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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (16 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Ray saca el mejor partido posible y lleva una vida plena a pesar del tourettismo, a pesar del Haldol, a pesar de la «no libertad» y el «ardid», a pesar de hallarse privado de ese derecho innato de libertad natural del que disfrutamos la mayoría, pero su enfermedad le ha enseñado y, en cierto modo, la ha trascendido. Podría decir, con Nietzsche: «He atravesado varios géneros de salud y sigo atravesándolos… Y en cuanto a la enfermedad: ¿no nos sentimos casi tentados a preguntarnos si podríamos arreglárnoslas sin ella? Sólo el gran dolor libera de verdad el espíritu». Paradójicamente Ray (privado de salud fisiológica, animal, natural) ha hallado una nueva salud, una nueva libertad, a través de las vicisitudes a las que está sometido. Ha logrado lo que a Nietzsche le gustaba denominar «La gran salud»… humor extraño, valor y flexibilidad de espíritu: a pesar de padecer, o quizás por ello, el síndrome de Tourette.

11. La enfermedad de Cupido

Natasha K., una mujer inteligente de noventa años, acudió recientemente a nuestra clínica. Explicó que poco después de cumplir los ochenta y ocho advirtió «un cambio». ¿Qué clase de cambio?, le preguntamos.

—¡Delicioso! —exclamó— . Era muy agradable. Me sentía con mucha más energía, más viva… me sentía joven otra vez. Empezaron a interesarme los hombres jóvenes. Empecé a sentirme, digamos, «retozona»… sí, retozona.

—¿Y eso era un problema?

—No, al principio no. Me sentía bien,
extremadamente
bien… ¿por qué iba a pensar yo que pudiese haber problemas?

—¿Y después?

—Mis amistades empezaron a preocuparse. Al principio decían: «Estás radiante… ¡Parece que has rejuvenecido!», pero luego empezaron a pensar que aquello no era del todo… razonable. «Tú eras siempre tan tímida», «y ahora eres una frívola. Andas siempre riéndote, cuentas chistes… ¿tú crees que está bien eso a tu edad?».

—¿Y cómo se sentía usted?

—Yo estaba desconcertada. Me había dejado llevar, y no se me había ocurrido poner en entredicho lo que estaba pasando. Pero entonces lo hice. Me dije: «Natasha, tienes ochenta y nueve, esto ya dura un año. Siempre fuiste tan moderada en tus sentimientos… ¡y ahora esta extravagancia! Eres una mujer vieja, casi al final de la vida. ¿Qué podría justificar una euforia repentina como ésta?». Y en cuanto pensé en euforia, las cosas adquirieron un nuevo aspecto… «Estás enferma, querida», me dije. «¡Te sientes
demasiado
bien, tienes que estar mala!»

—¿Mala? ¿Emotivamente? ¿Mala mentalmente?

—No, emotivamente no… mala físicamente. Era algo de mi cuerpo, de mi cerebro, lo que me ponía tan eufórica. Y entonces pensé… ¡maldita sea, esto es la enfermedad de Cupido!

—¿La enfermedad de Cupido? — repetí, sin comprender. Era la primera vez que oía aquello.

—Sí, la enfermedad de Cupido… la sífilis, comprende. Es que yo estuve en un burdel en Salónica, hace casi setenta años. Cogí la sífilis… muchas de las chicas la tenían… le llamábamos la enfermedad de Cupido. Mi marido me salvó, me sacó de allí, hizo que me la trataran. Eso fue muchos años antes de la penicilina, claro. ¿No es posible que haya seguido conmigo durante todos estos años?

Puede haber un inmenso período de latencia entre la infección primaria y la aparición de neurosífilis, sobre todo si la infección primaria ha sido contenida, no erradicada. Yo tuve un paciente, tratado con Salvarsán por el propio Ehrlich, que manifestó
tabes dorsalis
(una forma de neurosífilis) más de cincuenta años después.

Pero yo no me había encontrado nunca con un intervalo de setenta años… ni con un autodiagnóstico de sífilis cerebral expuesto con aquella tranquilidad y claridad.

—Es una sugerencia sorprendente —contesté después de pensármelo un poco— . Nunca se me habría ocurrido… pero quizás tenga usted razón.

Tenía razón; el fluido espinal dio positivo, tenía neurosífilis, eran realmente las espiroquetas las que estimulaban su córtex cerebral antiguo. Se planteó entonces la cuestión del tratamiento. Pero surgía aquí otro dilema, que planteó, con su agudeza característica, la propia señora K.

—No sé si
quiero
curarlo —dijo— . Ya sé que es una enfermedad, pero me ha hecho sentirme
bien
. He disfrutado de ella, aún sigo disfrutando, no voy a negarlo. Hacía veinte años que no me sentía tan viva, tan animada. Ha sido divertido. Pero sé muy bien cuando una cosa buena va demasiado lejos, y deja de ser buena. He tenido ideas, he tenido impulsos, no le contaré, que son… bueno, embarazosos y estúpidos. Era como estar un poco ida, un poco achispada, al principio, pero si la cosa va más lejos…

Remedó a un demente espasmódico y babeante. Luego continuó:

—Pensé que lo que tenía era la enfermedad de Cupido, por eso acudí a ustedes. No quiero que la cosa se ponga peor, eso sería horroroso; pero no quiero que me cure… eso sería igual de malo. Hasta que me asaltó esto yo no me sentía plenamente viva.
¿Cree usted que podría mantenerla exactamente como está?

Lo pensamos un rato y nuestra vía de actuación, afortunadamente, estaba clara. Le hemos administrado penicilina, que ha matado las espiroquetas, pero que nada puede hacer para eliminar los cambios cerebrales, las desinhibiciones, que las espiroquetas han causado.

Y ahora la señora K. tiene ambas cosas, disfruta de una desinhibición suave, una liberación del pensamiento y el impulso, sin nada que amenace su control de sí misma y sin el peligro de una mayor lesión del córtex. Alberga la esperanza de vivir, reanimada así, rejuvenecida, hasta los cien.

—Es curioso —me dice— . Ha conseguido usted jugársela a Cupido.

POSTDATA

Muy recientemente (enero de 1985) me he encontrado con algunos de estos mismos dilemas e ironías en relación con otro paciente (Miguel O.), admitido en el hospital del Estado con un diagnóstico de «manía», pero que pronto se comprobó que se hallaba en la etapa agitada de la neurosífilis. Miguel, un hombre sencillo, había sido peón agrícola en Puerto Rico y, aquejado por una cierta dificultad del habla y de la audición, no podía expresarse demasiado bien con palabras, pero se expresaba, exponía su situación, con claridad y sencillez, por medio de dibujos.

La primera vez que le vi estaba muy excitado, y cuando le pedí que copiase una figura sencilla (figura A) realizó, con mucho brío, un dibujo tridimensional (figura B)… o por tal lo tomé yo, hasta que él explicó que se trataba de «una caja de cartón abierta», y luego intentó dibujar un fruto dentro.

Elaboración excitada («una caja abierta»)

Inspirado impulsivamente por su imaginación exaltada, había ignorado el círculo y la cruz, pero había retenido, y concretado, la idea de «recinto». Una caja de cartón abierta, una caja llena de naranjas: ¿acaso no era eso más excitante, más vivo, más real que mi insulsa figura? Unos días después le vi de nuevo, muy acelerado, muy activo, desbordante de ideas y sentimientos, volando muy alto, como una cometa. Le pedí de nuevo que dibujase la misma figura. Y entonces, impulsivamente, sin detenerse un instante, transformó el original en una especie de trapezoide, un rombo, y luego le añadió una cuerda… y un niño (figura C).

—¡Niño lanzando cometa, cometas volando! — exclamó exaltado.

Le vi por tercera vez pocos días después de esto, y le encontré más bien alicaído, muy parkinsoniano (le habían administrado Haldol, para tranquilizarlo, mientras esperaban los últimos análisis del fluido espinal). Le pedí de nuevo que dibujase la figura, y esta vez la hizo copiándola sin gracia, correctamente, y un poco más pequeña que el original (la «micrografía» del Haldol), y sin ninguno de los primores y complicaciones, de la animación y la imaginación, de las otras (figura D). —Ya no veo «cosas» —dijo— . Parecía tan real, parecía tan vivo antes. ¿Todo parecerá muerto con el tratamiento?

Los dibujos de pacientes con parkinsonismo, cuando se los «despierta» con L-Dopa, constituyen una analogía instructiva. El parkinsoniano, cuando se le pide que dibuje un árbol, tiende a dibujar una cosa pequeña y escuálida, raquítica, empobrecida, un árbol deshojado en invierno. Cuando se «calienta», se «recupera», se anima con L-Dopa, el árbol adquiere vigor, vida, imaginación… y follaje. Si se pone demasiado excitado, demasiado exaltado, debido a la L-Dopa, el árbol puede adquirir una exuberancia y una complicación fantásticas, estallando en una frondosidad de follaje y ramas nuevas con pequeños arabescos, volutas, etcétera, hasta que por último su forma original queda completamente perdida bajo estos primores enormes, barrocos. Estos dibujos son también bastante característicos de los pacientes del síndrome de Tourette (la forma original, el pensamiento original, queda perdido en una selva de adornos) y en el llamado «arte veloz» del anfetaminismo. Primero la imaginación despierta, luego se excita, cae en un frenesí y desemboca en lo interminable, en el exceso.

Qué paradoja, qué crueldad, qué ironía hay aquí… ¡La vida interior y la imaginación pueden permanecer apagadas y adormecidas si no las libera, si no las despierta, una intoxicación o una enfermedad!

Es precisamente esta paradoja la que constituye el corazón de
Awakenings
; es responsable también de la seducción del síndrome de Tourette (ver los capítulos diez y catorce) y asimismo, sin duda, de esa inseguridad peculiar que puede acompañar a una droga como la cocaína (de la que se sabe que, como la L-Dopa y el síndrome de Tourette, eleva la cuantía de dopamina en el cerebro). De ahí el comentario sorprendente de Freud sobre la cocaína, de que la sensación de bienestar y euforia que provoca «… no difiere en modo alguno de la euforia normal de la persona sana… En otras palabras, estás sencillamente normal, y pronto resulta difícil de creer que se halla uno bajo la influencia de una droga».

Esta misma valoración paradójica se puede aplicar también a las estimulaciones eléctricas del cerebro: hay epilepsias que son estimulantes y adictivas… y pueden autoprovocárselas, repetidamente, los que son propensos a ellas (lo mismo que las ratas con electrodos cerebrales implantados se estimulan compulsivamente los «centros de placer» del cerebro); pero hay otras epilepsias que aportan paz y bienestar genuino. El bienestar puede ser genuino aunque lo provoque una enfermedad. Y este bienestar paradójico puede otorgar incluso un beneficio perdurable, como en el caso de la señora O'C. y su extraña «reminiscencia» convulsiva (capítulo quince).

Nos adentramos aquí en aguas desconocidas donde pueden cambiar completamente de sentido todas las consideraciones habituales… donde enfermedad puede ser bienestar, y normalidad enfermedad, donde la excitación puede ser una esclavitud o una liberación, y donde la realidad puede residir en la ebriedad, no en la sobriedad. Es el reino de Cupido y Dioniso.

12. Una cuestión de identidad

—¿Qué será hoy? —dice, frotándose las manos— . Media libra de Virginia, un buen trozo de Nova?

(Me tomaba por un cliente…, no había duda, descolgaba el teléfono del pabellón muchas veces, y decía «Ultramarinos Thomson».)

—¡Oh, señor Thomson! —exclamo— . ¿Quién se cree usted que soy?

—Dios Santo, la luz es mala… lo tomé por un cliente. Como si no supiese que eres mi viejo amigo Tom Pitkins… Tom y yo (le cuchichea en un aparte a la enfermera) siempre íbamos juntos a las carreras.

—Se equivoca usted de nuevo, señor Thomson.

—Sí que me equivoco —acepta, sin inmutarse— . ¿Por qué iba a llevar usted una chaqueta blanca si fuese Tom? Usted es Hymie, el carnicero judío de la tienda de al lado. Pero no le veo manchas de sangre en la chaqueta. ¿Ha ido mal el negocio hoy? ¡A final de semana parecerá usted un matadero!

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