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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (20 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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La conversación no fue nada fácil, en parte por la sordera de la señora O'C., pero más que nada porque yo quedaba eclipsado una y otra vez por las canciones… sólo podía oírme con las más suaves. Era una mujer inteligente, despierta, no deliraba ni estaba loca, pero tenía una expresión absorta, remota, como si tuviese la mitad de su ser en un mundo propio. No pude localizar ningún problema neurológico. De todos modos, yo sospechaba que la música
era
«neurológica».

¿Qué podría haberle sucedido a la señora O'C. para llegar a aquella situación? Tenía ochenta y ocho años y su estado general de salud era excelente, no tenía ni rastro de fiebre. No estaban administrándole medicamentos que pudiesen desequilibrar su notable buen juicio. Y el día anterior estaba perfectamente normal, al parecer.

—¿Cree usted que es un ataque, doctor? — me preguntó, leyendo mis pensamientos.

—Podría ser —dije— aunque jamás he visto un ataque como éste. Algo ha pasado, de eso no hay duda, pero no creo que corra usted peligro. No se preocupe y conserve la calma.

—No es fácil conservar la calma —dijo ella— cuando se está pasando por lo que estoy pasando yo. Sé que hay silencio aquí, pero yo estoy en un océano de sonidos.

Quise hacer un electroencefalograma inmediatamente, prestando especial atención a los lóbulos temporales, los lóbulos «musicales» del cerebro, pero las circunstancias no lo permitieron hasta un tiempo después. En este período de espera, se atenuó la música, disminuyó de intensidad y, sobre todo, pasó a ser menos persistente. La señora O'C. pudo dormir después de tres noches y, progresivamente, conversar y oír entre «canciones». Cuando pude hacerle un encefalograma, sólo oía ya fragmentos breves y esporádicos de música una docena de veces, más o menos, a lo largo del día. En cuanto la instalamos y le aplicamos los electrodos en la cabeza, le pedí que se echase y se quedase quieta, que no dijese nada y que no «cantase para sí», pero que levantase el dedo índice de la mano derecha un poco (lo que no modificaría el electroencefalograma) si oía una de sus canciones mientras hacíamos la prueba. En el curso de un período de registro de dos horas, levantó el dedo en tres ocasiones y cada vez que lo hizo las plumas del electroencefalograma resonaron y transcribieron picos y olas agudas en los lóbulos temporales del cerebro. Esto confirmaba que estaba teniendo ataques en el lóbulo temporal, los cuales, lo supuso Hughlings Jackson y lo demostró Wilder Penfield, son la base invariable de la «reminiscencia» y de las alucinaciones experimentales. Pero ¿por qué habría manifestado súbitamente aquel extraño síntoma? Realicé una exploración cerebral y mostró que la señora O'C. había tenido en realidad una pequeña trombosis o infartación en una parte del lóbulo temporal derecho. La súbita irrupción de canciones irlandesas en la noche, la activación súbita de rastros de memoria musicales en el córtex, eran, al parecer, consecuencia de un ataque, y lo mismo que remitió éste, «remitieron» también las canciones.

A mediados de abril habían desaparecido del todo, y la señora O'C. volvía a ser ella misma. Le pregunté entonces qué pensaba de toda la experiencia y si echaba de menos, en concreto, aquellas canciones paroxísmicas que antes oía.

—Es curioso que me lo pregunte usted —dijo con una sonrisa— . Yo diría que, en términos generales, es un gran alivio. Pero, sí, echo de menos un poco las viejas canciones. Ahora muchas de ellas no soy capaz de recordarlas siquiera. Era como volver a una parte olvidada de mi infancia. Y algunas de las canciones eran realmente preciosas.

Había oído cosas similares a algunos de mis pacientes tratados con L-Dopa… y el término que yo utilizaba era «nostalgia incontinente». Y lo que me dijo la señora O'C., su patente nostalgia, me recordó un relato conmovedor de H. G. Wells, «La puerta en el muro». Le expliqué el argumento. «Es eso», dijo ella. «Eso expresa perfectamente la atmósfera, el sentimiento. Pero
mi
puerta es real, lo mismo que era real mi muro. Mi puerta lleva al pasado perdido y olvidado.»

No volví a ver un caso similar hasta junio del año pasado, en que me pidieron que examinara a la señora O'M., que estaba por entonces ingresada en la misma institución. La señora O'M. tenía también ochentaitantos años, estaba también un poco sorda, era también inteligente y despierta. Oía música también dentro de la cabeza y a veces un zumbido o un silbido o un estruendo; a veces oía «voces que hablaban», normalmente «lejanas» y «varias a la vez», de modo que nunca podía entender lo que decían. No había explicado estos síntomas a nadie y tenía la preocupación secreta, desde hacía cuatro años, de si no estaría loca. Se tranquilizó mucho cuando la monja le dijo que había habido un caso similar en la residencia tiempo atrás y aun más cuando pudo sincerarse conmigo.

Un día, explicó la señora O'M., estaba rallando pastinacas en la cocina y empezó a oír una canción. Era Easter Parade y le siguieron, rápidamente,
Glory, Glory, Hallelujah
y
Good Night, Sweet Jesus
. Ella pensó, lo mismo que la señora O'C., que se habían dejado puesto un aparato de radio, pero descubrió muy pronto que todos los aparatos de radio estaban apagados. Esto sucedió en 1979, cuatro años antes. La señora O'C. se recuperó en unas cuantas semanas, pero la música de la señora O'M. continuó y el problema fue haciéndose cada vez más grave.

Al principio sólo oía estas tres canciones… a veces de forma espontánea, como caídas del cielo, pero las oía seguro si pensaba por casualidad en cualquiera de ellas. Procuraba, por tanto, no pensar en ellas, pero el esfuerzo de evitarlo resultaba tan provocativo como el pensar en ellas.

—¿Le gustan esas canciones concretas? —pregunté, psiquiátricamente— . ¿Tienen algún significado especial para usted?

—No —dijo enseguida— . Nunca me han gustado en especial, no creo que tengan ningún significado especial para mí.

—¿Y qué sentía usted cuando surgían una y otra vez?

—Llegué a odiarlas —contestó con mucho sentimiento— . Era como si un vecino chiflado pusiese continuamente el mismo disco.

Durante un año o más fueron sólo estas canciones, en una sucesión enloquecedora. Pero después (y aunque fue peor en un sentido, fue también un alivio) la música interior se hizo más compleja y variada. Oía muchísimas canciones… a veces varias simultáneamente; a veces oía una orquesta o un coro; y, de vez en cuando, voces, o una mera algarabía de ruidos.

Cuando pasé a examinar a la señora. O'M. no hallé nada anormal salvo en la audición, y lo que encontré allí fue de singular interés. Tenía una cierta sordera del oído interno, de tipo común, pero además y, por encima de esto, tenía una extraña dificultad para percibir y distinguir los tonos, de un tipo que los neurólogos denominan
amusia
, y que está especialmente correlacionada con una deficiencia de función en los lóbulos auditivos (o temporales) del cerebro. Ella misma se quejaba de que últimamente los himnos de la capilla parecían todos iguales, de modo que apenas podía distinguirlos por el tono o la melodía y tenía que basarse en las letras o en el ritmo
[1]
. Y aunque había tenido una voz excelente en el pasado, cuando la examiné cantaba con una voz monótona y desafinada. Comentó también que su música interior era más vivida cuando se despertaba, y que iba perdiendo esa viveza a medida que se acumulaban otras impresiones sensoriales; y que era menos probable que surgiese si estaba ocupada emotiva, intelectual y, sobre todo, visualmente. Durante la hora, más o menos, que estuvo conmigo, sólo oyó la música una vez: unos cuantos compases de
Easter Parade
, tan alto y tan súbitamente que apenas la dejaba oírme a mí.

Le hicimos un electroencefalograma que indicó excitabilidad y un voltaje sorprendentemente elevado en ambos lóbulos temporales, las partes del cerebro relacionadas con la representación central de música y sonidos, y con la evocación de escenas y experiencias complejas. Y siempre que la señora O'M. «oía» algo, las ondas de alto voltaje se hacían agudas, como picos, y francamente convulsivas. Esto confirmaba mi idea de que padecía también una epilepsia musical, asociada con un trastorno de los lóbulos temporales.

Pero, ¿qué les pasaba a la señora O'C. y a la señora O'M.? Lo de «epilepsia musical» parece una contradicción en sí mismo, pues la música, normalmente, está llena de sentimiento y de sentido, y corresponde a algo profundo que hay en nosotros, «el mundo de detrás de la música», en frase de Thomas Mann, mientras que la epilepsia sugiere precisamente lo contrario: un acontecimiento fisiológico imprevisible y burdo, totalmente indiscriminado, sin sentimiento ni sentido. Así pues una «epilepsia musical» o una «epilepsia personal» resultaría algo contradictorio en sí mismo. Y sin embargo estas epilepsias se producen, aunque únicamente en el contexto de los ataques del lóbulo temporal, son epilepsias del sector reminiscente del cerebro. Hughlings Jackson las describió hace un siglo, y habló en este marco de «estados de ensoñación», de «reminiscencia» y de «ataques físicos»:

No es nada excepcional que los epilépticos tengan estados mentales nebulosos y sin embargo sumamente complejos al iniciarse los ataques epilépticos… El estado mental complejo, o la llamada aura intelectual, es
siempre el mismo
, o
esencialmente
el mismo, en cada caso.

Estas descripciones no pasaron de ser puramente anecdóticas hasta los extraordinarios estudios que realizó Wilder Penfield medio siglo después. Penfield no sólo consiguió localizar su origen en los lóbulos temporales, sino que consiguió
evocar
el «estado mental complejo», o las «alucinaciones experimentales» sumamente precisas y detalladas de estos ataques mediante estimulación eléctrica leve de los puntos propensos al ataque del córtex cerebral, cuando éste quedaba expuesto, por una intervención quirúrgica o en pacientes plenamente conscientes. Estas estimulaciones provocaban instantáneamente alucinaciones extraordinariamente vividas de melodías, personas, escenas, que se experimentaban, se vivían, como algo abrumadoramente real, pese a la atmósfera prosaica de la sala de operaciones, y podían describirse a los presentes con fascinante detalle, confirmando aquello a lo que se refería Jackson sesenta años antes al hablar de la «duplicación de conciencia» característica:

Hay (1) el estado semiparasitario de conciencia (estado de ensueño) y (2) restos de conciencia normal y, en consecuencia, una conciencia doble… una diplopia mental.

Esto me lo explicaron con toda precisión mis dos pacientes. La señora O'M. me oía y me veía, aunque con cierta dificultad, a través del ensueño ensordecedor de
Easter Parade
, o el sueño más tranquilo, aunque más profundo, de
Good Night, Sweet Jesus
(que le evocaba la presencia de una iglesia de la calle 31 a la que ella solía ir, donde cantaban siempre esta canción después de la novena). Y la señora O'C. también me veía y me oía, a través del ataque anamnésico mucho más profundo de su infancia en Irlanda: «Yo sé que está usted ahí, doctor Sacks. Sé que soy una anciana que sufre un ataque y que estoy en una residencia de ancianos, pero siento que soy una niña de nuevo y estoy en Irlanda… siento los brazos de mi madre, la veo, oigo su voz que canta». Estas alucinaciones o sueños epilépticos no son nunca fantasías, según demostró Penfield: son siempre recuerdos, y recuerdos del tipo más preciso y claro, acompañados por las emociones que acompañaron a la experiencia original. Su carácter extraordinario y coherentemente detallado, detalle que se evocaba cada vez que se estimulaba el córtex, y que superaba todo lo que pudiese recordarse a través de la memoria ordinaria, indicó a Penfield que el cerebro mantenía un registro casi perfecto de toda la experiencia vital, que la corriente total de la conciencia se preservaba en el cerebro y, por ello, podía evocarse o provocarse siempre, bien por las circunstancias y necesidades normales de la vida, o bien por las circunstancias extraordinarias de una estimulación eléctrica o epiléptica. La variedad, el «absurdo», de estas escenas y recuerdos convulsivos hicieron pensar a Penfield que esta reminiscencia carecía básicamente de sentido y que era imprevisible:

En la práctica suele hacerse muy patente que la respuesta experimental evocada es una reproducción al azar de lo que formase la corriente de conciencia durante cierto intervalo de la vida pasada del paciente… Puede haber sido [continúa Penfield, resumiendo la extraordinaria variedad de escenas y sueños epilépticos que ha evocado] un momento en que escuchabas música, un momento en que mirabas por la puerta de un salón de baile, un momento en que imaginabas la acción de unos ladrones de una historieta, el momento de despertar de un sueño vivido, el momento de una conversación jocosa con amigos, el momento en que escuchabas atentamente para asegurarte de que tu hijo pequeño estaba bien, el momento en que mirabas carteles iluminados, el momento en que estabas en la sala de parto en un nacimiento, el momento en que te asustaba un hombre amenazador, el momento en que veías cómo entraba gente en la habitación con nieve en la ropa… Puede ser ese momento en que estabas parado en la esquina de Jacob y Whashington, South Bend, Indiana… cuando contemplabas los carros de un circo una noche hace muchos años, en la infancia… el momento en que oías (y veías) a tu madre apremiar a los invitados que se iban ya… o de oír a tu padre y a tu madre cantando villancicos.

Ojalá pudiese citar en su integridad este pasaje maravilloso de Penfield (Penfield y Perot, pags. 687 y siguientes). Aporta, lo mismo que mis damas irlandesas, un sentimiento asombroso de «fisiología personal», la fisiología del yo. A Penfield le impresionaba la frecuencia de los ataques musicales, y nos da muchos ejemplos fascinantes, y a menudo divertidos. Una incidencia del tres por ciento en los más de quinientos epilépticos del lóbulo temporal que estudió él:

Nos sorprendió el número de veces que la estimulación eléctrica provocó que el paciente oyese música. Se produjo en diecisiete puntos distintos en once casos (ver figura). A veces era una orquesta, otras voces cantando, o un piano tocando, o un coro. Varias veces fue, según el sujeto, una sintonía de un programa de radio… La localización del área de producción de música es la circunvolución temporal superior, bien la superficie superior o la lateral (y, por tanto, próxima al punto asociado con la llamada
epilepsia musicogénica
).

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