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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (15 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Lo que se ha descubierto en estos últimos diez años (primordialmente bajo la égida y el estímulo de la AST) es una clara confirmación de lo que intuyó ya Gilíes de la Tourette: que el síndrome tiene realmente una base neurológica orgánica. El «Ello» del síndrome de Tourette, lo mismo que el «Ello» del parkinsonismo y el de la corea, es un reflejo de lo que Pavlov llamó «la fuerza ciega del subcórtex», un trastorno de esas partes primitivas del cerebro que gobiernan la «marcha» y la «dirección». En el parkinsonismo, que afecta al movimiento pero no a la acción en cuanto tal, el trastorno se localiza en el cerebro medio y en sus conexiones. En la corea (que es un caos de acciones cuasifragmantarias) el trastorno se sitúa en niveles superiores de los ganglios básales. En el síndrome de Tourette, en el que hay agitación de las emociones y de las pasiones, un trastorno de las bases instintivas y primordiales de la conducta, la alteración parece localizarse en las partes más altas del «cerebro antiguo»: el tálamo, el hipotálamo, el sistema límbico y la amígdala, que es donde se alojan los determinantes básicos, afectivos e instintivos, de la personalidad. Así pues, el paciente de síndrome de Tourette constituye (tanto clínica como patológicamente) una especie de «eslabón perdido» entre el cuerpo y la mente, y se emplaza, digamos, entre la corea y la manía. Lo mismo que en las formas raras, hipercinéticas de encephalitis lethargica y en todos los pacientes postencefalíticos sobreexcitados con L-Dopa, los pacientes con el síndrome de Tourette, o con «tourettismo» debido a cualquier otra causa (ataques, tumores cerebrales, intoxicaciones o infecciones), parece ser que tienen en el cerebro un exceso de transmisores excitantes, sobre todo de la dopamina transmisora. Y lo mismo que mis pacientes parkinsonianos letárgicos necesitaban más dopamina para reaccionar, lo mismo que mis pacientes postencefálicos eran «despertados» por la L-Dopa precursora de la dopamina, a los pacientes frenéticos y tourétticos había que reducirles su dopamina mediante un antagonista de ella, como la droga Haloperidol (Haldol).

Por otra parte, en el cerebro de la víctima del síndrome de Tourette no hay sólo un exceso de dopamina, lo mismo que no hay sólo una deficiencia de ella en el cerebro del parkinsoniano. Hay también cambios mucho más sutiles y mucho más generales, como podría suponerse tratándose de un trastorno que puede alterar la personalidad: hay vías sutiles e innumerables de anormalidad que difieren de paciente a paciente, y de día a día en cada paciente. El Haldol puede ser una solución para el síndrome de Tourette, pero ni él ni ninguna otra droga puede ser
la
solución, lo mismo que la L-Dopa no es la solución del parkinsonismo. Cualquier enfoque puramente medicinal, o médico, debe tener también como complemento un enfoque «existencial»: en concreto, una comprensión sensible de la acción, el arte y el juego como cosas básicamente saludables y libres, y antagónicas por ello de los puros impulsos e instintos, de «la fuerza ciega del subcórtex» que aflige a estos pacientes. El parkinsoniano que no puede moverse, puede cantar y bailar, y cuando lo hace, se halla completamente libre de su parkinsonismo; y cuando la galvanizada víctima del tourettismo canta, juega o actúa, también está totalmente liberada de su síndrome. En este campo el «Yo» triunfa y reina sobre el «Ello».

Entre 1973 y 1977, en que murió, disfruté del privilegio de mantener correspondencia con el gran neuropsicólogo A. R. Luria, y le envié frecuentemente comentarios y grabaciones, sobre el síndrome de Tourette. En una de sus últimas cartas me decía lo siguiente: «Esto es ciertamente de tremenda importancia. Cualquier descubrimiento sobre este síndrome ampliará sin duda enormemente nuestra comprensión de la naturaleza humana en general… No conozco ningún otro síndrome que posea un interés comparable».

Cuando vi por primera vez a Ray éste tenía veinticuatro años y estaba casi incapacitado por múltiples tics de extrema violencia que se producían en andanadas cada pocos segundos. Era víctima de ellos desde los cuatro años y se hallaba gravemente estigmatizado por la atención que despertaban, aunque su elevada inteligencia, su ingenio, su firmeza de carácter y su sentido de la realidad le permitiesen pasar con éxito por la escuela y por la universidad, y ser estimado y querido por unos cuantos amigos y por su mujer. Desde que había abandonado la universidad, sin embargo, lo habían despedido de una docena de trabajos (siempre debido a los tics, nunca por incompetencia), era víctima de continuas crisis de un tipo u otro, debidas normalmente a su impaciencia, su belicosidad y su «descaro» inteligente y tosco, y había visto amenazado su matrimonio por exclamaciones involuntarias («¡Joder!» «¡Mierda!», etcétera) que brotaban de él en momentos de excitación sexual. Tenía (como muchos pacientes del síndrome de Tourette) una notable sensibilidad musical y difícilmente podría haber sobrevivido (emotiva y económicamente) si no hubiese sido un batería de jazz de fin de semana de auténtico virtuosismo, famoso por sus improvisaciones súbitas e incontroladas, que surgían de un tic o un golpeteo convulsivo de un tambor y que se convertían instantáneamente en el núcleo de una improvisación maravillosa y desbocada, de modo que el «súbito intruso» llegaba a convertirse en una brillante ventaja. Su síndrome de Tourette constituía también una ventaja en diversos juegos, sobre todo en el ping pong, al que jugaba magníficamente, debido en parte a su rapidez anormal de reflejos y de reacción, pero sobre todo, una vez más, debido a «improvisaciones», «tiros
frívolos
, nerviosos, muy súbitos» (son sus propias palabras), que resultaban tan inesperados y sorprendentes que eran prácticamente imbatibles. Sólo se veía libre de tics en el relajamiento postcoito o en el sueño; o cuando nadaba, cantaba o trabajaba rítmica y regularmente, y hallaba «una melodía cinética», un juego, en que estaba libre de tensión, libre de tics, libre.

Bajo una superficie bulliciosa, arrebatada, bufonesca, era un hombre profundamente serio… y un hombre desesperado. Nunca había oído hablar de la AST (que, la verdad sea dicha, apenas existía por entonces), ni había oído hablar del Haldol. El síndrome de Tourette se lo había diagnosticado él mismo después de leer el artículo sobre «Tics» del
Washington Post
. Cuando le confirmé el diagnóstico y le hablé de la posibilidad de utilizar Haldol, se mostró interesado pero cauto. Hizo una prueba de Haldol en inyección y resultó extraordinariamente sensible a él, quedando prácticamente libre de tics durante un período de dos horas después de administrarle sólo un octavo de miligramo. Tras este ensayo auspicioso, empecé a tratarlo con Haldol, recetándole una dosis de un cuarto de miligramo tres veces al día.

Volvió a la semana siguiente con un ojo morado y la nariz rota y dijo: «Se acabó su jodido Haldol». Pese a ser una dosis tan minúscula, el Haldol, me explicó, lo había desequilibrado por completo, alterando su velocidad, su ritmo, sus reflejos increíblemente rápidos. Como a muchos otros enfermos de tourettismo le atraían las cosas giratorias, y en especial las puertas giratorias, en las que entraba y salía como un relámpago: con el Haldol había perdido esta habilidad, había coordinado mal los movimientos y se había destrozado la nariz. Además, muchos de sus tics, lejos de desaparecer, se habían hecho simplemente lentos, y enormemente prolongados: podía quedarse «paralizado a medio tic», según su propia expresión, y caer en posturas casi catatónicas (Ferenczi llamó a la catatonia el opuesto de los tics, y sugirió que éstos se llamasen «cataclonia»). Ofrecía una imagen, incluso con esta dosis minúscula, de parkinsonismo marcado, distonía, catatonia y «bloqueo» psicomotor: En una reacción que parecía desfavorable en extremo, indicando, no insensibilidad, sino una hipersensibilidad, una sensibilidad patológica tal que quizás fuese posible tan sólo lanzarlo de un extremo a otro, de la aceleración y el tourettismo a la catatonia y el parkinsonismo, sin la menor posibilidad de un feliz término medio.

Se hallaba comprensiblemente decepcionado por esta experiencia (y este pensamiento) y también por otro pensamiento que me expuso a continuación.

—Supongamos que
pudiese
usted quitarme los tics —dijo— . ¿Qué quedaría? Yo estoy formado por tics… no hay nada más.

Parecía, al menos humorísticamente, tener poco sentido de su identidad salvo como ticqueur. Se describía como «el
ticqueur
del Broadway del Presidente», y hablaba de sí mismo, en tercera persona como «Ray el
ticqueur
ingenioso», añadiendo que era tan proclive a las «agudezas con tics y a los tics con agudezas» que no sabía muy bien si se trataba de un don o de una maldición. Decía que no podía concebir la vida sin el tourettismo, y que no estaba seguro de que le interesase sin él.

Esto me hizo recordar inmediatamente lo que me había sucedido con algunos de mis pacientes postencefalíticos que eran extraordinariamente sensibles a la L-Dopa. En el caso de éstos yo había observado sin embargo, que estos desequilibrios y estas sensibilidades fisiológicas extremas podían superarse si el paciente podía llevar una vida rica y plena: que el equilibrio «existencial», o la estabilidad, de un tipo de vida con estas características podía permitir superar un desequilibrio fisiológico grave. Creyendo que Ray tenía también esas posibilidades, que, a pesar de lo que él mismo decía, no estaba irremediablemente centrado en su propia enfermedad, de un modo exhibicionista o narcisista, le propuse que nos viésemos una vez por semana durante un período de tres meses. Durante este período intentaríamos imaginar la vida sin tourettismo; investigaríamos (aunque sólo fuese con el pensamiento y el sentimiento) todo lo que la vida podía ofrecer, podía ofrecerle, sin las atenciones y atracciones perversas del síndrome de Tourette; examinaríamos el papel y la importancia económica que tenía para él el síndrome y cómo podría arreglárselas sin ellos. Investigaríamos todo esto durante tres meses y luego haríamos otra prueba con Haldol.

Siguieron tres meses de investigación profunda y paciente, en los que afloraron (a menudo a pesar de su mucha resistencia y rencor, falta de fe en sí mismo y en la vida) todo tipo de potencialidades curativas y humanas: potencialidades que habían logrado sobrevivir a veinte años de tourettismo grave y de «vida touréttica», ocultas en el núcleo más firme y más profundo de la personalidad. Esta investigación profunda fue emocionante y estimulante por sí sola y nos otorgó, al menos, una esperanza limitada. Lo que sucedió en realidad excedía todas nuestras expectativas y demostró ser algo más que una llamarada fugaz, demostró ser una transformación de reactividad permanente y duradera. Cuando volví a tratar a Ray con Haldol, con la misma dosis minúscula de antes, se vio libre de tics pero sin efectos secundarios negativos notorios… y así ha continuado durante los últimos nueve años.

Los efectos del Haldol fueron, en este caso, «milagrosos»… pero llegaron a serlo únicamente cuando se permitió un milagro. Sus efectos iniciales rondaban lo catastrófico: en parte, sin duda, por razones fisiológicas; pero también debido a que cualquier «cura» o liberación del tourettismo, habría sido en ese momento prematura e imposible económicamente. Ray, que padecía el síndrome de Tourette desde los cuatro años, no tenía experiencia alguna de vida normal: dependía abrumadoramente de su exótica enfermedad y, como es natural, la utilizaba y la explotaba de diversos modos. No estaba en condiciones de abandonar su tourettismo y (no puedo evitar pensarlo) no podría haber estado nunca en condiciones de hacerlo sin aquellos tres meses de preparación intensa, de meditación y análisis profundo tremendamente duros y concentrados.

Los últimos nueve años han sido en conjunto, felices para Ray, ha sido una liberación superior a cualquier posible expectativa. Después de estar veinte años encerrado en el tourettismo, y viéndose forzado por su desatinada fisiología, disfruta de una amplitud y una libertad que jamás habría creído posibles (o, como máximo, durante nuestro análisis, sólo teóricamente posibles). Su matrimonio es feliz y estable, y ahora es padre también; tiene buenas amistades, que le quieren y le aprecian como persona, y no sólo como un payaso touréttico consumado; desempeña un papel importante en su comunidad local y ostenta un puesto de responsabilidad en el trabajo. Sin embargo sigue teniendo problemas: problemas quizás inevitables teniendo tourettismo… y administrándose Haldol.

Durante las horas de trabajo, y durante la semana laboral, Ray se mantiene «sobrio, firme, normal» con Haldol (así es como él mismo describe su «yo de Haldol»). Es lento y parsimonioso en sus movimientos y en sus juicios, sin la impaciencia, la impetuosidad que desplegaba antes del Haldol, pero también sin aquellas inspiraciones y aquellas improvisaciones desbordantes. Hasta sus sueños tienen un carácter distinto: «Son puros sueños, normales», dice, «sin las complicaciones y las extravagancias del síndrome de Tourette». Es menos agudo, menos ingenioso en las respuestas, no desborda ya tics y chistes y agudezas. No disfruta ya con el ping pong y con otros juegos ni se destaca en ellos como antes; no siente ya «aquel instinto imperioso y asesino, el instinto de ganar, de derrotar al otro»; es, pues, menos competitivo y también menos travieso y retozón; y ha perdido el impulso, o la gracia, de los movimientos súbitos «frívolos» que cogen a todo el mundo por sorpresa. Ha perdido sus obscenidades, su descaro grosero, su chispa, ha llegado a creer, progresivamente, que está perdiendo algo.

Lo más importante, e incapacitante, porque esto era vital para él (como medio de apoyo y también de autoexpresión) es que ha descubierto que con Haldol era musicalmente «insulso», vulgar, competente pero sin energía, sin entusiasmo, sin extravagancia y júbilo. No tenía ya tics y aporreaba compulsivamente los tambores… pero no tenía ya arrebatos desbordantes y creadores.

Cuando se le hizo patente esta pauta, y después de analizarlo conmigo, Ray tomó una decisión trascendental: tomaría Haldol «obligatoriamente» durante la semana laboral, pero prescindiría de él, y se «dispararía» los fines de semana. Esto es lo que ha hecho durante los tres últimos años. Y ahora hay dos Rays, uno con Haldol y otro sin él. Hay un ciudadano sobrio, cavilador, pausado, de lunes a viernes; y hay el «Ray, el
ticqueur
ingenioso», frívolo, frenético, inspirado, los fines de semana. Es una situación extraña, y Ray es el primero en admitirlo:

Tener el síndrome de Tourette es delirante, es como estar borracho siempre. Con el Haldol todo es tedioso, uno se vuelve normal y sobrio, y ninguna de las dos situaciones es de verdadera libertad… ustedes los «normales», que tienen los transmisores adecuados en los lugares adecuados en los momentos adecuados en sus cerebros, tienen todos los sentimientos, todos los estilos, siempre a su disposición: seriedad, frivolidad, lo que sea más propio. Nosotros los que padecemos tourettismo no; nos vemos forzados a la frivolidad por nuestro síndrome y nos vemos forzados a la seriedad cuando tomamos Haldol. Ustedes son libres, tienen un equilibrio natural: nosotros hemos de sacar el máximo partido de un equilibrio artificial.

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