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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (20 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Escogió cuatro o cinco piedras con base plana para aguantarlas de pie y buscó un rincón recogido. Después, cerrando los ojos, pidió suerte para mí, larga vida para el Dalai Lama y aún más fe para aquellos que esperaban pacientes un brote de esperanza en las riberas de los mil lagos del Tíbet.

Mientras tanto yo trataba por todos los medios de contactar con Luc Renoir. Estaba a punto de claudicar cuando por fin conseguí línea y se sucedieron las señales de llamada. «Puedes pedirme lo que sea», me dijo en el hotel Imperial la noche antes de mi partida. Al fin y al cabo se le consideraba uno más en casa de Malcolm.

Al momento alguien descolgó al otro lado.

—Delegación de la Unión Europea. ¿En qué puedo ayudarle?

—Póngame con el señor Renoir, por favor, de parte de Jacobo.

—Lo siento, ha salido.

—Estoy seguro de que si le dice mi nombre querrá hablar conmigo —respondí un tanto arrogante.

Parecía que se había interrumpido la comunicación cuando oí el acento parisino del delegado.

—Hola, Jacobo.

—Hola, Luc.

—Estamos todos consternados. Hoy he estado con Malcolm. Acaba de llegar a la ciudad.

—Cuida de él. Está muy mal.

—Lo sé. Para mí también ha sido un golpe difícil de superar. Asha era una mujer maravillosa.

—Es terrible.

—¿Qué tal estás de tus heridas? Nos tuviste muy preocupados.

—Yo estoy bien, gracias. Pero necesito un favor urgente.

—Si puedo ayudarte…

—Se trata de unos visados para volar a Lhasa.

Luc respiró hondo. Su exhalación rascó en el pequeño altavoz del teléfono.

—¿Qué quieres hacer allí?

—Voy en busca de algo.

—Te ruego que seas más explícito.

—Digamos que es una reliquia del antiguo Tíbet. Aunque para mí es mucho más que eso —me anticipé a decir.

Luc permaneció en silencio durante unos segundos.

—¿Por qué? —dijo finalmente.

—Tengo mis razones.

—Estoy seguro de ello. ¿Tienes información detallada sobre ese objeto? ¿Lo has hablado con Malcolm?

—Trataré de llamarle en cuanto llegue. Si por lo que fuera no pudiese contactar con él, dile que voy en busca de uno de los
terma
enterrados por Padmasambhava. No hace falta que te lo diga, pero sé discreto, por favor. Nadie debe enterarse.

—Pero ¿sabes cómo puedes acceder hasta él? ¿Dónde se encuentra?

—Es suficiente con que me proveas de los visados.

—¿Por qué hablas en plural?

—Me acompaña un lama.

—¿De Dharamsala? —se sorprendió.

—Es de total confianza. Más tarde te enviaré sus datos. Los míos ya los tienes.

—Sí. Pero una vez allí…

—Sé lo que tengo que hacer, no te preocupes. Alguien ya se ha ocupado de establecer un contacto.

—No te metas en líos. Si estás hablando del Congreso de Juventud Tibetana…

—¿Por qué piensas que se trata de ellos?

—Jacobo, el Congreso no es un partido político, sus atinados son los más comprometidos con la pretensión independentista y está avocado a una línea dura, incluso guerrillera.

—Quizá es lo que necesito ahora —ironicé, no queriendo discutir con él.

—Sólo te aviso de que muchos de los jóvenes activistas del Congreso están poniendo en tela de juicio la autoridad de los líderes espirituales. Cuestionan la eficiencia de los lamas a la hora de hacer política y, sin darse cuenta, se están radicalizando de forma un tanto imprudente.

—Lo tendré en cuenta.

—¿Cuándo llegas a Delhi?

—Supongo que pasado mañana.

Luc se quedó pensando un rato.

—Llámame unos kilómetros antes de llegar —dijo después—. Te estaré esperando con los visados —resolvió.

—No sé cómo podré pagarte.

—La verdad es que cualquier cosa que haga por ti la estaré haciendo por Malcolm y por Martha.

—De todas formas te lo agradezco. Puedes creerme si te digo que odio pedir favores. Hasta mañana.

—¡Un momento! —exclamó Luc.

—Sigo aquí, dime.

—¿Qué ha pasado con la Fe Roja?

—¿Te refieres a lo que hablamos en el hotel la noche de la presentación?

—Sí.

—Digamos que he decidido apuntar hacia otro objetivo.

—¿Estás insinuando que la secta no asesinó a Lobsang Singay?

—Ya te lo explicaré más despacio.

—Tú verás lo que haces. Yo no soy quién para sermonearte. Pero ten mucho cuidado. Desde el momento en el que te relaciones con la gente del Congreso de la Juventud Tibetana podrás considerarte perseguido por el régimen chino.

—Adiós, Luc. Gracias por todo.

El todoterreno no dejaba de moverse a ambos lados, a veces se deslizaba por la marca de rodadura impresa en la gravilla y otras tentaba a la suerte a unos centímetros del precipicio. Nos dirigíamos a Delhi para después coger el avión hacia Lhasa; la garra que me apretaba el corazón me angustiaba mucho más que el vacío que se abría tras la ventanilla.

Tenía dos largos días por delante. Me estremecía al pensar que iba a revivir el camino que un día recorrí con Asha, y saber que me encontraría con Malcolm al llegar, en mitad de su vida más cotidiana, ahora vacía.

Atravesábamos un campo de marihuana. Nos detuvimos en un pueblo a repostar. No pude evitar que durante dos segundos me temblasen las piernas al ver oscilar el letrero de «Indian Oil» sobre el surtidor. Un muchacho se acercó a venderme una bolsa de hierba. La rechacé tres veces. Él hacía como que se extasiaba al aspirar su supuesto aroma.

Me aproximé cuanto pude al borde del barranco. El viento golpeaba fuerte. Volví la cabeza hacia el recinto mal vallado de la gasolinera. Vi la sonrisa de Asha, la mirada perdida de Malcolm. Y más allá vi Perú y nuestra casa en Puerto Maldonado. Vi a Martha y a Louise. Mi pequeño reducto.

Quizá algún día llegase a comprender que no abarcamos más de lo que llegamos a abrazar, de cuerpo y alma.

Capítulo 21

Aterrizamos en Lhasa a media tarde. Por fin estábamos allí, bajo la luz plateada. El sol traspasaba las nubes y estampaba reflejos contra las paredes encaladas. Los aledaños del aeropuerto me mostraron el Tíbet que yo imaginaba, las casas blancas de dos pisos con ventanas cuadradas enmarcadas de pintura negra y coronadas por un toldo, las terrazas planas teñidas de rojo, los miradores de madera, las grandes telas con grafismos azules. Sin embargo, al tomar la avenida Chindrol hacia el centro siguiendo la ribera del río Kyi-Chu todo cambió. Nos introdujimos en la moderna Lhasa, la nueva capital del Tíbet chino, poblada de edificios que trataban de mostrar modernidad atiborrándose de cristales de espejo.

Gyentse dejó caer la cabeza, decepcionado. No era lo que esperaba encontrar.

Mientras rodeábamos una plaza inmensa con el taxi, el conductor sacó el brazo por la ventanilla y señaló hacia una colina que surgía del límite de la carretera. Entonces sí que me sobrecogí, y también mi amigo lama. Gyentse sonrió abiertamente al presenciar de improviso la grandiosidad del Potala, el antiguo palacio que el Dalai Lama tuvo que abandonar tras la ocupación. El palacio mismo era la colina, con sus muros superpuestos donde se aglomeraban cientos de ventanas y terrazas a diferentes alturas plagadas de escalinatas.

Las mil estancias del Potala estaban destinadas a oficinas del gobierno de la región autónoma del Tíbet, que era el nombre oficial que recibía la zona ocupada. Los chinos lo habían vaciado de cualquier elemento que recordase su pasado. Habían quemado el mobiliario de madera y los tapices y habían pasado el rodillo sobre las delicadas pinturas que durante siglos decoraron sus paredes, pero no habían podido borrar su estampa imponente. El Potala se elevaba en medio de la ciudad y clamaba por recuperar su historia perdida.

—No tuvieron valor suficiente para derribarlo —explicó Gyentse emocionado—. Decidieron aprovecharse de él por su robustez y ahora les recuerda a cada momento la grandiosidad de nuestro pueblo. Dicen que el Potala se ve desde cualquier punto de la ciudad. Y que a cualquier punto envía su fuerza.

Dejamos atrás la plaza y seguimos hasta el lugar donde debíamos esperar a que apareciese nuestro contacto. Se trataba de un restaurante que conservaba la estética tibetana más pura.

Bajamos del taxi y levanté la vista hacia el cielo. La tarde comenzaba a caer y daba paso a unos destellos que barnizaban de caramelo los tejados. Sobre la terraza, asidas a una torreta, colgaban varias cuerdas repletas de pequeñas banderas ceremoniales: rojas, añil, amarillas, verde esmeralda y alguna blanca, todas ellas atravesadas con rezos escritos. Durante siglos los fieles los escribían a mano, con plumilla y tinta negra sobre la tela, pero ya hacía tiempo que se vendían con la plegaria impresa. Se trataba de que cada golpe de viento las lanzase al cielo con fuerza. Una vez más quedaba claro el sentido más práctico de un pueblo tan devoto que buscaba la forma de orar hasta cuando estaba haciendo otra cosa. Pensé en colgar una bandera de la correa de mi petate por si con ello conseguía alguna ayuda extra.

El portero se apresuró a recoger nuestras bolsas y a la escalera que subía al comedor. Nos sentamos en una mesa redonda con mantel de tela. Un camarero nos acercó un cuenco de soja y dos juegos de palillos lacados. Pedimos una cereza local y un agua con gas.

Apenas habíamos acercado el vaso a la boca cuando apareció nuestro contacto. El hombre resultó tener unos cincuenta años. Llevaba el pelo liso engominado hacia atrás y un traje azul marino con líneas pajizas que formaban cuadros. Había algo en él que destacaba del resto de los comensales. Se acercó a nuestra mesa y miró a ambos lados antes de sentarse.

—Han llegado puntuales. Es extraño en esa aerolínea.

—Es usted…

—Soy quien debo ser. Digamos que mis amigos del Congreso de la Juventud Tibetana no me conocen por mi nombre. La verdad es que no acostumbran a preguntar mucho. Será porque reciben todo lo que me piden.

—Todos le agradecemos cuanto hace.

—El agradecimiento es mutuo. Quede claro que no sé qué están haciendo aquí, ni me interesa saberlo. Sólo sé que esta vez llamaron de las altas esferas de Dharamsala para solicitar mi ayuda logística y yo he accedido a prestársela. Les proveeré de un vehículo y de un chófer para los próximos días, con todos los papeles en regla.

—¿Dónde nos alojaremos?

—También me he ocupado de eso. Estuve tentado de reservarles un hotel discreto. Nunca se sabe qué es lo más oportuno, y menos en estos días. Ya saben, es por el aniversario.

—La verdad es que no sabemos a qué se refiere —dije, mirando a Gyentse.

—Faltan sólo unos días para que se celebre el aniversario de la que llaman la liberación pacífica del Tíbet. Un invento de Pekín para legitimar con protocolo y diversos actos públicos los estragos cometidos durante las cinco décadas que ya han pasado desde la ocupación.

—Vaya, justo ahora…

—He decidido alojarles en una de las casas.

—¿En un piso franco?

—Es el hogar de una familia que colabora con el Congreso desde hace años. Son de total confianza. Cuando terminemos de cenar uno de mis hombres les acompañará hasta allí.

—Si prefiere que vayamos nosotros mismos…

—Es necesario que lo hagamos a mi manera. La situación que vivimos aquí es lo más parecido que hay a un estado de guerra. Cualquier taxista afín al régimen informaría de inmediato a los chinos si un occidental le pidiera ir a los arrabales. Ni siquiera al conductor le diré cuál es la casa exacta a la que ustedes se dirigen. Les dejará a un par de manzanas. Cuando llegue el momento, bajen del coche y esperen a que se les acerque otra persona que también estará avisada.

—Se trata de fraccionar la información…

—Cualquier precaución es poca —confirmó.

—No esperaba un local tan elegante en Lhasa —dijo Gyentse, quizá tratando de no incrementar la sensación de peligro que ya traía consigo.

—Ya sabrá usted que en todas las ciudades, por pobres que sean, hay uno así. Lo he escogido porque con ocasión de las celebraciones habrán repartido informadores por todas las tabernas de Lhasa. Aquí es donde menos esperarán encontrar a un miembro de nuestra humilde organización.

—No es usted como le imaginaba.

—Cada cual cumple su papel desde la posición que le toca vivir. El dinero no cambia el sufrimiento que se padece por dentro.

—No le estaba juzgando.

El camarero reaccionó ante una mueca de nuestro anfitrión y acercó una mesita auxiliar. Al momento abrió una botella y llenó nuestras copas.

—Espero que les guste el vino francés.

Asentí acercándolo a mi nariz y simulando un brindis. El hombre tomó la suya, hizo girar su contenido y dio un sorbo antes de continuar hablando. Gyentse reproducía con cuidado nuestros movimientos.

—El tacto del Burdeos resulta adecuado para algunos platos orientales de carne con salsas picantes. Y aquí hay un cocinero que conserva algunos libros de los tiempos de Confucio que consiguieron salvarse de los guardias rojos.

De inmediato vino a mi mente el tratado de la magia de los chamanes.

—Además de terminar con todo lo tibetano —intervino Gyentse—, la Revolución Cultural también acabó con la rica cultura milenaria china que había conseguido arraigarse en la meseta.

—Pensaba que los comunistas se habían conformado con eliminar las bases políticas y religiosas.

—Para destruir la esencia del país tenían que hacer desaparecer su cocina —siguió diciendo el contacto—. Si se adentrara en la metafísica Tao comprendería que tiene un necesario reflejo en el arte culinario. Estos malditos chinos también crearon una corriente de pensamiento decente. Pero esta noche nos dedicaremos sólo a sus sabores y aromas, ¿no les parece? ¡Quién sabe lo que tendrán que pasar ustedes los próximos días!

Sentí un escalofrío, como si aquel mecenas estuviera ofreciéndome la última cena en el corredor de la muerte.

Hizo otro gesto y el camarero trajo las primeras fuentes: nidos de golondrinas, crema de medusas gigantes elaborada con sus partes mucosas y huevos de mil años, uno de los platos más cotizados según nuestro anfitrión, previamente cocidos y enterrados en excremento de yak hasta que la clara y la yema adquirían las tonalidades que ahora mostraban sobre la bandeja.

—Y díganme, ¿qué opinan en la administración central acerca de lo que hacemos aquí? —murmuró sin dejar de examinar los manjares.

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