cocinar. Me sentía más vulnerable de lo habitual. Sin duda era debido a la presión de la altitud y a la falta de oxígeno.
—Excúsame, amigo —conseguí articular—. Creo que debo economizar fuerzas.
—La altura…
—Supongo que sí. Lo siento. Me retiraré un rato a…
En ese momento la mujer que había ido a por las tazas se lanzó escaleras abajo gritando como si se hubiese vuelto loca. El muchacho subió a grandes saltos al piso superior y, tras asomarse a la terraza, volvió a bajar uniendo sus gritos a los de la mujer.
Todos se volvieron hacia nosotros.
—¿Qué pasa?
Gyentse escuchaba con un gesto de pánico las explicaciones que se intercambiaban de forma desordenada.
—¡Tenemos que irnos ya! ¡Se acerca una patrulla! ¡Es una redada!
—Debe de tratarse de una filtración —dijo el Gordo—. ¡Eso nos pasa por fiarnos de cualquiera!
—Pero nosotros…
—¡Salid de esta casa, os lo ruego!
—¡Pero tenemos que esperar al coche que nos enviará el contacto! ¿Dónde podríamos…?
—¡Salid! —imploró el Gordo—. ¡Yo me encargaré de que el chófer os recoja en la puerta del monasterio del Jokhang al amanecer!
Nos empujaron hacia fuera. Uno de los hombres de la casa nos lanzó las bolsas que llevábamos. Gyentse intentó coger la suya al vuelo mientras otro de los tibetanos tiraba de él hacia la calle, con tan mala fortuna que se torció el tobillo. Soltó un alarido seco, pero al momento me indicó que podía andar. La mujer gritó una última vez desde la escalera.
—¡Ya casi están aquí! ¡Idos!
Salimos a la calle. Un poco más allá había una plazoleta. Gyentse cojeaba bastante. Mientras decidíamos hacia dónde empezar a correr vimos que la patrulla se estaba acercando. Pegamos la espalda a la pared para no ser vistos. Algunos de los soldados se introdujeron en otras dos casas para seguir inspeccionando. Los demás se plantaron en mitad de la calle.
En aquel momento bajó el muchacho de la gorra de fieltro.
—¡Podéis escapar por allí! —gritó.
Señaló un hueco que separaba dos edificios situados al otro lado de la plaza. Había que cruzar un buen trecho para llegar hasta allí, pero no lo pensé dos veces. Miré a Gyentse y me lancé a correr confiando en que él vendría detrás. Cuando llegué, el corazón se me salía por la boca. Apenas cabía en el hueco sin ponerme de perfil. Estaba inundado y lleno de moho. Me adentré en él como pude para esconderme bien y volví la vista hacia atrás.
Gyentse no estaba conmigo.
Descubrí horrorizado que ni siquiera había intentado cruzar la plaza. Estaba sentado en el suelo en la misma puerta de la casa, junto al muchacho de la gorra de fieltro. Se apretaba el tobillo. Finalmente se puso en pie, pero en ese momento vio que uno de los soldados que se había separado de la patrulla se acercaba con el arma en la mano. Ya no había tiempo. No podía llegar hasta donde yo estaba sin ser visto. Me miró fijamente. Pude leer la zozobra en sus ojos mientras me hacía gestos para que yo siguiese adelante. Yo no quería separarme de él, no quería dejarle allí, pero el soldado se acercaba cada vez más. Gyentse me miró por última vez y echó a correr calle abajo en dirección contraria. Pensé en volver atrás e ir tras él, pero sabía que no era posible. La patrulla al completo se estaba adentrando en la plaza.
Me sumergí en el corredor rozándome con ambas paredes. Tenía miedo de que llegase un momento en el que se estrechase tanto que me impidiera continuar. Cuando estaba por la mitad, uno de los soldados debió de asomarse y gritó algo. Volví la cabeza y percibí al fondo la silueta de una gorra. Mis pulsaciones se aceleraron aún más. Solté la bolsa para avanzar más rápido y seguí adelante.
Al llegar al final del corredor salí a un patio privado. Había docenas de telas recién teñidas colgadas a secar de unos alambres. Despedían un vapor acre que me producía un fuerte picor en la garganta y me impedía respirar. Me acerqué a la única puerta. Estaba cerrada. Retiré las telas como pude para llegar hasta la valla que separaba el patio de otro callejón. Me encaramé por ella y salté al otro lado. Corrí apartando a mi paso plásticos que cubrían más ropas tendidas hasta que vi una puerta de hierro entreabierta. A través de ella accedí a un pasillo iluminado por una bombilla rosa. Las paredes estaban descascarilladas y una moqueta húmeda cubría el suelo. Pasé junto a dos habitaciones oscuras. Era un burdel. El salón estaba flanqueado por unos butacones ocupados por mujeres chinas en ropa interior. Ninguna se sorprendió al verme. Estiraron los brazos y me lanzaron besos de forma nada sugerente. Durante unos segundos me quedé parado en medio de la sala sin encontrar la salida Una de ellas me mostró un pecho y las demás rieron mientras hacían gestos obscenos. Por fin localicé la puerta tras una cortinilla de tiras de plástico. Salté jadeando los tres escalones de entrada al club y salí a una calle comercial azotada por las ráfagas intermitentes que despedían los rótulos de neón.
Intenté calmarme. Estaba completamente perdido. Los tenderos, la mayoría colonos, fumaban en las puertas junto a los radiocasetes que arrojaban melodías distorsionadas. Decidí buscar un lugar para esconderme y pasar desapercibido hasta que alguien me dijese hacia dónde debía dirigirme.
Me detuve frente al puesto de una familia tibetana que vendía zapatos. El mostrador dejaba el espacio justo para que los dueños se movieran por dentro. El fondo estaba lleno de pares apilados envueltos en papel de estraza. La mujer cosía en el interior junto a dos niños que bebían leche. El más pequeño, bien enseñado, levantó un extremo del mostrador en cuanto me vio. Me pareció buena idea ocultarme un minuto y que me explicasen cómo llegar al monasterio del Jokhang. Supuse que lo sabrían, ya que era el principal lugar de culto en la ciudad.
Me senté en un taburete para recuperar el ritmo de la respiración. El hombre se empeñaba en sacarme una bota para que me probase sus zapatos. Me negué amablemente e hice como que curioseaba los objetos que se exhibían bajo el cristal del mostrador: una baraja de cartas orientales, un catalejo, un retrovisor de moto, una pipa y unos cascabeles para colgar de la brida del caballo. Cogí la baraja y le dejé cinco dólares sobre el mostrador lo que sin duda era un pago desproporcionado. Les pregunté por Jokhang y señalaron hacia todas las direcciones. Ni siquiera estaba seguro de que me hubieran entendido.