El jardín de los venenos (13 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Esa noche, al no poder dormirse a pesar del cansancio, tomó al azar uno de los libros que siempre llevaba en el talego de viaje. Al abrirlo, descubrió que era un poemario de Juan del Encina, que se abrió fortuitamente en aquel de «Ya cerradas son las puertas de mi vida». Leyó:

…Tiénelas tan bien cerradas

el portero del Amor;

no tiene ningún temor

que de mí sean quebradas.

Son las puertas ya cerradas

de mi vida

y la llave es ya perdida…

Aquellos versos lo desazonaron, así que apagó las velas y, los brazos bajo la almohada, los ojos fijos en la luminosidad que se colaba bajo la puerta que daba al corredor desnudo, se dio a pensar nuevamente en cómo ayudar a Sebastiana.

En algún momento cayó en el sueño, sólo para despertar sobresaltado, con la impresión de haber oído algo, quizás el paso de un asesino. Prestó atención, pero todo era silencio.

Desvelado, salió de la casa y quedó de pie bajo las estrellas. No se veía la luna. «Habrá sido un zorro, que burló a los perros», recapacitó. Se acercó al bebedero de los caballos y se echó agua, quitándose la pegajosidad del cuerpo. Comprendió que la conciencia lo martirizaría hasta que regresara a Córdoba y se asesorara, con juristas y consejeros, sobre el caso de su sobrina.

Los perros, como sombras fantasmales, se acercaron a él con la cerviz gacha, gimiendo suavemente. A medias desnudo y totalmente empapado, se inclinó a tranquilizarlos; luego, seguido por ellos y sin saber con qué fin, dejó los límites de los muros y caminó por el terreno hasta que el fresco de la noche le templó el espíritu.

Son las puertas ya cerradas

de mi vida

y la llave es ya perdida…

… le martilleaba en la cabeza.

No sabía qué pensaba encontrar en la noche, pero ninguna voz, salvo aquellos versos desmoralizadores, vino de la oscuridad.

El 1.º de febrero llegó un chasqui con noticias de Córdoba. Su hermana Rosario y su tía Saturnina le escribían y le mandaban unas colaciones deliciosas, para que «te hagan agua la boca y te decidas a regresar, que demasiado ausente has estado».

Se sentó bajo el parral, sobre un mortero de palo, y leyó con gusto las noticias mientras comía una a una las deliciosas colaciones.

Abrió primero la carta de su tía, siempre la más amena, ya que no dejaba de comentarle las habladurías que corrían por la ciudad.

Tampoco esta vez lo defraudó, porque después de las fórmulas de rigor y las obviedades sobre la familia, decía: «Por estos días un suceso tiene a la ciudad alborotada: la famosa mulata, ya sabes, de la que se habla tanto en los mataderos como en las sacristías, la que era adepta a servir en el obispado más que en cualquier otra parte, la que acompañaba al buen señor Mercadillo en sus recorridas por los curatos, la que últimamente no se hacía ver mucho… acaba de dar a luz una hija. ¡Y qué te diré! A Zamudio no le han alcanzado los dedos de ambas manos para contar meses y fechas, y hasta se hizo tiempo para conocer a la recién parida para mejor informar al rey. La modista de su casa, que tiene mucha memoria, me recitó la carta de sólo escuchar cuando el dicho la leyó en voz alta a su hermana de él. En ella expone nuestro gobernador la inconducta del obispo, pues se vio en la obligación de describir a la pequeñeja como ‘blanca y muy españolada’. Te darás una idea de que los salones están que hierven con tantos escándalos. Ahora el señor obispo se la ha tomado con los seráficos… —y a continuación comentaba los enfrentamientos que llevaban a fray Manuel Mercadillo contra los franciscanos—, a los que no da respiro y están pensando los pobres frailes en querellarlo. Les impide recoger limosnas y ha llamado a los santos mendicantes vagos, dados a la extorsión y abusivos. Por lo pronto, el procurador general de los franciscanos ha escrito al arzobispo de Charcas, pero no creo que salga nada de ahí, pues éste, según dice Marcio, debe remitirlo al provisor del obispo, que no ve sino por su ojo. Y mientras tanto, los pobres tienen vedado decir misas en el campo, y mucho menos bajo las ramadas, como se hacía de ser necesario, que en lugares más feos y donde menos se le quería debió andar el Pobrecito de Asís…».

Becerra concluyó la lectura junto con las colaciones, e iba a dejar la carta de Rosario para la siesta cuando el nombre de Sebastiana le saltó a los ojos.

11. De la venganza y del silencio

«El nacimiento del siglo XVIII encuentra una nueva dinastía en el trono español. La aclamación del flamante soberano se llevó a cabo en Córdoba el 20 de febrero de 1702, en una pintoresca ceremonia de la que dejó constancia el Escrno. Tomás de Salas».

Prudencio Bustos Argañaraz

Historia familiar de los Gigena Santisteban

Córdoba del Tucumán

Tiempo de Septuagésima

Verano de 1702

A mitad de camino entre Alta Gracia y Córdoba, el grupo del maestre de campo avistó una caravana compuesta por una carreta y unos pocos peones.

Al acercarse, dos mujeres que viajaban en ella se irguieron, inquietas ante la aparición de los soldados.

—Es la hija de don Gualterio con su guardiana —advirtió el estudiante, que las reconoció de inmediato.

El maestre de campo se les acercó al trote. Sobre una pila de colchones cubiertos con mantas de seda adamascada, recostada entre almohadones, la joven se veía pálida y como sumida de carnes, con los ojos demasiado grandes para el rostro y la pupila dilatada por algún medicamento. Al principio se mostró retraída, pero después de cruzar unas palabras, les ofreció vino del que llevaban. Rafaela se encargó de servirlo en copas que sacó de un cofre taraceado.

—¿Va a visitar a sus padres?

—Sí, y a reponerme de unas fiebres por consejo del padre Thomas, que es quien atiende mis dolencias —dijo ella con languidez. Parecía sin fuerzas y como si dudara en tomar una medida necesaria. De pronto, levantó el rostro y su mirada perdió algo de dubitación—. Señor maestre de campo, ¿le molestaría acompañarnos hasta mi casa? Temo que se nos haga tarde, y preferiría no hacer noche en el camino.

Había tanta dulzura en su tono, tal desvalimiento en su expresión, que Soto se apresuró a ponerse a su disposición. Poco después, se sintió tocado por la belleza de ella, no hecha de fuerza y pasión, como la de la madre, sino de debilidad y modestia. Como un puñal que le hurgara entre las costillas, recordó las despectivas aseveraciones de Becerra.

Era ya oscuro cuando doña Alda, precedida por una negrita con un hachón encendido, terminó de regar las peonías, tarea que jamás delegaba por temor a que los criados le hurtaran un gajo, pues se ofrecían sumas tentadoras por ellos.

En el momento en que cerraba con candado el portón del jardín, una de las esclavas le avisó que había llegado su hija.

—¿Se ha atrevido a viajar de noche? —preguntó, sorprendida, y la chica contestó:

—Es que la acompaña maese Soto.

Poco faltó para que echara a volar. Trató de reprimir el paso y una vez fuera de la vista de las sirvientas, atravesó el patio corriendo. Llegó a la puerta en el momento en que el maestre de campo, a la luz de los enormes faroles que iluminaban la calle, tomaba a Sebastiana de la cintura para dejarla en la vereda, donde ella trastabilló y tuvo que sujetarse de la casaca de él.

—¿Se siente bien? —preguntó éste antes de entregarla al abrazo de don Gualterio, que había salido a recibirla.

—Son las fiebres —contestó ella y, demudada, doña Alda vio la mano blanca y fina de su hija presionando a modo de agradecimiento el brazo del hombre.

Tarde la descubrió él, y los ojos negros, ardientes, de su amante le trajeron a la memoria los desfallecimientos que solía provocarle cuando se tendía a su lado. Sintiéndose incómodo, se encogió mentalmente de hombros. «No iba a dejar a la desvalida en el yermo», se justificó para sus adentros. Se negó a entrar, por más que don Gualterio, agradecido, lo había invitado, y dejando la hija al cuidado del padre y abandonada la madre a un tumulto de suspicacias, resolvió seguir a su casa. Sebastiana, a la que vio de pronto como una joven con no sabía qué aura de pudorosa integridad, lo había impresionado con la mansedumbre de su candor.

Al desaparecer él y sus hombres por la esquina, doña Alda entró en la casa azotando el suelo con el vestido.

Sebastiana se había negado a mandarles aviso de la desgracia, pues quería decírselos en persona. Enterada, el único responso que la señora dedicó a su malogrado nieto, mientras tamborileaba los dedos sobre el brazo del sillón, fue: «Mejor ansí». Don Gualterio, en cambio, se hundió en el dolor, retirándose a su pieza.

Mientras se bajaban cofres y mantas, Rafaela pidió a las criadas que le prepararan un catre en la habitación de la joven, pues necesitaba de cuidados, y pasó dejando un olor a yuyos que las negras celebraron con narices fruncidas y meneos histriónicos.

En los días que siguieron, ninguna alusión, ninguna pregunta se hizo sobre las causas del aborto, ni contó Sebastiana que don Julián la había golpeado hasta causar la muerte de la criatura. La joven guardó silencio, como cosa llegada por la mano de Dios y no del hombre.

Doña Alda, no obstante, se enteró de todo a la mañana siguiente. La esclava Marina —que era su felona— le transmitió lo que Rafaela les había contado.

—… todas las noches prepara emplastos de cardo santo para los moretones que le dejó el marido. Dice que algunos son negros como aceituna madura. Dice que la india le tuvo que acomodar el brazo y el tobillo. Dice que había sangre por toda…

—Basta —la calló.

A pesar de su carácter y de los celos que le carcomían cualquier buena intención que hubiera podido despertarle su hija, la mujer se sintió intimidada ante la brutalidad de los hechos y un difuso arrepentimiento le despertó la conciencia.

Sebastiana prefirió confinarse en su pieza, apartada de la madre y aun del padre, que había extremado sus mortificaciones.

El padre Thomas había mandado con el carretero un informe al hermano coadjutor Pedro Montenegro, para que se encargara de atender a la joven y al anciano, pues conocía las flaquezas de éste.

Más herborista que médico, Montenegro se granjeó de inmediato el interés de don Gualterio por ser natural de Santa María de Galicia, tierra natal de la madre de Zúñiga.

Acompañado del hermano Peschke —enfermero y boticario—, el religioso llegó una mañana trasuntando buen humor y sencillez. Atendió primero a Sebastiana, a quien encontró mejor de lo que esperaba, y luego se encerró con el hidalgo en la biblioteca. Y entre tazas de chocolate espeso para él y una infusión de la ponderada «barba de piedra» que mandó preparar para fortalecer la sangre del paciente, conversaron largo rato.

Don Gualterio preguntó por la salud del presbítero Duarte y Quirós, fundador del Convictorio de Monserrat. Cuando aún no se había retirado a su amada hacienda de Caroya, el prelado y el caballero solían juntarse a jugar una partida de damas o a conversar de poesía mística mientras leían en voz alta versos de San Juan de la Cruz, de fray Luis de León, de la Santa Madre Teresa. No olvidaba el hidalgo a Cervantes, que había sido, cien años atrás, protegido y favorito de López de Zúñiga, duque de Béjar, su renombrado ascendiente.

—La enfermedad no le da respiro —le hizo saber el jesuita—, pero la acepta como un santo. El hermano Peschke viaja justamente mañana a atenderlo.

Antes de retirarse, el hermano Montenegro propuso al anciano que se recluyera por unos días en la Compañía de Jesús.

—Más que los tormentos, Dios ama la meditación —le hizo ver—. Vuestra hija está fuera de peligro y allí me tendréis cada vez que necesitéis de mis cuidados…

Aunque débil, Sebastiana insistió en preparar ella misma las cosas que pudiera necesitar su padre. Lo acompañó hasta la calle y él, angustiado, le tomó las manos, apretándolas contra su corazón.

—Sólo Dios sabe el porqué de tu amor por mí, Sebastiana, siendo que todos tus males te han llegado por mis debilidades.

La joven se arrodilló, pidiéndole la bendición. El hidalgo se la dio y, apoyado en el jesuita, partió a ponerse en paz con Dios. Sebastiana tuvo que ser ayudada a incorporarse por Rafaela y una de las criadas.

Doña Alda, que observaba tras las cortinas de la sala, sintió despecho ante el cariño que se profesaban padre e hija. «¿Cómo es posible que le perdone tanta cobardía?», pensó, pues parecía que, si algún resentimiento guardaba Sebastiana contra él, se había disipado ante el abatimiento que le había producido la pérdida del nieto y la rigurosa forma de purgar sus culpas.

Como sólo veía la nuca de la joven, no percibió la expresión de impaciente alivio con que ella lo observó perderse en el recodo de la calle.

Esa tarde, junto con la carta de doña Saturnina, Rosario Becerra escribió a su hermano Esteban, que continuaba en Anisacate, haciéndole saber lo sucedido a Sebastiana en la medida en que se lo habían dado a conocer. Le rogaba que regresara a la ciudad, pues doña Saturnina y ella sospechaban que algo terrible le había pasado a la joven y querían que él las aconsejara.

La vida de los Zúñiga fue ajustándose a un nuevo estado. Doña Alda había perdido parte de su empuje, quizá tocada por quebradizos remordimientos, y Sebastiana había ganado en carácter y en posición: una hija casada es menos hija. Aun así, se comentaba que era de admirar la paciencia de la joven ante los descomedimientos de la madre; tías y tíos, y el padre Cándido, no se cansaban de alabarla.

—La sabiduría que da la experiencia del dolor y la cercanía de la muerte —dijo doña Mariquena Núñez del Prado, que tenía sus días filosóficos, al mercedario, que asintió pensativamente: las formas del respeto eran tranquilizadoras, y reconfortaba oír a la convaleciente hablar de la visita que haría a los templos en cuanto pasara el tiempo de purificación.

Una tarde el maestre de campo se llegó a presentar sus respetos. Sebastiana, que había preferido continuar el estudio de las hierbas antes que deambular por los patios, mandó a Porita por sus tías e hizo que una de las esclavas la vistiera y la peinara.

—No entiendo por qué este empeño… —protestó Rafaela, y la joven contestó acremente:

—No he de dejarla sola con ese hombre en ausencia de mi padre.

En la sala dio la bienvenida al visitante, no olvidando agradecerle el haberla escoltado, y después informó a su madre:

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