El jardín de los venenos (15 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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12. De parentescos lejanos

«Ningún marido es castigado por el castigo inferido a su mujer. Alcaldes y jueces comisionados sólo actúan cuando el victimario es también un transgresor de un orden penal que no ampara a la mujer castigada por su marido».

Marcela Aspell

¿Qué mandas hacer de mí? Mujeres del siglo XVIII en Córdoba del Tucumán

Córdoba del Tucumán

Tiempo de Ceniza

Verano de 1702

Después de haber sido eludido durante semanas por su prima, Becerra, al finalizar una tarde de tertulia, decidió plantarse en la sala, de donde —se juró— no saldría hasta obtener algunas respuestas.

Mientras los demás esperaban las sillas de mano en el zaguán, se acercó a doña Alda y, procurando que no los oyeran, preguntó:

—¿Me dirás por fin qué pasó con Sebastiana y su hijo?

—¿Quieres que hablemos delante de tus tías, de tus hermanas y de las niñas? —contestó ella de malhumor.

—Puedo esperar a que se vayan —y miró a Marcio Núñez del Prado quien, recién llegado, ya había sido despedido—. Le pediré que las acompañe.

Cuando todos partieron, Becerra se acercó a la puerta y la cerró con cuidado.

—Y bien, ¿qué sucedió?

Molesta, la señora volvió a servirse una copita de licor y, dejándose caer sobre un sillón, contestó:

—Rodó por la escalera, ya te lo dije, y eso provocó la pérdida.

—En Alta Gracia todo el mundo piensa que él está tratando de matarla.

—Especifícame quién es «todo el mundo».

—Los peones de Santa Olalla, algunos vecinos, los mismos jesuitas. El padre Thomas fue quien me advirtió que Sebastiana estaba en peligro, y en cuanto recibí carta de mi hermana, fui a verlo. Me dijo que el estado de ella era espantoso. Que está seguro de que Julián la golpeó hasta matarle el niño; que tu hija no ha muerto de milagro, pues llegó a un punto en que no podían traerla de regreso…

—¿Y por qué regresó, entonces? —preguntó ella, cínica.

Esteban guardó silencio, preguntándose en qué momento, en aquellos quince años, esa mujer extraña y perversa le había hecho la concesión de ser sincera con él, y por qué él había aceptado recibir el inquietante peso de conocer su verdadera naturaleza.

—¿Te has preocupado de indagar la verdad? ¿Es posible que seas tan indiferente, no digamos ya a la suerte de tu hija, sino ante la muerte de tu nieto? De cualquier criatura, vamos.

La boca de ella se deformó con las frases que se negaban a ser pronunciadas.

—Déjame en paz, —barbotó, reaccionando—. ¿Por qué no le preguntas a ella? —señaló el corredor—. Sebastiana tiene esos silencios que me martirizan, que me vuelven loca. No entraré en su juego; no moveré un dedo para defenderla o atacar a su marido si no nace de ella decirme qué sucedió. Y no me hables del padre Thomas. Ese maldito es odioso conmigo porque no me confieso con él. Quiere babosearse con mis pecados, que estoy segura bien los imagina.

Becerra recogió el sombrero y los guantes, cargó la capa en el brazo y desde la puerta se volvió a advertirle:

—Ten cuidado, Alda, porque las cosas están fuera de gobierno. Has dejado de ser una mala persona para convertirte en una enferma. Y en cuanto a Sebastiana, estoy tamizando la ley para dar con algún resorte que nos permita, a mí y a mi familia, protegerla. Te lo comuniqué la otra vez, ahora te lo advierto.

—No hay recurso que te ampare en ese punto. No eres nada de ella.

—Algún resquicio debe de haber en la ley por donde pueda colarse la misericordia —contestó, y salió de la casa escuchándola gritar:

—Te ilusionas si piensas que ella te lo agradecerá. ¿La crees idiota? ¿Imaginas que no se dio cuenta de que ni siquiera moviste un dedo por ella? ¡Entiéndelo, si alguna vez te tuvo confianza, ahora la perdió! ¡Eres un estúpido; hoy ni siquiera te miró!

«No importa —pensó él empuñando el bastón—. Así no me hable de por vida, trataré de menguar el mal que permití se le hiciera».

El padre Cándido estaba en casa de doña Saturnina y parecía muy satisfecho con la taza de chocolate con nata y polvo de canela que le habían servido. Alrededor de él y de don Marcio Núñez del Prado, las mujeres comentaban el comportamiento excéntrico de doña Alda.

Por un momento, don Esteban estuvo tentado de no amargar al viejo con los martirios de Sebastiana, pero pensó que demasiadas consideraciones se habían tenido con todo el mundo, salvo con su sobrina, así que, apartándolo de don Marcio, lo llevó a un rincón y con voz tranquila y helada le pormenorizó lo que sospechaba. Lo vio palidecer, le tembló la tacita en la mano y tuvo que dejarla en un taburete.

—Las jóvenes suelen exagerar —dijo el sacerdote con voz de flauta—. Después de todo, sabido es que el marido, como cabeza de la mujer, puede y le es permitido el corregirla y castigarla…

—¿Hasta que pierda el hijo?

—No, no; se supone que moderadamente y cuando haya dado motivo, y Sebastiana, reconozcamos, es una niña difícil; doña Alda siempre lo dice: don Gualterio la ha llenado de caprichos con indulgencias y consentimientos…

Exasperado, Becerra insistió:

—Entonces, ¿acepta usted que pueda golpearse a una mujer hasta hacerla perder el hijo? Pues crea que yo no puedo consentir que se la golpee de ningún modo, en ninguna circunstancia. Pero aquí, además de haber puesto en peligro la vida de su esposa, Julián le ha provocado la muerte al niño por nacer. ¿Quiere negarme vuestra merced que matar a una criatura que quizá, por ignorancia de los criados, por dejadez del esposo, muera sin siquiera las aguas de socorro, no es un doble crimen ejercido sobre el cuerpo y el alma del inocente?

Aturdido, el sacerdote murmuró:

—Pero ella dice que cayó por la escalera…

—Los escalones no dejan marcas de azotes ni dentelladas en el cuello y los brazos.

Cada vez más pálido, el sacerdote consiguió sacar de la garganta una voz quebradiza.

—Hablaré con el prior —dijo y se despidió de inmediato. El chocolate se enfrió en la taza.

Más tarde y a solas, recostado en la silla, con los tobillos cruzados sobre el escabel, las manos entrelazadas sobre la cintura, Esteban se sumió en un estado que bordeaba la enajenación.

—¿Tío Esteban?

Era Eudora, de la misma edad que Sebastiana, protegida y feliz, querida por todos, mimada por las tías abuelas.

—¿Qué quieres? —preguntó con impaciencia.

La jovencita entró en la pieza y arrodillándose en el otro escabel, puso las manos sobre el brazo de él.

—¿Cree usted que Sebastiana… que ella va a morirse?

Indudablemente, había escuchado tras las puertas las continuas disquisiciones de la familia sobre la salud y el bienestar de su prima, pero había tal preocupación en ella que, conmovido, desistió de reprenderla.

—No, querida; ya ves que se está reponiendo. Es más fuerte de lo que creemos.

—¿No podrá tener más hijitos?

—Sea ahora su suerte la que sea, seguramente Dios le depara un futuro feliz.

—Así, al menos, quería creerlo.

Eudora se puso de pie y con la intención de aprovechar el momento de condescendencia del único varón de la casa, le tomó una mano y se la sacudió.

—Dentro de un mes será el cumpleaños de Belita y además el casamiento de tía Elvira…

—¿Y adónde nos lleva eso? —desconfió Becerra.

—A la tienda del señor Brígido —dijo la chica con frescura—. Han llegado unas telas muy lindas.

Pensando en lo que hubiera deseado obsequiar a Sebastiana, él le dio una palmada en la mejilla y gruñó:

—Sea. Mañana iremos a verlas, y además podrán elegir una bien bonita para tu prima…

Descubrió que la tarea de investigar en la jurisprudencia vigente no era sencilla, pues tenía que dar muchos rodeos, simular que buscaba otra cosa, interrogar sobre hipotéticos sucedidos. Porque en una ciudad pequeña, con sólo los elementos que se tenían, si bien no con el consabido dos más dos, era posible que se llegara al cuatro sumando uno más tres.

El paso de los días no lo tranquilizó; mientras más reflexionaba, peor se sentía; nunca en su vida había estado tan avergonzado. ¿Cómo podía haber sido así de insensible con alguien tan joven, tan débil, a quien tanto quería y —Dios lo perdonara— de quien tanto era querido?

Y mientras se secaba los ojos leyendo viejos textos romanos, pretendía aplacar su conciencia pensando: «En algún momento mereceré que vuelva a apreciarme».

Por suerte, las mujeres de su casa lo dejaban en paz, entusiasmadas con la boda de Elvira, su hermana mayor que, de haber estado «para vestir santos», de pronto se casaba con un viudo que tenía, entre su haber y su debe, cinco hijos, decencia, viejos apellidos y estropeada fortuna.

Un día pensó: «¿Por qué no hablar con Sebastiana?». Había estado soslayando un encuentro a solas, pero quizás era llegado el momento de interrogarla, de hacerle saber que contaba con él.

Temiendo echarse atrás, prefirió no demorar la decisión y se presentó en casa de los Zúñiga. Doña Alda no estaba y lo hicieron pasar a la biblioteca.

Sebastiana, sentada a la mesa, se hallaba escribiendo o estudiando. Se volvió a mirarlo inexpresivamente, y dándole la espalda, cerró el libro y el cuaderno, sobre los que puso un pañuelo que llevaba atado a la muñeca. Con movimientos pausados, tapó el tintero y se dedicó a limpiar cuidadosamente la pluma.

De sentirse un hombre mayor que iba a dar seguridades de protección a una jovencita desvalida, Becerra se halló de pronto tímido, torpe y sin palabras. Acercó un sillón y tomó asiento cerca de ella, en la esquina de la mesa.

Sebastiana dijo sin mirarlo:

—Mi padre es muy prolijo con sus plumas —y tocando la campanilla, en cuanto apareció una de las criadas, le indicó—: Abre ambas hojas de la puerta, Porita —pues Becerra las había cerrado al entrar.

Rojo de vergüenza por haber olvidado, a causa de la familiaridad con que siempre se había movido en aquella casa, una norma elemental, le dijo abruptamente:

—¿Cómo fue que perdiste a tu hijo?

Ella echó aliento sobre el tintero de ónix y con el pañuelo le sacó brillo.

—Me caí por la escalera.

—El padre Thomas me dijo… como a tu más próximo pariente en ese momento —se justificó—, que tenías el cuerpo lleno de cardenales y que te habían sacado un brazo.

—Ya conoce usted las escaleras de Santa Olalla. Son muy empinadas.

Fuera de sí, se inclinó sobre la mesa y la tomó del codo.

—¿Por qué mientes? ¿Sabes que tu madre está dispuesta a ayudarte si le confiesas lo que sucedió? ¡Bien podría ella terminar con Julián en un santiamén!

Sebastiana levantó el rostro, y lo que él atisbo en sus pupilas, enigmático e impenetrable, lo intimidó.

—¿Sabe usted que no debería haber cerrado la puerta cuando entró?

Él quiso justificarse a borbotones, pero ella levantó la mano con severidad.

—¿Y que no debería estar en esta pieza, a solas conmigo? Tampoco creo que sea correcto que me toque: nuestro parentesco es lejano.

Limpiando una diminuta mancha de tinta con la uña, continuó:

—Como así también que está vedado conversar de ciertos temas que usted insiste en tratar. Si me ha perdido la consideración por lo que hice, sepa que lo he pagado con penitencia, arrepentimiento y dolor. Me afecta que usted, especialmente, no me respete.

Se puso de pie para dejar la habitación y él, consternado, quiso detenerla para explicarse. La joven dio un paso atrás, levantando ambas manos.

—Por favor, no se me acerque —dijo con brusquedad y escapó corriendo con los ojos, le pareció a él, llenos de lágrimas.

No quiso multiplicar los malentendidos y, mientras se apagaban sus pasos, echó la cabeza hacia atrás y se cubrió el rostro con las manos. Llevado por la preocupación de saber, había saltado sobre las formas sociales que eran mandamiento de guardar, pues sus sentimientos eran un enredo de culpa, profunda preocupación e interés en prestarle ayuda.

Se retiró sin llamar a la criada y pronto se encontró a medio camino de su casa, dejando atrás la de ella pero mentalmente unido a la escena. Había comenzado a lloviznar y agradeció que las gotas disimularan las lágrimas de impotencia que no deseaba reprimir. Como siempre que tenía un problema o un dolor, tendía a elevar los hombros y adelantar el mentón marcado por una leve hendidura. Con ese aire, los brazos algo separados del cuerpo, los vecinos lo vieron pasar, en cabeza y caminando atolondradamente bajo la llovizna.

Esa noche, Rafaela se presentó en la cocina, pidió un brasero y una olla con agua, además de semillas de mostaza y un almirez. En silencio, las negras escucharon, preocupadas porque habían visto a la joven pasar corriendo por los patios, descompuesta y tropezando con su falda, sosteniéndose del limonero y de las columnas.

—¡La pobrecita! Desde el parto, la toma el ahogo; miedo me da que sean las meigas chuchonas, o el Aire de Difunto… Quizás el angelito la extraña y la llama desde el cielo…

Y mientras la negra —aquella a cuya custodia había confiado el ama la honra de su hija, ahora degradada a la cocina— se santiguaba, la mujer describió los tiritamientos y sofocos que padecía la joven y que ella atenuaba con cataplasmas.

A la mañana siguiente, entre invocaciones masculladas, la vieron enterrar los restos del cocido.

Esa misma tarde se evidenció la bondad del tratamiento, ya que Sebastiana apareció en los patios de mejor semblante y vestida para salir de visitas. La primera, a las Catalinas, donde quería saludar a la madre superiora y a sor Sofronia.

Fue recibida con afecto sincero aunque contenido. Y en conversación con ellas, les habló de los consejos del padre Thomas y solicitó internarse unos días; quería meditar y servir para recuperar la paz espiritual y encontrar consuelo en la religión.

Maestra y discípula se observaron disimuladamente: la religiosa sufrió en sí la desventura abrumadora de la joven; Sebastiana —llevada por el instinto que ésta le había ayudado a desarrollar— comprendió que, salvo milagro, aquella a cuyo lado se sentía protegida de hombres y demonios no viviría mucho tiempo.

Al verla afligida pero serena, tan conforme —a pesar de sus desgracias— con su destino (como a buena sierva de Dios corresponde), la superiora la aceptó. Sor Sofronia, que no esperaba vivir mucho, pensó que se le concedía un último deseo: la compañía de la joven, la posibilidad de traspasarle parte de su saber.

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