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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (11 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Vamos, Julián, acompáñame a la bodega a tomar un trago para que te repongas; dejemos que las mujeres se encarguen de la señora; no querrás que muera y nos manden ujieres y veedores, ¿eh?, que meterán las narices en lo que no les incumbe.

—Ella tiene la culpa —sollozó el borracho, de pie ante Aquino, malvado y al mismo tiempo patético. La blusa que lo cubría no llegaba a taparle la entrepierna ni las nalgas velludas.

El mayordomo, conteniendo el deseo de romperle el espinazo como a una mala bestia, lo tomó de la cintura y lo sacó a rastras mientras el otro balbuceaba: «… ella tiene la culpa… esa putilla me desprecia…».

Rafaela, que había ido por algunas hierbas y el libro de salmos, aguardaba a que salieran los hombres para entrar. Ciega de odio, observó cómo Aquino se llevaba al patrón casi desnudo, con las prendas enredadas en los tobillos, arrastrándolo por los corredores hasta la bodega; allí lo encerró con un potijo de chicha y a oscuras, para que no provocara un incendio, y se guardó la llave en el refajo por miedo a que Rosendo se tentara de matarlo.

Volvió al piso superior, donde oyó canturrear a Rafaela: «… toma, toma, que todo se lo ha de comer la maldición; San Judas Tadeo, apóstol glorioso, haz que mis penas se vuelvan un gozo…».

Desde las sombras, pudo ver cómo la mujer acariciaba la cabeza de la joven mientras repetía: «… toma, que todo lo ha de borrar la lluvia; San Judas Tadeo, que estás en el cielo, haz que mis penas encuentren consuelo…».

Dolores y Carmela, en tanto, atemperaban el agua, empapaban paños y quitaban la sangre del cuerpo de doña Sebastiana, colocado sobre sábanas limpias.

—… toma, que todo lo ha de borrar el viento; San Judas Tadeo, siempre poderoso, haz que mis verdugos caigan en un pozo… —continuaba la retahíla de la salmista y Aquino pudo ver la ropa de cama, con enormes manchas, negras a aquella luz, amontonada en medio de la habitación. El cuerpo de la joven brillaba como nácar, bellísimo en su martirio, frágil y tembloroso, y el mayordomo, cubriéndose los ojos, se apoyó en la balaustrada para negarse la visión de aquella carne prohibida. Después de orar unos minutos para secar la tentación en el cuerpo, llamó a Dolores, que salió y le informó con gravedad:

—Está desgarrada y no para de sangrar; yo he hecho lo que he podido, pero ahora está en manos de San Ignacio y de San Ramón Nonato. Si la pobrecita no se nos muere esta noche, mañana estará hecha una Dolorosa. Por suerte tiene buenos huesos, pues no se los ha quebrado, aunque le ha descuajado un brazo el infame; he tenido que acomodárselo con sobrado dolor…

—¿Y el niño?

—Para mí que se dañó. Le he buscado el latidito y no doy. Ella sangra por los dos canales; yo creo que esta vez… lo dañó —y la india volteó el rostro para esconder las lágrimas.

Aquino se volvió a mirar el patio del aljibe, sombrío y con ramalazos de luna. Al amparo de las sombras, sintió que la razón se le disparaba y tuvo que apoyar la frente sobre los puños. De pronto se enderezó.

—El padre Temple —recordó—, el médico, está en Alta Gracia. Rosendo lo vio cuando fue por alcohol. ¿Y si mandamos por él al alba?

Dolores se cruzó de brazos mirando hacia la pieza.

—Que venga, y le diré la verdad aunque después me crucifiquen. Y por el cura, que se enteren en Córdoba lo que ha hecho la familia con ella, lo que ha hecho esa víbora de doña Alda, a sabiendas, y el padre Cándido, que se pasó de lelo, y el bispo mesmamente, que no la apañó.

—¿Duerme al fin?

—Rafaela le hizo un cocido de adormidera. ¡Quería matarse la pobrecita!

—No lo consienta Dios —rogó el mayordomo.

—Haga que se vaya Rosendo, Aquino, porque ese hombre no lo dejará vivir después que le levantó el brazo.

—Encárgate de la señora, que yo cuidaré de tu hijo y mantendré alejado al patrón.

Más tarde, en la cocina, ante el potijo de caña, Aquino y Rosendo hablaron de lo que debía hacerse.

—Te vas a las caleras hasta que yo te llame —ordenó mientras enrollaba una hoja de tabaco—; que ni tu madre ni tu hembra sepan dónde estás. Si las castigan, no podrán dar noticias tuyas.

No demoraron en preparar un atado con lo indispensable, que incluía un machete, y una vez que Rosendo se perdió en la noche sin que se escuchara crujir el pasto, Aquino volvió a la bodega con una manta. Miró el cuerpo desmadejado de don Julián y se la arrojó encima. Luego, sin poder contenerse, descargó una patada en las nalgas del borracho, que gimió sin reaccionar.

—Mal rayo te parta, puerca bestia, ojalá revientes de bebida, así me ahorras el pecado de matarte —murmuró, y salió cerrando el sótano por fuera.

9. De Gárgolas y de Arcángeles

«Saber callar: ésta es la razón por la que el auténtico brujo es extremadamente difícil de descubrir. Los que divulgan abiertamente sus propios secretos no son verdaderos brujos, sino personas que tienen un vago conocimiento de aquello que tratan».

Fjona G. Calvet

El libro de los hechizos

Santa Olalla

Día de San Sebastián

Verano de 1702

El padre Thomas estaba aseándose para las primeras oraciones cuando uno de los esclavos llegó a decirle que el mayordomo de Santa Olalla pedía con urgencia un médico. Lo siguió por los corredores en tinieblas con el lienzo en la mano, descalzo y la barba mojada. Afuera, en la entrada de las cocinas, distinguió a Aquino. Apenas se conocían, pero en la fresca oscuridad del amanecer de las sierras, sus miradas se encontraron y en segundos parecieron decirse todo.

—¿Doña Sebastiana? —preguntó el médico.

—Parece que pierde al niño —confirmó el mayordomo con la voz apretada.

El padre Thomas, reaccionando, vociferó mientras pasaba por las cocinas donde comenzaban a chispear las brasas: «¡Ensillen dos caballos, despierten al enfermero! ¡Hermano Hansen, Joseph!», y en su apuro, al pasar por el corredor de los hermanos, aporreó varias puertas sin saber cuál era la de su discípulo. Desde lo que le pareció una distancia enorme el joven le contestó y él, sin detenerse, le ordenó buscar la maleta de medicinas, la caja de instrumentos, para luego gritar: «¡Padre Pío, síganos, que quizá debamos dar un bautismo de necesidad y una extremaunción! ¡Benicio, que sean tres caballos!».

Todo se hizo en minutos, pero al médico le pareció una eternidad, «… qué frágil es la vida, y más la de un niño, con tan poco aliento». Habían adelantado un buen trecho de camino cuando oyeron el trotón del padre Pío que intentaba darles alcance. No se detuvieron, pero Aquino ordenó al peón que lo acompañaba que se quedara atrás para escoltarlo.

El cielo, como un tintero donde se ha volcado demasiada agua, iba diluyendo desparejamente su negrura y mostraba un soplo radiante, con visos todavía púrpuras, sobre el filo del naciente.

Con la primera luz, al pasear la mirada por el campo circundante, el padre Thomas descubrió un vado casi derruido y al reparo de los contrafuertes, debido a la proximidad con el embalse, la tierra se veía muy verde y encharcada. De pronto, la mente científica del sacerdote se sobresaltó cuando, mecida por la brisa, distinguió la hierba sardonia, tóxica en extremo y cuyo jugo producía en los músculos de la cara una contracción que imitaba la risa. No era natural de las Américas; alguien debía de haberla traído a través del océano. ¿Cuándo y con qué intención? Imposible determinarlo, pero una persona con cierta sabiduría sobre venenos podía obtener de ella una pócima mortal.

Pensaba en eso cuando traspusieron el portal y se encontraron dentro del reducto de la construcción, donde todavía se imponía la oscuridad.

No era una construcción soberbia; carecía de la fina belleza de la estancia de Alta Gracia, pero era mediana y de una agraciada candidez; las paredes eran de rollo y piedra, las ventanas estrechas parecían moderar la contemplación del paisaje y los muros encalados patinaban la luz en su blancura. Se vislumbraban patios pequeños, recogidos, acequias que cantaban y atrás, en el huerto, los árboles vencidos de frutos eran apenas siluetas borrosas.

Donde posaran la vista, se veía el orden y la prosperidad que trae el mucho trabajar y algunos años de suerte. Sin duda, Aquino era un excelente administrador.

Y en aquel vergel, se dolió el médico al desmontar, una jovencita vivía su tragedia como si impusieran sobre ella un castigo desmedido por un instante de flaqueza. No, se endureció; no dejaría que el mal hombre de su marido pusiera en peligro la salud, la vida y el alma de la joven y de su hijo. Hablaría con el padre provincial y le relataría crudamente lo sucedido, presionaría a don Gualterio, enfrentaría a doña Alda, se humillaría ante el obispo buscando una palabra de protección para ella…

Rafaela los esperaba al pie de la escalera que conducía al corredor de los dormitorios, y allí los abandonó el mayordomo.

La mujer se adelantó con los ojos —siempre a medio extraviar— turbios de dolor. Mientras los guiaba hasta el altar doméstico, les comunicó que una hora antes la joven había expulsado al niño; al entrar vieron, a los pies de la Virgen del Rosario, en un canastito cubierto de blonda sobre plumón, el cuerpecito mísero, vestido de batistas bordadas y puntillas de Valencia.

—No pudimos darle ni el agua de necesidad —dijo, llorando, la nodriza de la joven.

Bajo las velas encendidas en cantidad, los sacerdotes contemplaron, desolados, aquel saquito de huesos amoratados, indefenso y al mismo tiempo ahora inalcanzable para la perfidia humana. Hijo de español, constató el padre Thomas. ¡De qué le serviría el color en el cielo, si Dios abrazaba por igual a todos sus hijos!

En consternado silencio, el médico se inclinó sobre la cuna y acercó el oído al pecho de la criatura.

—¡Dios de misericordia, creo que alienta!

Y como invocado, el padre Pío, alto y desmañado, resoplando mientras se tomaba del marco y agachaba la cabeza para no golpear en el dintel, entró en el angosto reducto. Soltó un quejido de viejo que nunca se acostumbró a la maldad humana, ordenó al peón que lo seguía que abriera el cofre donde llevaba las vestiduras sacerdotales y dejó que el hermano enfermero lo vistiera con la estola correspondiente mientras él aclaraba la voz para las oraciones y buscaba en su breviario el santo del día. El padre Thomas se apresuró a preparar el agua bendita, el óleo y la sal. Luego tomó a la criatura en brazos y su discípulo ofreció al bautizante los fundamentos del sacramento. Así se cumplieron los ritos bautismales, sin la absoluta certeza de que tuviera vida, pero esperando que el Altísimo, más misericordioso que los hombres que habían escrito la doctrina, le abriera las puertas del Paraíso.

Concluida la mínima ceremonia, el padre Thomas volvió a auscultar el pequeño pecho, y movió la cabeza negativamente. El padre Pío miró hacia las mujeres que esperaban en la puerta.

—Digan a la señora que he bautizado al niño con el nombre de Sebastián Mártir y que confío en que ha de esperarla en el cielo el día en que a Nuestro Señor le plazca llamarla con Él. Y tráiganme un sillón, que aquí me quedaré velando.

El padre Thomas se santiguó y se apresuró a salir para atender a la joven.

—Habrá que tomar disposiciones para enterrarlo —dijo en voz baja mientras se dirigían a su dormitorio—, supongo que doña Sebastiana está incapacitada…

—Está muy mal —dijo Dolores.

—Velaremos al pequeño hasta el amanecer del día de mañana —indicó él.

Cuando entró en la habitación en penumbras, pero oreada, le satisfizo que las mujeres hubieran aseado todo: sólo el penetrante olor del vinagre, usado sin retaceos, indicaba que algo había sucedido allí. Cuando tomó el pulso de la joven, cuya cabeza giró por inercia sobre la almohada, comprendió qué escasa era la ciencia en aquel trance; contaban con cirujanos de guerra, arreglahuesos, sangradores, especialistas en pestes, en males venéreos… pero las que iban a ser madres debían conformarse con la primitiva y elemental ciencia de las parteras. «Y así es como casi todas mueren, entre los doce y los cincuenta años, de males derivados de embarazos y alumbramientos…».

Rompiendo la inmovilidad del maestro, el hermano Hansen tomó la mano de la joven y observó sus uñas, presionando sobre ellas y después sobre las yemas de los dedos.

—Ha perdido mucha sangre, y además le falta agua en los tejidos —murmuró al ver que la presión había dejado un hoyo donde debería haber encontrado la elasticidad del músculo joven—. Habría que sumergirla en agua tibia y obligarla a beber líquidos en abundancia.

Aquello lo volvió en sí y pidió una palangana, agua, vinagre, alcohol y lienzos limpios para ellos, y lo necesario para hacer lo que el hermano Hansen había aconsejado.

Enterraron al «angelito», por pedido de la madre, en un pequeño jardín, al costado de la capilla donde la joven solía retirarse a meditar y a bordar. Sobrevivían allí algunas plantas de rosas —decían que de las traídas por Blas de Rosales para la fundación de Córdoba—, además de variedad de lirios, violetas, azucenas y acónito. Por más que Sebastiana había rogado que hicieran la tumba de manera que también pudieran enterrarla a ella, Rafaela se opuso tenazmente y el padre Thomas la apoyó.

No faltó nadie de la finca, salvo el patrón, postrado en la sacristía después de azotarse a gritar para así arrumbar la culpa en el fondo de la conciencia.

El médico, mientras el padre Pío llevaba adelante las plegarias, estudió las expresiones de quienes los rodeaban —salvo el mayordomo, toda gente de Zúñiga— y pensó: «Milagro es que ninguno de ellos haya atacado a don Julián».

Cuando se retiraban, un indio joven apareció y cautelosamente se arrodilló en la tumba en actitud de orar.

—¿Es de la casa? —se interesó el sacerdote.

—Sí —dijo Aquino—; no quiero que don Julián lo vea, porque fue él quien volteó la puerta para sacarle a doña Sebastiana de las manos.

—¿Y estará fuera de peligro la niña? —preguntó Dolores en nombre de todos.

—Aún no veo síntomas de mejoría, pero al menos ha recuperado la conciencia.

Rafaela dijo de pronto:

—Nació y murió el niño en el cumpleaños de la madre. —Y concluyó con amargura—: ¡Mal día para nacer!

El padre Pío regresó a Alta Gracia, y el facultativo y su ayudante quedaron en Santa Olalla, luchando con la naturaleza de doña Sebastiana, que no daba muestras de oponer resistencia a su mal. Consciente casi todo el tiempo, lloraba o mantenía los ojos cerrados, se negaba a comer, apenas si tomaba agua y los latidos de su corazón se iban descompaginando. Los sacerdotes la arrastraban en la armonía repetitiva de las oraciones, que solía ser remedio para aquello, hasta que el padre Thomas comprendió que la joven estaba dejándose morir. Tuvo una larga conversación —más bien un monólogo— con ella, instándola a trasladarse a Córdoba. Deseaba alejar a la joven del teatro de sus desgracias y de la pequeña sepultura que parecía llamarla.

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