Read El hombre que confundió a su mujer con un sombrero Online

Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (17 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
4.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sintiéndome un poco aturdido yo mismo en este remolino de identidades, señalo el estetoscopio, que me cuelga del cuello.

—¡Un estetoscopio! —exclamó— . ¡Y fingía usted ser Hymie! Ustedes los mecánicos están empezando a creerse que son médicos, con esas chaquetas blancas y los estetoscopios… ¡Como si necesitase usted un estetoscopio para escuchar un coche! Es usted mi viejo amigo Manners de la estación Mobil del final de la manzana, que ha venido por su salchicha con pan de centeno…

William Thomson se frotó de nuevo las manos, en su gesto de tendero, y buscó el mostrador. Al no encontrarlo, me miró de nuevo extrañado.

—¿Dónde estoy? —dijo, con una súbita expresión aterrada— . Creí que estaba en mi tienda, doctor. Se me ha ido el santo al cielo… ¿Querrá usted que me quite la camisa, para examinarme como siempre?

—No, no como siempre. Yo no soy su médico de siempre.

—Claro que no lo es. ¡Ya me di cuenta de eso enseguida! Usted no es mi médico habitual que me examina el pecho. ¡Y vaya barba que tiene, cielo santo! Pero si parece usted Sigmund Freud… ¿Me he vuelto loco, he perdido el juicio?

—No, señor Thomson. No ha perdido el juicio. Lo único que pasa es que tiene usted un pequeño trastorno en la memoria… tiene usted dificultades para recordar y para identificar a la gente.

—La memoria me ha estado jugando malas pasadas, sí —admitió— . A veces cometo errores… confundo a una persona con otra… ¿Qué querrá ahora, Nova o Virginia?

Así sucedía, con ciertas variantes, cada vez… con improvisaciones, siempre rápido, a veces divertido, a veces brillante y, en último término, trágico. El señor Thomson me identificaba (me pseudoidentificaba) como una docena de personas distintas en el transcurso de cinco minutos. Maniobraba, ágilmente, de una suposición, una hipótesis, una idea, a la siguiente, sin apariencia alguna de inseguridad en ningún momento… nunca sabía quién era yo, o dónde estaba o qué era
él
, un ex tendero con síndrome de Korsakov grave, ingresado en una institución neurológica.

No recordaba nada más allá de unos cuantos segundos. Estaba continuamente desorientado. Se abrían a sus pies continuamente abismos de amnesia, pero él los salvaba, con ingenio, mediante rápidas fabulaciones y ficciones de todo tipo. Para él no eran ficciones, era como veía de pronto o interpretaba el mundo. El flujo incesante y la incoherencia del mundo no podía tolerarlos, no podía admitirlos ni un instante… substituía aquella cuasicoherencia extraña y delirante, con la que el señor Thomson, con sus invenciones continuas, inconscientes y vertiginosas, improvisaba sin cesar un mundo en torno suyo, un mundo de
Las mil y una noches
, una fantasmagoría, un sueño de situaciones, imágenes y gentes en perpetuo cambio, en transformaciones y mutaciones continuas, caleidoscópicas. Pero para el señor Thomson no era un tejido de ilusiones y fantasías evanescentes y en cambio incesante, sino un mundo fáctico, estable, plenamente normal. Por lo que a él se refería, no había ningún problema.

En una ocasión el señor Thomson se fue de viaje, identificándose en recepción como «el reverendo William Thomson», pidió un taxi y salió a pasar el día fuera. El taxista, con el que hablamos más tarde, dijo que nunca había tenido un pasajero tan fascinante, pues el señor Thomson le contó una historia tras otra, historias asombrosamente personales, llenas de aventuras fantásticas. «Parecía haber estado en todas partes, haberlo hecho todo, haber conocido a todo el mundo. Yo apenas podía creer que fuese posible tanto en una sola vida», explicó. «No es exactamente una sola vida», le contestamos. «Es un caso muy raro… una cuestión de identidad.»
[1]
.

Jimmie G., otro paciente con síndrome de Korsakov, del que ya he hablado por extenso (capítulo dos), hacía mucho que se había
aliviado
de su Korsakov agudo, y parecía haberse asentado en un estado de desvinculación permanente (o quizás un sueño permanente con apariencia de presente o una reminiscencia del pasado). Pero el señor Thomson, nada más salir del hospital (su síndrome de Korsakov se había manifestado hacía sólo tres semanas, en que le sobrevino fiebre alta, empezó a delirar y dejó de reconocer a la familia) aún seguía en ebullición, aún se mantenía en un delirio confabulatorio casi frenético (del tipo a veces denominado «psicosis de Korsakov», aunque no sea en modo alguno una psicosis), creando continuamente un mundo y un yo, para substituir al continuamente olvidado y perdido. Este frenesí puede producir potencialidades de invención y de fantasía sumamente brillantes (un auténtico genio confabulatorio) pues el paciente
debe literalmente hacerse a sí mismo (y construir su mundo) a cada instante
. Nosotros tenemos, todos y cada uno, una historia biográfica, una narración interna, cuya continuidad, cuyo sentido, es nuestra vida. Podría decirse que cada uno de nosotros edifica y vive una «narración» y que esta narración es nosotros, nuestra identidad.

Si queremos saber de un hombre, preguntamos «¿cuál es su historia, su historia real interior?»… porque cada uno de nosotros es una biografía, una historia. Cada uno de nosotros es una narración singular, que se construye, continua, inconscientemente, por, a través de y en nosotros… a través de nuestras percepciones, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones; y, en el mismo grado, nuestro discurso, nuestras narraciones habladas. Biológica, fisiológicamente, no somos distintos unos de otros; históricamente, como narraciones… somos todos únicos.

Para ser nosotros mismos hemos de tenernos a nosotros mismos, hemos de poseer, de reposeer si es preciso, nuestras historias biográficas. Hemos de «recolectar» nosotros mismos, recolectar el drama interior, la narración, la nuestra, la de nosotros mismos. El individuo necesita esa narración, una narración interior continua, para mantener su identidad, su yo.

Esta necesidad narrativa es, quizás, la clave de la fantasía desesperada del señor Thomson, de su verbosidad. Privado de continuidad, de una narración interior continua y tranquila, se ve empujado a una especie de frenesí narrativo… de ahí sus historias incesantes, sus fabulaciones, su mitomanía. Al no poder mantener una narración auténtica o una continuidad, al no poder mantener un mundo interior auténtico, se ve empujado a la proliferación de pseudonarraciones, a una pseudocontinuidad, a pseudomundos poblados por pseudogentes, por fantasmas.

¿Y cómo le va al señor Thomson? Superficialmente, parece un comediante entusiasta. La gente dice: «Es tremendo». Y hay mucho de burlesco en esta situación, en la que podría basarse una novela cómica
[2]
. Es cómico, pero no es sólo cómico… es también terrible. Pues se trata de un hombre que, en cierto sentido, está desesperado, frenético. El mundo desaparece incesantemente, pierde sentido, se esfuma… y él ha de buscar sentido,
elaborar
sentido, de un modo desesperado, inventando continuamente, tendiendo puentes de sentido para salvar abismos de insensatez, el caos que se abre continuamente a sus pies.

Pero, ¿sabe, siente esto el propio señor Thomson? Después de considerarlo «tremendo», «muy simpático», «muy divertido» la gente siente inquietud, miedo incluso, por algo que hay en él. «No para», dicen. «Es como si estuviese corriendo en una carrera, como si intentase alcanzar algo que siempre se le escapa.» Y, verdaderamente, nunca puede parar de correr, porque esa brecha de la memoria, de la existencia, del sentido, no se cura nunca, hay que tender puentes, hay que poner «remiendos», a cada instante. Y los puentes, los remiendos, pese a toda su brillantez, no funcionan… porque
son
confabulaciones, ficciones, que no pueden sustituir a la realidad, y que no se corresponden además con ella. ¿Siente
esto
el señor Thomson? O, dicho de otro modo, ¿cuál
es
su «sentido de la realidad»? ¿Se siente atormentado continuamente, siente la angustia del hombre perdido en la irrealidad, que lucha por superar su situación mediante ilusiones, invenciones incesantes que son también totalmente irreales, en las que se hunde? Es indudable que no se siente muy a gusto… tiene siempre una expresión tensa, crispada, como de un hombre sometido a una presión interior continua; y de cuando en cuando, no muy frecuentemente, o enmascarada si aparece, una expresión de desconcierto patente, franco, patético. Lo que salva por una parte al señor Thompson, y lo condena por otra, es la superficialidad forzada o defensiva de su vida: la forma en que se halla reducido, en realidad, a una superficie, brillante, temblequeante, iridiscente, en perpetuo cambio, pero a pesar de todo una superficie, una masa de ilusiones, un delirio, sin profundidad.

Y unido a esto, ningún sentido de que ha perdido el sentido (precisamente porque lo ha perdido), ningún sentido de que ha perdido la profundidad, esa profundidad insondable, misteriosa, de infinitos niveles, que define de algún modo la identidad o la realidad. Esto es algo que resulta evidente para todos los que han estado en contacto con él durante un tiempo… Que bajo su facilidad, su frenesí incluso, hay una extraña pérdida de sentido… ese sentido, o juicio, que diferencia entre «real» e «irreal», «verdadero» y «no verdadero» (no se puede hablar de «mentira» en este caso, sólo de «no verdad»), importante y trivial, relevante e irrelevante. Lo que brota, torrencialmente, en su confabulación inacabable, tiene, por último, una cualidad peculiar de indiferencia… como si no importase en realidad lo que dijese, o lo que cualquier otro hiciese o dijese; como si ya nada importase en realidad.

Un ejemplo sorprendente de esto fue cuando una tarde en que William Thomson, farfullando sobre una serie de individuos que iba inventándose sobre la marcha, dijo: «Ahí va mi hermano pequeño, Bob, ahí pasa por el ventanal», en el mismo tono, excitado pero igual e indiferente, que el resto del monólogo. Me quedé estupefacto cuando, al cabo de un minuto, asomó por la puerta un hombre y dijo: «Soy Bob, soy su hermano pequeño… creo que me vio pasar por la ventana». Nada del tono o de la actitud de William (nada de su tipo de monólogo exuberante, pero invariable e indiferente) me había preparado para la posibilidad de… realidad. William hablaba de su hermano, que era real, exactamente en el mismo tono, o con la misma ausencia de tono, con que hablaba de lo irreal… ¡Y allí, de pronto, aparecía, entre los fantasmas, una persona real! Además, William no trataba a su hermano pequeño como «real» (no mostraba ninguna emoción auténtica, no se mostraba orientado o libre de su delirio en ningún sentido) sino que, por el contrario, trató inmediatamente a su hermano
como
algo irreal, borrándolo, perdiéndolo, en otro remolino de delirio… algo totalmente distinto de las ocasiones, raras pero profundamente conmovedoras, en que Jimmie G. (ver capítulo dos) se encontraba con su hermano y mientras estaba con él dejaba de estar perdido. Esto resultó sumamente desconcertante para el pobre Bob, que decía: «Soy Bob, no Rob, no Dob», sin resultado alguno. En medio de sus fabulaciones (quizás algún hilo de memoria, de parentesco recordado o identidad se mantuviese aún, o volviese por un instante) William hablaba de su hermano
mayor
, George, utilizando su presente de indicativo habitual.

—¡Pero si George murió hace diecinueve años! — dijo Bob, horrorizado.

—¡Ay, este George siempre está de broma! — pretextó William, ignorando al parecer el comentario de Bob, o indiferente a él, y siguió hablando de George en su estilo agitado, obsesivo, insensible a la verdad, a la realidad, a lo propio y lo impropio, a todo… insensible también al desasosiego manifiesto de su hermano vivo, al que tenía delante.

Fue esto, sobre todo, lo que me convenció de que había una pérdida total y básica de realidad interior, de sentido y de significado, de alma, en William… y lo que me indujo a preguntarles a las monjas, lo mismo que les había preguntado en el caso de Jimmie G.: «¿Creen ustedes que William tiene
alma
? ¿O la enfermedad le ha vaciado, le ha dejado hueco por dentro, lo ha des-almado?».

Esta vez, sin embargo, pareció inquietarles mi pregunta, como si hubiesen pensado ya algo parecido: no podían decir «juzgue por sí mismo. Observe a Willie en la capilla», porque hasta en la capilla seguía con sus bromas, sus fabulaciones. En Jimmie G. hay un patetismo total, un sentido triste de carencia que uno no percibe, o no percibe directamente, en el efervescente señor Thomson. Jimmie tiene
estados de ánimo
y una especie de tristeza cavilosa (o, al menos, anhelante), una profundidad, un alma, que no parece existir en el señor Thomson. Éste tenía sin duda, como decían las monjas, un alma inmortal en el sentido teológico; el Todopoderoso podía verlo, llamarlo, como individuo; pero, ellas estaban de acuerdo: al señor Thomson le había sucedido algo muy inquietante, a su espíritu, a su carácter, en el sentido humano, ordinario.

Precisamente porque está «perdido», Jimmie
puede
ser redimido o hallado, al menos durante un tiempo, a través de una relación emotiva auténtica. Jimmie se halla sumido en la desesperación, una desesperación tranquila (utilizando o adaptando el término de Kierkegaard) y en consecuencia tiene posibilidad de salvación, puede tocar base, asentarse en la realidad, en el sentimiento y el sentido que ha perdido, pero que aún identifica, que aún anhela…

Pero en el caso del señor William, con su superficie brillante, pulida, el chiste interminable con que sustituye el mundo (que si cubre una desesperación es una desesperación que él no siente), para William, con su indiferencia manifiesta hacia la relación y la realidad atrapadas en una verbosidad incesante, no puede haber nada, absolutamente nada, «redentor»… Sus fabulaciones, sus apariciones, su frenética búsqueda de significados, es la barrera fundamental
para
cualquier significado.

Así pues, paradójicamente, el gran don de William (para la fabulación) que ha sido conjurado para saltar continuamente el abismo siempre abierto de la amnesia, el gran don de William es también su perdición. Ay, si pudiese estar
callado
un solo instante, piensas; si pudiese parar esa charla y ese parloteo inacabable; si pudiese abandonar la superficie engañosa de las ilusiones… entonces (¡ah, entonces!) podría penetrar la realidad; podría entrar en su alma algo auténtico, algo profundo, algo cierto, algo sentido.

Porque la víctima última, «existencial», no es la memoria (aunque su memoria
esté
completamente devastada); no es la memoria únicamente lo que se ha alterado tanto, sino cierta capacidad básica para sentir, que ha desaparecido; y es en este sentido en el que él está «des-almado» o «desanimado».

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
4.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Alice Bliss by Laura Harrington
Small Plates by Katherine Hall Page
Coal Black Blues by Lee Ann Sontheimer Murphy
Undaunted Love by Jennings Wright
The Shadows by Chance, Megan
Reading Six Feet Under: TV to Die For by Akass, Kim, McCabe, Janet
The Abduction by Durante, Erin