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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (6 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Iré a hablar con mi prima —dijo, y abandonó el cuarto con la intención de interrogar a doña Alda.

Le dijeron que estaba en su dormitorio, y sin pararse a sopesar inconveniencias, se dirigió a él y después de dar su nombre, se le permitió entrar.

Doña Alda se había recostado sin desvestirse. La cabeza sobre varias almohadas, el peinado desarreglado, apretaba un pañuelo en la mano, que descansaba sobre su frente. Extenuada, con el rostro descompuesto, parecía un país devastado por la tempestad. Despidió a la criada ordenándole que trajera bebida para los dos.

—Supongo que ya lo sabes, pues de otra manera no te hubieras presentado en mi dormitorio —dijo con la voz áspera de enojo.

—Sí, hablé con Gualterio. Pero ¿quién pudo…?

—¡Mataré al bastardo en cuanto sepa quién es! —gritó ella, mordiendo el pañuelo que tenía entre los dedos.

Esteban la observó; hacía rato que tenía la impresión de que su prima andaba en amoríos con el maestre de campo, y ahora se preguntó si aquel arrebato se debía a que sospechaba que su amante había seducido también a Sebastiana. Furioso, dijo fríamente:

—Quizás el causante del mal no esté tan lejos ni te sea tan desconocido.

Ella se volvió a mirarlo con tal rencor que Esteban comprendió que aquel pensamiento ya se le había ocurrido.

—¿Sabes quién es mi amante? —preguntó.

—Lo supongo; y créeme, mientras guardes discreción, poco me importa lo que hagas con tu real persona. Pero me pregunto si has sido tan tonta y tan venal como para olvidar el cuidado de tu hija.

Ella se arqueó en la cama con un quejido y luego, como si recuperara la cordura, dijo con la poca serenidad de que era capaz:

—En esta última hora, he repasado todos los movimientos, todas las salidas, todas las circunstancias que podían envolvernos a los tres. Es verdad que Lope nos visita seguido, pero nunca pasó de las primeras salas y mucho menos anduvo deambulando por la casa: soy yo quien va de tapada a la suya. No, Esteban; no soy mujer de contentarme con ingenuas explicaciones: no puedo recordar una ocasión, una sola ocasión en que pudiera haber sucedido. Pensé que Belarmina, que es quien la acompaña afuera, sabría algo… —Abrió la mano derecha, lívida e hinchada, y se la mostró—: Así me ha quedado de azotarla. Hubiera confesado cualquier sospecha con tal de que cesara el castigo. Todo ha sido inútil; esa infeliz sabe tanto como yo, es decir, nada.

Suspiró con fuerza e incorporándose le pidió que le sirviera agua. Él se puso de pie y mientras llenaba el vaso, la observó a través del espejo. No, no era mujer de engañarse; o el maestre de campo había sido muy astuto, o no se debía a él la situación de su sobrina.

—¿Se lo has preguntado?

—No; si él no es el culpable, no quiero que se entere. Además, está en campaña.

—¿Y Sebastiana? —preguntó al alcanzarle el agua.

—Encerrada en su pieza. Ese jesuita presumido ha ordenado que la desaten y la atiendan bien. Creo que hasta se conduele de ella… ¡Taimada y ladina como gata mal parida tenía que ser!

—Basta, Alda —la frenó él—. Estás hablando de tu hija.

—¡Ojalá no hubiera nacido!

Pero comprendiendo que se había sobrepasado, le volvió la espalda, dejándose caer pesadamente sobre las almohadas.

Se oyó un llamado discreto. Era la criada con el vino quien, después de dejar la bandeja sobre la mesa de noche, se retiró en puntas de pie. Él sirvió las copas y alcanzó una a su prima.

—Toma.

Doña Alda volvió a incorporarse, y después de un buen trago, con los ojos vidriosos y el cabello adherido a sus mejillas, dijo como para sí misma: «Pero ¿quién, quién?», y luego en voz alta:

—Ni siquiera tenemos criados varones, Esteban.

Él se entretuvo en acunar el vino, recordando la comida en que había visto a Sebastiana correr, excitada y encendida, jugando con chicos de su edad; el día que había llamado la atención a Alda sobre el cuidado de su hija. Se llevaba nuevamente la copa a los labios cuando, por un raro enlace de recuerdos, comprendió en qué momento había sucedido el hecho y quién era el autor del estropicio. Bebió el trago, disimuló su inquietud y, dejando cuidadosamente la copa sobre la bandeja, se puso de pie.

—En fin, ya se verá cómo salir del problema —e, inconsciente, hizo un ademán con las manos, como si se quitara arena de los dedos.

—Tengo que casarla —murmuró ella, terminando su bebida con un movimiento decidido del brazo—. Hablaré con el padre Cándido.

Él se dirigió a la puerta y, sin despedirse de nadie, abandonó la casa.

El padre Thomas, desvelado, quedó pensando en el destino de aquella criatura que un año atrás había visto vestida de pastora, derramando flores al paso de la Virgen. Pensó en las codiciadas plantas de peonías que se criaban en el jardín privado de doña Alda, al que pocos entraban. Él lo había atisbado, como un lugar edénico y prohibido, desde la torre del templo. Aquellas plantas eran originarias de la China. ¿Cómo habían llegado a manos de la señora?

Todo en los Zúñiga tenía un viso de singularidad, como esos raros muebles con cajones ocultos y compartimientos sellados, que se pueden poseer por siempre sin llegar a descubrirlos nunca.

Sabía que don Gualterio había desembarcado en 1687 en Buenos Aires. Era de origen vasco, pero por herencia de madre tenía muchas posesiones en Navarra. Decían que habían elegido la Córdoba del Tucumán por los parentescos que tenían: por parte de don Gualterio, con los Cabrera y Zúñiga, por la de ella, con los Becerra y los Celis de Burgos.

Cuando llegaron a la ciudad, la gente se sorprendió de la mudanza: ¿quién, de estar ejerciendo el mayorazgo, de ser «hidalgo de cuatro costados» y no de «bragueta», dejaría España para venir a esta parte de América, donde ya se había visto que no sudaban las piedras ni el oro ni la plata en cantidad razonable?

Por ser españoles y de probados linajes —además de contar con familiares en la ciudad—, fueron bien recibidos, pero pronto se vio que doña Alda no quería tratos con nadie, salvo con sus parientes o los dignatarios de turno.

Fue doña Saturnina quien encontró respuesta razonable a tanto interrogante: doña Alda, cuyo mal carácter no se recataba, se había malquistado con la mujer de un grande de España. El resto de la ciudad los suponía arruinados y especulaba con que venían a las Indias a llenar cofres y volver por lo suyo; las mulas, en Córdoba, eran casi tan valiosas como los metales del Potosí, pues no se agotaban sino que se incrementaban, y bien aconsejado por don Esteban Becerra, en mulas de invernada había invertido el caballero, dejando la crianza en manos de su primo político.

La única criada que llegó con ellos era Rafaela; su hija, todavía mamona, había muerto de fiebres en alta mar. La abundancia de sus pechos la convirtió en nodriza de Sebastiana, nacida en el barco, y eso le deparó un lugar de privilegio —harto ambiguo— en la familia. Decían que los servidores que sobrevivieron a la travesía se dieron por independizados en Buenos Aires, con la esperanza de devenir artesanos o comerciantes, así que los Zúñiga tuvieron que comprar en Córdoba, a precio de plata, varias esclavas, luego de adquirir a doña Saturnina la quinta de Santa Olalla, cercana a la estancia de Alta Gracia.

Doña Alda no permitió otro varón que su esposo en la casa, pero tenían lacayos, contratados a los conventos, encargados de transportar las sillas de mano o atender la caballería y los carruajes.

Tomaron consejero en la Merced, de la cual don Gualterio era devoto, y salían a misa, esposo y esposa, muy de mañana, en sillas cubiertas, para asistir, cada cual por su lado, a los oficios religiosos; doña Alda prefería las teresas donde, hizo saber, profesaría su hija cuando tuviera edad.

El padre Thomas sospechaba cosas desagradables de la señora —como que era colérica, infiel y descreída—, pero, al contrario del resto de la gente, su presencia no lo azoraba. Recordando el cínico «piensa mal y acertarás», sopló la vela, preocupado por solucionar la situación de Sebastiana. Con catorce años apenas cumplidos, se podía decir que tenía la vida enajenada.

Caía en el sueño cuando aquel recuerdo que, como una mariposa negra, lo había inquietado horas antes —al llamado del ángelus— resucitó en la evocación de una jovencita de Londres, pupila de uno de sus profesores, cuya memoria perduró por más años de los que la había conocido. Jamás cruzaron palabra, pero él la amó a distancia, cuando estudiaba para médico y sin imaginar que alguna vez sería sacerdote. Una tarde, desde la altura de su cuarto, vio correr hacia el río a varios de sus compañeros, seguidos por el médico del campus, al trote pesado de su bridón. Después de buscar un gabán y lleno de presentimientos absurdos —pues no sabía qué temía—, los siguió. Cuando llegó al puente del canal, se inclinó igual que todos por sobre la balaustrada y vio, yaciendo sobre el camino enlodado, con la cara vuelta hacia ellos, a una chica. Tenía los pies desnudos, azulados de frío, pudorosamente entrecruzados sobre los tobillos, y el pelo, de un rubio casi albino, formando regueros sobre el suelo, dejando al descubierto el rostro bajo la cruel luz invernal. Su vestido era claro, pero le daba un fantasmal aire de celebración cierto brillo que chispeaba en él, en sus cabellos y hasta en la piel que el escote descubría. Demoró en reconocer a la jovencita, en comprender que los destellos eran partículas de escarcha que se habían condensado por el frío, rotas cuando la sacaron del agua. ¡Qué terrible desamparo el de aquel joven cuerpo expuesto a la vista de mendigos, estudiantes, comerciantes callejeros, teniendo que soportar que manos extrañas lo tocaran, lo volvieran, lo alzaran! Sintiéndose en agonía, oyó que sus compañeros murmuraban que se había suicidado porque esperaba un hijo, nadie sabía de quién.

Una vez en su casa, don Esteban, negándose a sentarse a la mesa, se encerró en su despacho. Fue hasta un arcón montado sobre caballete, que mantenía con llave, y sacó una botella de ginebra de Holanda y un vaso. ¡Idiota de él, cómo no lo había pensado de entrada! Y al sentir el amargor de la bebida en el paladar, supo que la inmediata solución —la de casarla con el responsable antes que fuera evidente su estado— era imposible.

Unos minutos después lamentó no tener una querida donde refugiarse, a salvo de las mujeres de su familia que por turno o delegación vinieron a tocar la puerta instándolo a compartir su malhumor, la comida o los rezos, preguntándole de qué adolecía. «Mañana me voy a Anisacate», resolvió al servirse por tercera vez. Sentía como un desgarro sobre la cintura, una especie de ansiedad, un dolor incomprensible, una furia innatural. Se dejó caer en el sillón frente a su mesa escritorio y se cubrió los ojos con la mano.

Cuando la casa quedó en absoluto silencio, se escabulló a su dormitorio. Y mientras se desvestía, arrojando con rabia la casaca, las botas, las medias, se desprendió la camisa y pensó con resentimiento: «Después de todo, no había pensado seriamente en casarme con ella. Fue una idea nacida en un momento de debilidad». También reflexionó por qué capricho decidió construir la casa de Anisacate. Hasta entonces, había vivido en las centenarias construcciones de adobe y paja para impedir que sus hermanas y tías lo siguieran con la excusa de tomar los aires de la sierra. Ahora que el casco estaba adelantado, ¿cómo haría para defenderse de la invasión? Al cubrirse hasta la barbilla, recordó que no había comentado el proyecto, temiendo las pullas de los amigos y las demandas de la familia. Era escasa la gente de Anisacate que venía a la ciudad; con suerte, podría guardar el secreto por un tiempo más.

5. Del jardín de los venenos

«El veneno en griego se llama pharmaco, y éste es nombre común a las medicinas santas y salutíferas y a las malignas y perniciosas, pues no hay veneno tan pestilente que no pueda servir en algo a la sanidad».

Antonio Gamoneda

Libro de los venenos

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Primavera de 1701

No tuvo que cavilar mucho el padre Thomas para comprender que por algún medio debía separarse a la joven de su madre, y lo pensaba así tanto el terapeuta como el sacerdote que había en él.

Consultó al padre rector, quien le sugirió que hablara con las religiosas de Santa Catalina, a quienes el médico dictaba cátedra de medicina por la química y la herbolaria. Varios días después, la madre superiora, primero renuente, terminó por aceptar que la niña ingresara en una especie de retiro espiritual y, tranquilizado, el médico no perdió tiempo en dirigirse al solar de los Zúñiga.

Encontró a don Gualterio en su despacho, una habitación alta desde cuyas paredes dos tapices de Gobelin recreaban alegorías de Poussin y se enfrentaban a retratos de oscuros antepasados. Pocos pero notables muebles, hallados algunos en la casa, traídos otros del señorío de Navarra, se veían grises de polvo. El pebetero de plata, aunque apagado, olía a madera de sándalo recién sahumada.

El padre Thomas quedó sorprendido; todo lo que era austeridad en el aposento de don Gualterio se rompía en opulencia —aunque sombría— en la habitación que el hidalgo llamaba su librería. Allí pasaba el anciano las horas, desde la prima hasta la nona, leyendo y escribiendo, casi siempre en la muda compañía de Brutus, el mastín, que gustaba de acomodarse bajo la enorme mesa escritorio, pegado a sus pies.

La biblioteca estaba compuesta de crónicas antiguas, libros de caballería, de picardía y de devoción que había traído de su tierra, más otros que compró en Buenos Aires y muchos que halló en la casa de Córdoba. Este caudal fue condimentado, finalmente, con innumerables manuscritos de estudiosos de los distintos conventos de la ciudad. No le extrañó al médico, entonces, que aquel hombre hubiera hecho que su hija aprendiera latín desde muy niña.

En algún momento debió reinar allí el orden; para cuando el padre Thomas entró, librotes de tapas raídas se apilaban en los rincones, se amontonaban alrededor del sillón del anciano, boca abajo o abiertos, escondidos bajo manuscritos donde, se rumoreaba, el caballero esperaba encontrar la certeza de que descendía de un rey visigodo.

El sacerdote, impaciente —más por la pérdida de tiempo que por cuestión de dignidades—, tuvo que aguardar que la mano delicada, pequeña, casi femenil, cargada de pesados anillos, terminara de cumplir el floreo de una firma.

El alivio de don Gualterio, que ya no tenía salud ni entendederas para afrontar pasiones, al escuchar el resultado de los trámites del facultativo, fue evidente. Y después de titubeos, barbas mesadas, orejas tironeadas y ciertos carraspeos, el anciano le confesó lo urdido entre su esposa y el padre Cándido: iban a casar a la jovencita con don Julián Ordóñez, hacendado maduro y sin recursos, dotando para ello a la hija con las excelentes tierras y la preciosa quinta de Santa Olalla, vecina a la menguada merced que conservaban los Ordóñez de Arce, en las cercanías de Alta Gracia. Agregarían, a modo de carnada, varias propiedades menores que pondrían a nombre de él antes del matrimonio.

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