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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (18 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Luria habla de esta indiferencia o «igualación», y a veces parece considerarla la patología primaria, el destructor definitivo de cualquier mundo, de cualquier yo. Ejercía en él, en mi opinión, una fascinación aterradora, y constituía además un reto terapéutico esencial. Volvía a este tema una y otra vez; a veces en relación con el síndrome de Korsakov y la memoria, como en
La neuropsicología de la memoria
, más frecuentemente en relación con síndromes del lóbulo frontal, especialmente en
Cerebro humano y procesos psicológicos
, que contiene varios casos clínicos extensos de estos pacientes, perfectamente comparables en su terrible coherencia y su impacto a «El hombre con un mundo destrozado»… comparables y, en cierto modo, más terribles aún, porque se trata de pacientes que no tienen conciencia de que les haya sucedido nada, pacientes que han perdido su propia realidad, y que no lo saben siquiera, pacientes que quizás no sufran, pero que son los más olvidados de Dios. Zazetsky (en
El hombre con un mundo destrozado
) aparece constantemente descrito como un
luchador
, siempre consciente (apasionadamente incluso) de su estado, luchando siempre «con la tenacidad de los condenados» para recuperar el uso de su cerebro enfermo. Pero William, como los pacientes del lóbulo frontal de Luria (ver el capítulo siguiente), está tan condenado que no sabe que está condenado, porque lo dañado no es simplemente una facultad, o algunas facultades, sino la ciudadela misma, el yo, el alma misma. William está «perdido», en este sentido, mucho más que Jimmie… pese a toda su vivacidad; nunca se tiene sensación, o muy raras veces, de que persista una persona, mientras que en Jimmie hay claramente un yo real, moral, aunque esté desconectado la mayor parte del tiempo. En Jimmie, al menos, es
posible
la reconexión: el reto terapéutico puede resumirse en: «Basta conectar».

Nuestras tentativas de «reconectar» a William fracasan todas… aumentan incluso la presión fabuladora. Pero cuando renunciamos y lo dejamos, vaga a veces por el jardín plácido y tranquilo, que nada le exige, que rodea la institución y allí, en esa tranquilidad, recobra la suya. La presencia de otros, de otras personas, le excita y le inquieta, le lanza a un parloteo social frenético, infinito, un verdadero delirio de búsqueda y elaboración de identidad; la presencia de plantas, el jardín silencioso, el orden no humano, al no ejercer ninguna presión social o humana sobre él, permite que este delirio de identidad se relaje, se afloje; y con su plenitud y autosuficiencia no humanas, tranquilas, le permite una extraña calma y autonomía propia, le ofrece (por debajo, o más allá, de todas las identidades y relaciones meramente humanas) una comunión muda y profunda con la propia naturaleza, y con ello la sensación renovada de estar en el mundo, de ser real.

13. Sí, padre-hermana

La señora B., una antigua química investigadora, había experimentado un rápido cambio de personalidad, volviéndose «chistosa» (jocosa, dada a chistes y bromas), impulsiva… y «superficial». («Te da la sensación de que no se preocupa por ti», decía una de sus amistades. «No parece preocuparse ya por nada.») Al principio se creyó que podía ser hipomaníaca, pero resultó que tenía un tumor cerebral. La craneotomía reveló, no un meningioma como se había esperado, sino un carcinoma inmenso que afectaba a los sectores orbitofrontales de ambos lóbulos frontales.

Cuando yo la vi, se mostraba alegre, caprichosa («es tremenda», decían las enfermeras), pródiga en ocurrencias y agudezas, con frecuencia divertidas e inteligentes.

—Sí, padre —me dijo en una ocasión.

—Sí, hermana —en otra.

—Sí, doctor —una tercera.

Parecía utilizar los términos de forma intercambiable.

—¿Qué
soy
yo? — le pregunté, intrigado, al cabo de un rato.

—Veo su cara, su barba —dijo— pienso en un sacerdote archimandrita. Veo su uniforme blanco y pienso en las Hermanas. Veo el estetoscopio y pienso en un médico.

—¿No me mira usted a mí en
absoluto
?

—No, no le miro a usted en absoluto.

—¿Comprende usted la diferencia entre un padre, una hermana y un médico?


Conozco
la diferencia, pero no significa nada para mí. Padre, hermana, doctor… ¿Qué importancia tiene?

A partir de entonces, burlonamente, diría: «Sí, padre-hermana. Sí, hermana-doctor» y otras combinaciones.

Comprobar la distinción izquierda-derecha resultó extraordinariamente difícil, porque la señora B. decía izquierda o derecha indistintamente (aunque no hubiese, en reacción, ninguna confusión entre ellas, como cuando hay un defecto lateralizante de percepción o atención). Cuando le indique esto, dijo:

—Izquierda/derecha. Derecha/izquierda. ¿A qué tanto problema? ¿Cuál es la diferencia?

—¿
Hay
una diferencia? — pregunté.

—Por supuesto —dijo ella, con una precisión de química— . Podría usted decir que son
enantiomorfas
entre sí. Pero no significan nada para mí. No hay ninguna diferencia para mí. Manos… Doctores… Hermanas… —añadió, al ver mi desconcierto— . ¿No comprende? No significan nada… nada para mí.
Nada significa nada
… al menos para mí.

—Y… este no significar nada… —vacilé, con miedo a seguir— . Esta falta de significado… ¿le molesta
eso
? ¿Significa algo para usted
eso
?

—Nada en absoluto —dijo rápidamente, con una sonrisa radiante, en el tono de quien hace un chiste, gana en una disputa, gana al póker.

¿Era esto una negación? ¿Era una fanfarronada? ¿Era la «tapadera» de alguna emoción insoportable? En su rostro no se reflejaba ninguna expresión más profunda. Su mundo había quedado vacío de sentido y de significado. Nada resultaba ya «real» (o «irreal»). Todo era ya «equivalente» o «igual»… el mundo entero se había quedado reducido a una insignificancia jocosa.

Esto a mí me pareció muy chocante (también se lo parecía a sus amistades y a su familia) pero ella, por su parte, aunque no la había abandonado la inteligencia penetrante que poseía, se mostraba despreocupada, indiferente, mostraba incluso una especie de apatía o ligereza burlona y terrible.

La señora B., aunque inteligente y aguda, no estaba presente en cierto modo (estaba «desanimada») como persona. Me acordé de William Thomson (y también del doctor P.). Éste es el efecto que produce la «igualación» que describió Luria y que examinamos en el capítulo anterior y examinaremos también en el siguiente.

POSTDATA

El tipo de indiferencia jocosa y de «igualación» que reflejaba esta paciente no es algo insólito, los neurólogos alemanes le llaman
Witzelsucht
(«Enfermedad jocosa»), y Hughlings Jackson la identificó como una forma básica de «disolución» nerviosa hace ya un siglo. No es algo excepcional, aunque sí lo es la capacidad de discernimiento… y ésta, quizás afortunadamente, se pierde a medida que la «disolución» avanza. Veo bastantes casos al año con fenomenología similar pero con las etiologías más diversas. A veces no estoy seguro, al principio, de si el paciente está sólo «haciéndose el gracioso», bromeando, o si es esquizofrénico. Así, tomo casi al azar, me encuentro con lo siguiente en mis notas sobre un paciente con esclerosis cerebral múltiple, al que examiné (aunque no pude seguir su caso) en 1981:

Habla muy de prisa, impulsivamente y (parece) con indiferencia… de modo que lo importante y lo trivial, lo verdadero y lo falso, lo serio y lo cómico, brotan en una corriente rápida, no selectiva y semifabulatoria… Puede contradecirse completamente en un intervalo de unos segundos… puede decir que le encanta la música, que no le gusta, que se ha roto una cadera, que no se la ha roto…

Concluía mi comentario con una nota de incertidumbre:

¿Cuánto de todo ello es criptoamnesia-confabulación, cuánto indiferencia-igualación del lóbulo frontal, cuánto alguna aniquilación-aplastamiento y desintegración esquizofrénica extraña?

De todas las formas de esquizofrenia la «boba-feliz», la llamada «hebefrénica», es la que más se parece a los síndromes orgánicos amnésicos y del lóbulo frontal. Son las más malignas, y las más increíbles… y nadie se recupera y regresa de esos estados para contarnos cómo eran.

En todos estos estados (aunque parezcan «graciosos» y a menudo ingeniosos) el mundo está desarticulado, socavado, reducido a la anarquía y al caos. Deja de haber un «centro» de la mente, aunque puedan estar perfectamente conservadas las capacidades intelectuales formales de ésta. El punto final de estos estados es una «estupidez» insondable, un abismo de superficialidad, en el que todo carece de sustentación y flota y se despedaza. Luria dijo en cierta ocasión que la mente quedaba reducida en estos estados a «mero movimiento browniano». Comparto el género de horror que claramente sentía él ante tales estados (aunque esto estimula, más que obstaculizar, su descripción precisa). Me hacen pensar, ante todo, en «Funes» de Borges y en su comentario: «Mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras», y por último en la Dunciad, la visión de un mundo reducido a Pura Estupidez… la Estupidez como el Fin del Mundo:

Tu mano, gran Anarco, deja caer el telón.

Y la Tiniebla Universal lo cubre Todo.

14. Los Poseídos

En el capítulo diez («Ray el
ticqueur
ingenioso»), describí una forma relativamente suave del síndrome de Tourette, pero indiqué que había formas más graves «de una violencia y una extravagancia absolutamente terribles». Dije que algunas personas podían adaptar el síndrome de Tourette dentro de una personalidad amplia, mientras que otras podían realmente estar «poseídas», y apenas ser capaces de integrar una identidad real en medio de la presión y el caos tremendos de los impulsos tourétticos.

El propio Tourette, y muchos de los clínicos más antiguos, solían identificar una forma maligna del síndrome, que podía desintegrar la personalidad y conducir a una forma extraña, fantasmagórica, pantomímica y con frecuencia imitativa de «psicosis» o frenesí. Esta forma del síndrome de Tourette («supertourette») es muy rara, quizás cincuenta veces más que el síndrome ordinario, y puede ser cualitativamente distinta, además de mucho más intensa que cualquiera de las formas ordinarias del trastorno. Esta «psicosis de Tourette», este frenesí-identidad singular, es completamente distinto de la psicosis ordinaria debido a su fenomenología y su psicología subyacentes, y exclusivas. Guarda además afinidades con las psicosis motoras frenéticas que a veces provoca la L-Dopa y, también, con los frenesís confabulatorios de la psicosis de Korsakov (ver atrás, capítulo doce). Y como todos estos trastornos puede aplastar casi a la persona.

Al día siguiente de ver a Ray, mi primer paciente con el síndrome de Tourette, se me abrieron los ojos y el entendimiento, como ya comenté antes, cuando vi, en las calles de Nueva York, tres víctimas más del síndrome, nada menos… todas ellas tan características como Ray, aunque con síntomas más exagerados. Fue un día de visiones para el ojo neurológico. En rápidas viñetas fui testigo de lo que podía significar padecer el síndrome de Tourette de gravedad máxima, no sólo tics y convulsiones del movimiento, sino tics y convulsiones de la percepción, la imaginación, las pasiones… de toda la personalidad.

Ya Ray había mostrado lo que podía suceder en la calle. Pero no basta con que se lo digan a uno. Uno ha de verlo por sí mismo. Y el pabellón de una institución o la clínica de un médico no es siempre el lugar más adecuado para observar la enfermedad… al menos, no para observar un trastorno que, aunque de origen orgánico, se expresa en impulso, imitación, personificación, reacción, interacción, llevados a un extremo y a un grado casi increíbles. La clínica, el laboratorio, el pabellón hospitalario están concebidos para reprimir y centrar la conducta, y hasta para excluirla totalmente, en realidad. Son adecuados para una neurología sistemática y científica, reducida a tareas y pruebas fijadas, no para una neurología abierta, naturalista. Ésta ha de ver al paciente desinhibido, no observado, en el mundo real, totalmente entregado al acicate y al juego de cada impulso, y uno mismo, el observador, no debe ser observado tampoco. Qué mejor, para esto, que una calle de Nueva York (una vía pública anónima de una gran ciudad) donde el sujeto de trastornos impulsivos y extravagantes puede gozar y exhibir hasta el extremo la libertad monstruosa, o la esclavitud, de su condición.

La «neurología de calle», tiene, en realidad, antecedentes respetables. James Parkinson, un paseante tan inveterado de las calles de Londres como lo sería Charles Dickens cuarenta años después, delineó la enfermedad que lleva su nombre, no en su despacho, sino en las calles atestadas de Londres. De hecho, el parkinsonismo no puede verse y comprenderse plenamente en la clínica; para que revele plenamente su carácter peculiar (que Jonathan Miller ha mostrado maravillosamente en su película
Ivan
) hace falta un espacio abierto, complejamente interactivo. El parkinsonismo hay que verlo, para comprenderlo plenamente, en el mundo, y si esto es cierto respecto al parkinsonismo, ha de serlo mucho más respecto al síndrome de Tourette. Así, una descripción extraordinaria desde dentro de un ticqueur imitativo y bufonesco en las calles de París nos la proporciona «Les confidences d'un ticqueur» que prologa el gran libro de Meige y Feindel Tics (1901), y una viñeta de un
ticqueur
amanerado, también en las calles de París, nos la proporciona el poeta Rilke en
El cuaderno de Malte Laurids Brigge
. Así pues, no fue sólo ver a Ray en mi despacho, sino lo que vi al día siguiente, lo que constituyó para mí una revelación tan importante. Y una escena en concreto fue tan singular que se conserva en mi memoria hoy tan clara como el día que la vi.

Recuerdo que me llamó la atención una mujer de pelo canoso, de sesenta y tantos años, que parecía ser el centro de un alboroto muy sorprendente, aunque lo que estaba sucediendo, lo que era tan escandaloso, no se me hizo patente en un principio. ¿Tenía acaso un ataque? ¿A qué se debían sus convulsiones… y, por una especie de simpatía o contagio, las de todos aquéllos con los que ella se cruzaba rechinando los dientes y haciendo visajes?

Cuando me acerqué más me di cuenta de lo que sucedía.
Ella estaba imitando a los transeúntes
… aunque puede que «imitación» sea un término demasiado apagado, demasiado pasivo. ¿Deberíamos decir, más bien, que estaba caricaturizando a todas las personas con las que se cruzaba? En un segundo, en una décima de segundo, las «captaba» a todas.

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