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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (7 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Este don Julián era más bruto que listo, grosero y desaseado. Bien lo recordaba el padre Thomas de aquellos lares, cuando bajaba a las estancias de Calamuchita. Y seguramente escondería manceba india o barragana cristiana por las inmediaciones, pues siendo adulto, fuerte y soltero, apenas si salía del caserío. «Eso… o el amor griego», discurrió el sacerdote, que desconfiaba de la naturaleza humana.

—Don Gualterio —interrumpió a Zúñiga cuando logró digerir la noticia—, no aconsejo esa unión; es desventajosa para su hija, ya sea por la edad, por la decadencia social o por el temperamento del prometido. Doña Sebastiana es demasiado joven, suave de carácter; él es un hombre torpe. No confío en su moral. Además, como no tiene ni un cobre, más que la caridad lo guiará la codicia y…

Don Gualterio se agarró la cabeza mientras tartamudeaba que toda oposición era inútil, que doña Alda tenía el asunto por los cuernos. El médico comprendió que era temor a aquella mujer, y no dejadez paterna o animosidad contra la hija, lo que paralizaba al hombre, y tuvo que hacer un esfuerzo para que prevaleciera la tolerancia sobre su indignación.

De todos modos, Zúñiga consintió en que se internara a Sebastiana en el convento y aunque doña Alda se encrespó al enterarse, no hubo forma de que su marido revocara el permiso.

Un día después, la puerta del monasterio se cerró detrás de Sebastiana con lo que le pareció la voz de una sentencia y ella, pálida, ojerosa y atemorizada, se encontró sola en un reducto pequeño, aunque no sombrío: una ventana mediana, abierta a cierta altura, daba entrada a un buen caudal de luz. Como no venía el más leve sonido por el corredor, apoyó sobre la mesa el atado de ropa —su madre la había mandado como indigente, sin siquiera una criada—, buscó la banqueta con escalones que se usaba para encender el candil de pared y, subida a ella, se prendió a la reja y miró hacia afuera. Aunque no tenía un panorama amplio, ni su vista llegaba al terreno que comenzaba en el exterior de la habitación, alcanzó a ver frutales florecidos, matas de manzanilla, angostos senderos muy caminados, un banco de piedra frente a la imagen de mármol de Santa Catalina y, poco más lejos, otro muro que mediante portón de arco y reja se abría hacia un espacio selvático. Alguna novicia —y aquello resultó tranquilizador— había colgado de los árboles pequeñas vasijas de barro con agua o granos para los pájaros, y el motivo de tal precaución estaba a la vista: sobre el pasto, un gato se lamía interminablemente las zarpas.

Como oyó sonido de pasos, saltó al suelo, acomodó el banco y esperó junto a la mesa. La boca se le había secado de miedo, pues su madre le había anunciado castigos corporales y confinamiento en los fosos del convento, pero cuando se abrió la puerta y dio paso a dos religiosas, respiró: no se veían en sus expresiones ni talantes intenciones de aquel tipo.

—La hermana Feliciana la guiará a su celda y la instruirá en nuestras prácticas. La acomodaremos cerca de las otras señoras, pero debe, en lo posible, guardar la regla de silencio con ellas.

Sebastiana asintió y se apresuró a seguir a la más joven, pero la madre superiora la detuvo con un: «Su atado, Sebastiana» y ella, colorada pues había dado por sentado que algún sirviente se ocuparía de eso, se volvió y lo alzó con presteza.

No cruzó palabra con sor Feliciana, que la guió por silenciosos corredores, atravesando cuartos enhebrados como cuentas, hasta llegar a un lugar recogido, separado del resto, bajo una galería a la que daban varias habitaciones. La monja abrió una, quitó la llave de la cerradura y se la guardó en el bolsillo. Sebastiana entró con lentitud: la pieza estaba desprovista de cualquier comodidad, salvo la esencial: una cama sin dosel, una silla tosca, con asiento de cuero; un arcón a su lado y sobre él, la palmatoria; a su pie, una esterilla gastada. La puerta carecía de trabas y la ventana de barrotes estaba lo bastante alta para que ella no pudiera alcanzarla. Había tres figuras religiosas: un crucifijo de cabecera, una repisa con una Dolorosa en bulto, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús…

—Puede pedir a los suyos que le traigan la imagen de su devoción —dijo la monja, y pasó a explicarle las reglas, los horarios y las actividades que se desarrollaban en el convento, en algunas de las cuales debía, y en otras podía o no participar—.…dice la madre superiora que por hoy puede usted descansar. Y si ha usted necesidad de algo que podamos proveerla, dígalo.

—Desearía tener papel, pluma y tinta —pidió ella, y tartamudeó—: Quiero anotar los horarios; temo faltar a alguna regla.

—Lo consultaré —dijo la hermana Feliciana y salió cerrando la puerta con cuidado.

Sebastiana esperó unos segundos, luego tiró el bulto de ropa y se dejó caer de bruces sobre la estera; extendió los brazos sobre la angosta cama, enterró la cabeza en el colchón y se largó a llorar en largos y secos sollozos.

Esa noche cumplió ayuno, y a la mañana siguiente, con las primeras campanadas —siendo aún de noche—, se levantó a tientas, sin saber qué hacer: nunca había tenido que lavarse sola, ni cambiarse de ropa, ni ordenar sus cosas, ni encender su vela. Todo le era trabajoso, y aunque debía ser simplísimo, descubrió que no sabía doblar sus vestidos para guardarlos, que no tenía idea de dónde acomodar los zapatos, que no se daba maña con el aguamanil y la jofaina de agua de aljibe, todavía helada, que había olvidado poner a mano la toalla con la cual secarse…

Compartió el desayuno en una habitación pequeña, separada del locutorio de las monjas, con tres mujeres: dos ancianas y una joven que quería profesar.

En los días siguientes, cuando había un hiato entre devociones y estudios, y una necesidad en las caridades del monasterio, Sebastiana, vestida modestamente, ayudaba en ellas. Solía coincidir en aquella tarea con una mujer honesta que cumplía trabajos por orden del juez. Hermosa, joven y de mirada provocativa, le decían «la Portuguesa» porque estaba casada con un prestamista portugués. Parecía muy dispuesta a aguantar el castigo y aun el encierro «en casa decente», continuando en la negativa de entregarse al débito conyugal, segura de estar poniendo en ridículo a su marido —mayor que ella— y satisfecha con tal situación.

Sebastiana prefería eludirla, pero la mujer, curiosa del motivo de su internación, llegó a seguirla cuando limpiaba la pequeña sacristía, y tuvo que ser amonestada por una de las beatas que vigilaba la tarea. Advertida la madre superiora, creyó prudente no volver a encargar a Sebastiana aquellos menesteres, y como había llegado una viuda con la intención de pasar allí sus últimos años, trasladaron a la joven a otra parte del monasterio. La nueva habitación, oscura pues daba a un pequeñísimo patio de altas paredes, era más humilde que la anterior, pero la joven se sintió conforme: le repugnaba tratar con las otras internadas, y allí podía disfrutar de intimidad. Trabó amistad con el gato; solía llevarle algún bocado, y a veces, de noche, le permitía dormir dentro de la pieza, sobre el arcón que guardaba la poca ropa que había llevado. Con el paso de los días, el aislamiento, el sosiego, el transcurrir de las horas, cada cual con su quehacer inconmovible, descansaron su ánimo.

Cuando, entre una meditación y una confesión, decidió salir a caminar al sol, descubrió que estaba muy cerca del plantío que había visto, a través de la ventana, el día de su llegada. Cruzó el portón que lo separaba del huerto y se adentró en la parcela de aspecto silvestre: estaba en el jardín de plantas medicinales del monasterio. Un aroma a veces perfumado, a veces áspero, según las matas que rozara, envolvía el lugar. Inconscientemente se agachó a frotar y oler las hojas, a arrancar algún tallo para probarlo con la punta de la lengua, haciendo crujir otro en el oído.

De pie en medio de romeros y oréganos, de plantas de azafrán, de mostaza y otras desconocidas, se sintió de pronto en paz. Aspiró profundamente la fragancia del lugar, guardándola como un elixir en sus pulmones, y después de permanecer inmóvil varios segundos, exhaló con largueza para desarmar esos manojos de espinas que se le enredaban en el pecho. Iba a tomar una flor muy bonita, una campanita morada y prieta, cuando oyó que decían detrás de ella:

—Mejor sería que no toque esa planta. Es acónito.

Al volverse, se encontró con una monja, una mujer mayor, delgada y de pecho hundido; era de una plácida fealdad, de ojos grandes, inteligentes e inquisitivos. La reconoció de inmediato: en su niñez, estuvo entre las monjas que a ella y a sus primas les enseñaban catecismo y había sido su profesora, un año antes, de latín. La religiosa, no obstante, se presentó:

—Soy la hermana Sofronia, la encargada de las discípulas del padre Thomas. Estudiamos el poder que posee cada una de ellas —señaló el predio con la mano.

—¿Son todas plantas para remediar? —preguntó Sebastiana, y la religiosa, después de un titubeo, dijo con brusquedad:

—No todas. Esa que ibais a tocar es grandemente venenosa. Pero no las hojas, que sólo llegan a ser tóxicas. Es su raíz la que mata.

—¿Mata? —se estremeció Sebastiana, llevándose las manos a la espalda y restregándose los dedos en la tela del vestido.

—No se preocupe, aquí no tenemos plantas que maten al solo contacto. Es necesario hacer infusiones con ellas, o secar sus rizomas y machacarlos después, o mezclarlas con materias químicas.

Con las manos dentro de las mangas del hábito, caminó adentrándose hacia el fondo. Sebastiana la siguió por la senda estrecha.

—¿Y por qué tienen ustedes plantas que matan?

—Toda planta y materia venenosa tiene también, según la dosis y aplicación, propiedades salutíferas —y como si hubiera dejado en el aire unos puntos suspensivos, le preguntó sin mirarla—: ¿Entiende usted algo sobre el estudio de la herbolaria?

—No; jamás he sabido de…

—… porque me lo pareció al observar la forma en que palpaba las yerbas.

Sebastiana iba a reconocer que lo había aprendido de Rafaela, su nodriza, pero un reflejo nacido de escuchar frases susurradas entre las criadas, de alguna interrogación del padre Cándido a su madre, de aquella vez que llegó un ujier a interrogar a su aya, le indicó callar.

Conversaron durante unos minutos, cómodas en mutua compañía, y al sonar la campana que llamaba a las oraciones del mediodía, la religiosa agregó como si hubieran hablado de ello durante días:

—El padre Thomas es un gran profesor, claro y ameno en sus exposiciones. Nos enseña farmacia. Y como he creído notar en vos cierta predisposición, pensé que podría venir a nuestras clases. Me doy cuenta de que tiene usted buen ojo, buen oído y apuesto que excelente olfato para discernir los olores. El olfato es sumamente necesario en este oficio.

—¿Lo aprobaría la madre superiora?

—Lo consultaré con ella.

Cada cual por su lado, y en silencio, llegaron a tiempo para la oración en el coro.

6. Del herbolario inconcluso

«Para poder efectuar el matrimonio la Iglesia necesitaba constatar la libertad de los cónyuges, no sólo de todo vínculo anterior sino también como expresión de su intrínseca independencia y voluntad de asumir el compromiso, condición fundamental para la validez del sacramento».

María del Carmen Ferreyra

El matrimonio en Córdoba durante el siglo XVII - Período: 1642-1699

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Primavera de 1701

Siendo joven, sor Sofronia, harta de sufrir las pullas de hermanos y primos por su fealdad y su interés en las ciencias, decidió que mejor estaría de hábito. La impulsaban, además, una inclinación religiosa que había sido siempre su sostén y ya que no en el mundo, quizás en los claustros podría instruirse como facultativa para ayudar al bienestar de la comunidad. Tenía un instinto certero para diagnosticar y su misericordia hacia el enfermo no estaba hecha de desgarrada piedad; sin dejarse aturdir por ayes y quejidos, palpaba sin clemencia los forúnculos, aspiraba contenidamente el olor de las heces, probaba el orín en la punta de un dedo, revolvía secreciones con un palillo de mirto, todo para determinar el probable origen del mal y buscarle remedio. Los pacientes eran generalmente sus hermanas en Cristo o señoras que preferían la presencia de una mujer a la de un hombre, a la hora de padecer.

Había sido maestra de primeras letras y catecismo de Sebastiana; la había visto crecer, la observó en misa, a través del tablero cribado, fascinada por la belleza, los colores, la salud, la libertad y la alegría de vivir que trasuntaba su persona. Se parecía a la niña que hubiera deseado ser, y por eso propuso a su padre que se le enseñara también latín.

Enterada confidencialmente por la priora del hecho que la llevaba a la congregación, buscó su compañía en cuanto la vio penetrar en el huerto. Le supo a milagro que la joven demostrara interés de inmediato en lo que era su pasión, y creyó descubrir en ella dotes inimaginadas. Fue como un premio de su sino, no demasiado feliz, que lograra despertar en la jovencita interés en remedios y bálsamos, consiguiendo que olvidara su desesperada situación a través del trabajo en conjunto. Obtuvo el permiso de la superiora y pronto Sebastiana integraba el reducido grupo de estudiosas a cargo del padre Thomas.

Unas semanas después, la priora informó por escrito al rector de la Compañía: «… la niña es gentil y dada a penitencias; los viernes guarda ayuno y se humilla en los más rudos trabajos. Trata con dulzura a siervas y hermanas en Cristo y encuentra solaz en ayudar a sor Sofronia, encargándose del plantío de drogas, y con tan buena mano que hierbas debiluchas o azafranes desmedrados toman fuerza a su trato. Dice nuestra hermana que habla bien el latín y que es dada a la lectura, tanto que tratamos de guiar este apego a la esencial devoción. Y si su familia ha dejado muchas cosas que desear en la formación de esta alma buena, que mejor guiada no habría dado tropiezo, al menos la han iniciado en el leer y escribir, facultad que ella desea aplicar al estudio en beneficio de los demás. Si no fuera por el impedimento, feliz seríamos de tenerla entre nos para siempre…» y se tomaba dos páginas para explicar que el impedimento desaparecería si la madrecita aceptaba dar en adopción al niño y quedar de lega entre ellas.

El médico fue comisionado para sondear a la joven frente a la superiora y fue evidente para ambos que respiraba de alivio, aunque aclaró:

—… siempre que se entregue el inocente a gente de probada bondad. No deseo de ningún modo criar a mi hijo con don Julián como padre —y murmuró, llevándose las manos a los ojos—: Sólo aspiro a pagar mis culpas y a quedar aquí, protegida por la santidad del lugar. No quiero volver al mundo. Mas temo no poder proteger a mi hijo…

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