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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (2 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Djui se alejó con paso lento y fatigado.

—Tal vez nunca nos entierren en este cementerio —dijo Pazair con voz sombría—. Los enemigos de Ramsés han proclamado claramente su voluntad de abandonar los ritos tradicionales. Quieren destruir un mundo, no a un hombre.

La pareja se dirigió hacia el gran patio al aire libre que precedía a la pirámide escalonada. Allí, en plena fiesta de regeneración, Ramsés tendría que blandir el testamento de los dioses, que ya no estaba en su poder.

Pazair seguía convencido de que el asesinato de su maestro estaba relacionado con la conjura; identificar al asesino lo pondría en la pista de los ladrones y tal vez le permitiera evitar aquella celada. Privado de la insustituible ayuda de Suti, su hermano espiritual, que había sido condenado a un año de reclusión en una fortaleza por infidelidad conyugal, Pazair sólo pensaba en el modo de conseguir su libertad. Pero él, señor de la justicia, no podía favorecer a un amigo, so pena de ser apartado de su función.

El gran patio de Saqqara imponía la inigualable grandeza del tiempo de las pirámides. Allí había tomado cuerpo la aventura espiritual de los faraones, allí se habían unido el norte y el sur, formando un reino luminoso y fuerte, cuya herencia asumía Ramsés. Pazair abrazó tiernamente a Neferet; deslumbrados, admiraron el austero edificio, visible desde cualquier punto de la necrópolis.

Tras ellos oyeron unos pasos. El visir y su esposa se volvieron. Se aproximaba un hombre, caminaba de prisa y parecía nervioso. Era de talla media, con el rostro redondo y pesada osamenta, los cabellos negros y las manos y los pies rechonchos. Incrédulos, Pazair y Neferet se consultaron con la mirada.

Era él, efectivamente, Bel-Tran, su enemigo jurado, el alma de la conspiración.

Director de la Doble Casa blanca, ministro de Economía, dotado de una prodigiosa habilidad para el cálculo, infatigable trabajador, Bel-Tran había salido de lo más bajo de la escala social. Fabricante de papiro y más tarde tesorero principal de los graneros, había fingido apoyar a Pazair para controlar mejor sus acciones. Cuando este último, inesperadamente, se había convertido en visir, Bel-Tran se había arrancado su máscara de amigo sincero. Pazair recordaba la mueca de su rostro y sus amenazas: «Los dioses, los templos, las moradas de eternidad, los rituales… Todo es irrisorio y está superado. No tenéis conciencia alguna del nuevo mundo en el que estamos entrando. Vuestro universo está carcomido, ¡yo he corroído las vigas que lo sostienen!»

Pazair no había considerado oportuno detener a Bel-Tran; primero tenía que destruir la tela que había tejido, desmantelar sus redes de complicidad y encontrar el testamento de los dioses. ¿Era presunción o Bel-Tran había gangrenado efectivamente el país?

—Nos comprendimos mal —dijo con voz dulzona—; lamento la violencia de mis palabras. Perdonadme aquel ímpetu, querido Pazair; siento por vos respeto y admiración. Pensándolo bien, estoy convencido de que estamos de acuerdo en lo esencial. Egipto necesita un buen visir, y vos lo sois.

—¿Qué ocultan esos halagos?

—¿Por qué destrozarnos mutuamente cuando una alianza nos evitaría muchos problemas? Ramsés y su régimen están condenados, lo sabéis. Vayamos, vos y yo, en el sentido del progreso.

Un halcón peregrino trazaba círculos en el azur del cielo invernal sobre el gran patio de Saqqara.

—Vuestros lamentos son pura hipocresía —intervino Neferet—; no esperéis entendimiento alguno.

La cólera llenó los ojos de Bel-Tran.

—Es vuestra última oportunidad, Pazair; os sometéis u os elimino.

—Salid inmediatamente de este lugar; su luz no puede conveniros.

Furioso, el ministro de Economía dio media vuelta.

Pazair y Neferet, cuyas manos se unieron, contemplaron cómo el halcón volaba hacia el sur.

CAPÍTULO 2

T
odos los dignatarios del reino de Egipto estaban presentes en la sala de justicia del visir, una vasta estancia con columnas cuyas paredes estaban desnudas. Al fondo se encontraba el estrado en el que se situaría Pazair; en los peldaños había cuarenta bastones de mando cubiertos de cuero que simbolizaban la aplicación de la ley. Con la mano diestra en el hombro izquierdo, una decena de escribas, ataviados con peluca y paño cortos, velaban por los preciosos objetos.

En primera fila, sentada en un trono de madera dorada, se hallaba Tuy, la reina madre. De sesenta años de edad, delgada, altiva, con la mirada penetrante, lucía una larga túnica de lino orillada de oro y una soberbia peluca de cabello humano, cuyas largas trenzas caían hasta media espalda. A su lado estaba Neferet, que la había curado de graves afecciones oftálmicas; la esposa de Pazair llevaba los atributos oficiales de su cargo: una piel de pantera sobre un vestido de lino, una peluca estriada, un collar de cornalina y brazaletes de lapislázuli en las muñecas y los tobillos. En la mano derecha tenía su sello; en la izquierda, una escribanía. Ambas mujeres se estimaban; la reina madre había luchado eficazmente contra los enemigos de Neferet y había favorecido su ascenso a la cumbre de la jerarquía médica.

Detrás de Neferet estaba el nubio Kem, actual jefe de policía, aliado incondicional de Pazair. Condenado por un robo que no había cometido, le habían cortado la nariz y llevaba una prótesis de madera pintada. Contratado como policía en Menfis, había trabado amistad con el joven juez sin experiencia, enamorado de una justicia en la que Kem ya no creía. Tras muchas peripecias, y a petición de Pazair, el nubio dirigía ahora las fuerzas que mantenían el orden. Por lo tanto sostenía, no sin orgullo, el emblema de su función, una mano de justicia de marfil, decorada con un ojo abierto de par en par para detectar el mal, y una cabeza de león que evocaba la vigilancia. A su lado, sujeto por una correa, se encontraba su babuino policía, que se llamaba
Matón
; robusto, dotado de una fuerza colosal, el gran mono acababa de recibir un ascenso por su notable hoja de servicios. Su papel fundamental consistía en velar por Pazair, cuya existencia había sido amenazada varias veces.

A bastante distancia del babuino estaba el antiguo visir, Bagey, cuya curvada espalda soportaba el peso de los años. Alto, severo, con el largo rostro devorado por una prominente nariz, pálida tez, conocido por su carácter inflexible, temido, disfrutaba de una apacible jubilación en una pequeña morada de Menfis y aconsejaba a su joven sucesor.

Tras un pilar, Silkis, la esposa de Bel-Tran, dirigía sonrisas a sus vecinos. Mujer-niña, obsesionada por su peso, había recurrido a la cirugía estética para seguir gustando a su marido.

Glotona, ávida de pasteles, sufría frecuentes jaquecas, pero desde que Bel-Tran le declarara la guerra al visir, ya no se atrevía a consultar con Neferet. Discretamente extendió por sus sienes una pomada a base de enebro, savia de pino y bayas de laurel; colocó sobre su pecho el collar de cerámica azul y se puso en las muñecas unos delicados brazaletes hechos de fragmentos de tejido rojo, unidos por cordoncillos en forma de corolas de loto florecido.

Bel-Tran, aunque se vistiera en el mejor sastre de Menfis, parecía siempre un espantajo con ropas demasiado estrechas o flotando en un paño demasiado ancho. En aquel momento de inquietante gravedad, olvidaba sus pretensiones de elegancia y aguardaba, inquieto, la llegada del visir. Nadie conocía el motivo del solemne juicio que Pazair había decidido convocar.

Cuando apareció el visir, cesaron los parloteos. Sólo sus hombros salían de un rígido vestido, de grueso tejido, que envolvía el resto del cuerpo; la vestidura estaba almidonada, como si quisiera subrayar la dificultad de la función. Acentuando más aún la austeridad y la sencillez de su aspecto, Pazair se había limitado a una peluca corta, a la antigua.

Colgó una figurita de la diosa Maat
[1]
de una cadenita de oro, dando a entender que la sesión del tribunal quedaba abierta.

—Distingamos la verdad de la mentira y protejamos a los débiles para salvarlos de los poderosos —declaró el visir, utilizando la forma ritual que todos los jueces, del más pequeño al mayor, debían convertir en regla de su vida.

Por lo general, cuarenta escribas formaban una barrera a cada lado de la avenida central, por la que pasaban los acusados, demandantes y testigos introducidos por unos policías. Esta vez, el visir se limitó a sentarse en una silla de alto respaldo y mirar largo rato los cuarenta bastones de mando que estaban ante él.

—Egipto corre graves peligros —reveló Pazair—; fuerzas oscuras intentan arrojarse sobre el país. Por ello debo impartir justicia, para castigar a los culpables que han sido identificados.

Silkis apretó el brazo de su marido; ¿se atrevería el visir a atacar de frente al poderoso Bel-Tran, contra el que no tenía prueba alguna?

—Cinco veteranos pertenecientes a la guardia de honor de la esfinge de Gizeh fueron asesinados —prosiguió Pazair—. Este acto horrible es el resultado de una conjura en la que participaron el dentista Qadash, el químico Chechi y el transportista Denes. A causa de sus diversas fechorías, bien establecidas por la investigación, merecen la pena capital.

Un escriba pidió la palabra.

—Pero… ¡están muertos!

—Ciertamente, pero no fueron juzgados. Que el destino acabara con ellos no suprime el deber de este tribunal. La muerte no permite a un criminal escapar de él.

Aunque la concurrencia quedara sorprendida, admitió que el visir respetaba la ley. Se dio lectura a la acusación, recordando los actos de los tres cómplices de Bel-Tran, cuyo nombre no fue pronunciado. Nadie discutió los hechos, ninguna voz se levantó para defender a los acusados.

—Los tres culpables serán devorados por el fuego de la cobra real en el más allá —declaró el visir—. No serán enterrados en la necrópolis, no recibirán ofrenda o libación alguna, y serán entregados a los cuchillos de los ejecutores encargados de las puertas del mundo subterráneo. Morirán por segunda vez y perecerán de hambre y de sed.

Silkis se estremeció, Bel-Tran permaneció imperturbable. El escepticismo de Kem, jefe de policía, se agrietó; los ojos del babuino se dilataron, como sí le satisficiera aquella condena póstuma. Neferet, trastornada, tuvo la sensación de que las palabras pronunciadas se hacían realidad.

—Cualquier faraón, cualquier jefe de Estado que amnistiara a los condenados —concluyó el visir recuperando una antigua fórmula— perderá el poder y la corona.

CAPÍTULO 3

E
l sol había salido hacía casi una hora cuando Pazair se presentó a las puertas del palacio real; los guardias del faraón se inclinaron ante el visir.

Recorrió un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con delicadas pinturas que representaban lotos, papiros y amapolas, atravesó una sala con columnas, en la que había un estanque donde nadaban algunos peces, y llegó al despacho del soberano.

Su secretario particular saludó a Pazair.

—Su majestad os espera.

Como cada mañana, el visir debía dar cuenta de su acción al dueño de las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto. El lugar era idílico: una estancia vasta y luminosa, con ventanas que daban al Nilo y a los jardines, losas de cerámica adornadas con flores de loto azul, ramilletes dispuestos en mesillas doradas. En una mesa baja había algunos papiros desenrollados y material de escritura.

De cara al este, el rey meditaba. De talla media, robusto, con los cabellos casi rojos, amplia frente y nariz aguileña, Ramsés el Grande daba una sensación de poderío. Asociado desde muy joven al trono por un faraón extraordinario, Seti I, constructor de Karnak y de Abydos, había conducido a su pueblo por el camino de la paz con los hititas y de una prosperidad que muchos países le envidiaban.

—¡Pazair, por fin! ¿Cómo transcurrió el proceso?

—Los muertos culpables fueron condenados.

—¿Y Bel-Tran?

—Tenso, impresionado, pero sólido. Me hubiera gustado pronunciar la fórmula de costumbre: «Todo está en orden, los asuntos del reino van bien», pero no tengo derecho a mentiros.

Ramsés pareció turbado. Iba vestido con un simple paño blanco y no llevaba más joyas que unos brazaletes de oro y lapislázuli, cuya parte superior tenía la forma de dos cabezas de pato silvestre.

—¿Conclusiones, Pazair?

—Por lo que se refiere al asesinato de mi maestro Branir, no tengo certeza alguna, pero pienso explorar algunas pistas con la ayuda de Kem.

—¿La señora Silkis?

—La esposa de Bel-Tran es la primera sospechosa.

—Una mujer se hallaba entre los conjurados.

—No lo olvido, majestad. Tres de ellos han muerto; debemos identificar a sus cómplices.

—¡Bel-Tran y Silkis, evidentemente!

—Es probable, pero carezco de pruebas.

—¿No se ha descubierto Bel-Tran?

—Es cierto, pero tiene importantes apoyos.

—¿Qué has descubierto?

—Trabajo día y noche con los responsables de las distintas administraciones. Decenas de funcionarios me han enviado informes escritos, he escuchado a escribas bien situados, jefes de servicio y pequeños empleados. El balance es más negro de lo que imaginaba.

—Explícate.

—Bel-Tran ha comprado muchas conciencias. Extorsión, amenazas, promesas, mentiras… No retrocede ante ninguna bajeza. Sus amigos y él han concebido un plan preciso: apoderarse de la economía del país, combatir y destruir nuestros valores ancestrales.

—¿Por qué medios?

—Lo ignoro todavía. Detener a Bel-Tran sería un error estratégico, pues no tendría la seguridad de cortar todas las cabezas del monstruo e identificar las múltiples trampas que ha tendido.

—El día de año nuevo, cuando la estrella de Sothis aparezca en el signo de Cáncer para que se inicie la crecida del Nilo, tendré que mostrar al pueblo el testamento de los dioses. Si soy incapaz de hacerlo, tendré que abdicar y ofrecer el trono a Bel-Tran. ¿Tendrás tiempo, en tan pocos meses, de reducirlo a la impotencia?

—Sólo Dios podría responder a vuestra pregunta.

—Él es quien ha creado la realeza, Pazair, para edificar monumentos a su gloria, hacer felices a los hombres y apartar a los envidiosos. Nos dio la más preciosa de las riquezas, esta luz de la que soy depositario y que debo derramar a mi alrededor. Los humanos no son iguales; por ello los faraones son un apoyo para los débiles. Mientras Egipto siga construyendo templos donde se preserve la energía luminosa, su luz florecerá, sus caminos serán seguros, el niño permanecerá apacible en brazos de su madre, la viuda estará protegida, se cuidarán los canales, se hará justicia. Nuestras existencias no tienen importancia; es la armonía lo que debe ser preservado.

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