El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (3 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—Mi vida os pertenece, majestad.

Ramsés sonrió y puso las manos en los hombros de Pazair.

—Tengo la sensación de haber elegido bien a mi visir, aunque su tarea sea abrumadora. Estás convirtiéndote en mi único amigo. ¿Sabes lo que escribió uno de mis predecesores?: «No confíes en nadie; no tendrás hermano ni hermana. Aquel a quien hayas dado mucho te traicionará, el pobre al que hayas enriquecido te herirá por la espalda, aquel a quien hayas tendido la mano fomentará disturbios. Desconfía de tus íntimos y tus subordinados. Cuenta sólo contigo mismo. El día de la desgracia, nadie te ayudará
[2]

—¿No añade el texto que el faraón que sepa rodearse preserva su grandeza y la de Egipto?

—¡Conoces bien las palabras de los sabios! No te he enriquecido, visir, te he abrumado con un fardo que cualquier hombre razonable habría rechazado; sé consciente de que Bel-Tran es más peligroso que una víbora del desierto. Ha sabido engañar la vigilancia de los que me rodean, adormecer su desconfianza, infiltrarse en la jerarquía como la carcoma en la madera. Ha simulado amistad contigo para ahogarte mejor; en adelante, su odio irá creciendo y ya no te dejará en paz. Te atacará por donde no lo esperes, te envolverá en tinieblas, manejará las armas de los traidores y los perjuros. ¿Aceptas este combate?

—Cumpliré mi palabra.

—Si fracasamos, Neferet y tú soportaréis la ley de Bel-Tran.

—Sólo los cobardes soportan; resistiremos hasta el fin.

Ramsés el Grande se sentó en una silla de madera dorada, frente al sol naciente.

—¿Cuál es tu plan?

—Esperar.

El rey no disimuló su asombro.

—¡El tiempo no juega a nuestro favor!

—Bel-Tran me creerá desesperado y avanzará por terreno conquistado; se quitará otras máscaras, y yo responderé de modo apropiado. Para convencerlo de que estoy extraviándome, dirigiré mis esfuerzos a un terreno secundario.

—Arriesgada táctica.

—Lo sería menos si dispusiera de otro aliado.

—¿De quién se trata?

—De mi amigo Suti.

—¿Te ha traicionado?

—Fue condenado a un año de reclusión en una fortaleza nubia por quebrantamiento de la fidelidad conyugal. La sentencia fue conforme a ley.

—Ni tú ni yo podemos quebrarla.

—Si escapara, ¿no deberían nuestros soldados consagrarse más a la protección de la frontera que a la persecución de un fugitivo?

—Dicho de otro modo, recibirían una orden conminándolos a no abandonar los muros de la fortaleza, en previsión de un ataque de las tribus nubias.

—La naturaleza humana es versátil, majestad, especialmente la de los nómadas; en vuestra sabiduría, habéis tenido la intuición de que se preparaba un ataque de tribus nubias.

—Pero no tendrá lugar…

—Los nubios renunciarán al advertir que nuestra guarnición se mantiene alerta.

—Redacta la orden, visir Pazair, pero no favorezcas en modo alguno la evasión de tu amigo.

—El destino proveerá.

CAPÍTULO 4

P
antera, la rubia libia, se ocultó en un refugio de pastor, en medio de un campo. Desde hacía dos horas, un hombre alto, panzudo y sucio la seguía. Era un recolector de papiro que pasaba la mayor parte de su tiempo en el lodo para extraer el precioso material. La había espiado mientras ella se bañaba desnuda y se había acercado arrastrándose.

Perpetuamente alerta, la joven y hermosa libia había conseguido huir, no sin abandonar un chal indispensable contra el frío nocturno.

Pantera, que había sido expulsada de Egipto por su ostentosa relación con Suti, joven casado con la señora Tapeni por las necesidades de la investigación del juez Pazair, rechazaba su destino. Firmemente decidida a no abandonar a su amante, cuya infidelidad temía, viajaría hasta Nubia para arrancarlo de su prisión y vivir de nuevo junto a él. Jamás prescindiría de su fuerza y de sus ardientes caricias, jamás le permitiría refocilarse en el lecho de otra mujer.

La distancia no le asustaba; utilizando su encanto, Pantera había tomado barcos de carga, de puerto en puerto, hasta Elefantina y la primera catarata. Al otro lado del amontonamiento de rocas que impedía el paso de las embarcaciones, se había permitido unos momentos de relajación en un brazo del río que serpenteaba por una zona cultivada.

No conseguiría despistar a su perseguidor; conocía el terreno a la perfección y no tardaría en descubrir su escondrijo. Ser poseída a la fuerza no asustaba a Pantera; antes de encontrar a Suti había pertenecido a una banda de salteadores y se había enfrentado con los soldados egipcios. Asilvestrada, amaba el amor, su violencia y su éxtasis. Pero aquel recolector de papiro era repugnante, y ella no tenía tiempo que perder.

Cuando el hombre se introdujo en el refugio, Pantera estaba tendida en el suelo, desnuda y dormida. Sus cabellos rubios, que le caían sobre los hombros, sus generosos pechos y su sexo dorado de lujuriosos rizos hicieron perder cualquier prudencia al recolector de papiro. Cuando se lanzó sobre su presa, sus pies quedaron atrapados en el lazo dispuesto a ras de suelo, y cayó pesadamente. Con rapidez, Pantera saltó sobre su espalda y lo estranguló. En cuanto murió, la muchacha dejó de apretar, lo desnudó para disponer de abrigo para la noche y prosiguió su ruta hacia el gran sur.

El comandante de la fortaleza de Tjaru, en el corazón de Nubia, rechazó el infame comistrajo que su cocinero le había servido.

—Un mes de calabozo para ese incapaz —decretó.

Una copa de vino de palma lo consoló de su decepción. Lejos de Egipto, era difícil alimentarse correctamente; pero ocupar aquel puesto le supondría ascensos y una jubilación ventajosa.

Allí, en aquel país desolado y árido, donde el desierto amenazaba los escasos cultivos y el Nilo caía, a veces, en violentas cóleras, recibía a condenados a penas de exilio que variaban de uno a tres años. Por lo general, se mostraba más bien clemente con ellos y les asignaba tareas domésticas en las que no se debilitaban demasiado; la mayoría de aquellos pobres tipos no había cometido delitos graves y aprovechaban su forzosa estancia para reflexionar sobre su pasado.

Con Suti, la situación se había degradado rápidamente. A éste le costaba aceptar la autoridad y se negaba a someterse. De ese modo, el comandante, cuyo primer deber era vigilar las tribus nubias para prevenir cualquier revuelta, había colocado al refractario en primera línea y sin armas. Desempeñaría un papel de cebo y experimentaría algunos saludables espantos. Naturalmente, la guarnición volaría a ayudarlo si se producía una agresión; al comandante le gustaba liberar a sus huéspedes en buen estado y preservar un inmaculado expediente administrativo.

El suboficial encargado del correo le entregó un papiro procedente de Menfis.

—Correo especial.

—¡El sello del visir!

Intrigado, el comandante cortó los cordoncillos y quebró el sello. El suboficial aguardaba órdenes.

—Los servicios de información temen una agitación en Nubia; nos piden que aumentemos la vigilancia y verifiquemos nuestro sistema de defensa.

—Dicho de otro modo, que cerremos las puertas de la fortaleza y que no salga nadie.

—Transmitid la consigna inmediatamente

—¿Y el prisionero Suti?

El comandante vaciló.

—¿Vos qué pensáis?

—La guarnición detesta al muchacho; sólo nos crearía problemas. Donde está ahora, nos será útil.

—Y si ocurriera un incidente…

—Nuestro informe hablaría de un accidente lamentable.

Suti era un hombre de gran estatura, rostro alargado, mirada franca y directa, y largos cabellos negros; fuerza, seducción y elegancia caracterizaban la menor de sus actitudes. Tras haber escapado de la gran escuela de los escribas de Menfis, ya que los estudios le aburrían, había vivido la existencia aventurera en la que soñaba, había conocido mujeres soberbias, se había convertido en héroe al identificar a un general felón y ayudar a su amigo Pazair, con el que había mezclado su sangre. Pese a su juventud, Suti había desafiado con frecuencia la muerte; sin una operación que el genio de Neferet había llevado a buen término, habría sucumbido a las heridas infligidas por un oso que lo había derribado, en Asia, durante un combate singular.

Sentado en una roca, en mitad del Nilo, atado a la piedra por una sólida cadena, sólo podía contemplar la lejanía, el sur misterioso y angustiante de donde surgían, a veces, hordas de guerreros nubios, de indomable valor. Él, el más avanzado de los centinelas, debía dar la alerta gritando a pleno pulmón. La transparencia del aire era tal que los vigías de la fortaleza no dejarían de oírlo.

Pero Suti no gritaría; no daría ese placer al comandante y sus esbirros. Aunque no tuviera el menor deseo de morir, no se humillaría. Pensaba en el instante maravilloso en el que había terminado con el general Asher, traidor y criminal, mientras escapaba de la justicia y huía con un cargamento de oro.

Un cargamento que Suti y Pantera habían ocultado cuidadosamente, una fortuna que les habría permitido disfrutar de todos los placeres. Pero estaba encadenado y la muchacha había regresado a su Libia natal, con la prohibición de pisar de nuevo el suelo de Egipto. Sin duda ya lo habría olvidado aturdiéndose en otros brazos.

Por lo que a Pazair se refiere, estaba atado por su posición de visir; cualquier intervención a favor de Suti sería sancionada, sin desembocar por ello en una liberación. ¡Y pensar que el joven sufría aquella pena de exilio porque se había casado con la hermosa y ardiente Tapeni por necesidades de la investigación! Una boda que él creía poder deshacer sin dificultad alguna, subestimando las exigencias de la tejedora. La muy zorra lo había acusado de adulterio y hecho que lo condenaran a un año de fortaleza; cuando volviera a Egipto tendría que trabajar para ella y pasarle una pensión.

Rabioso, Suti golpeó la roca y tiró de la cadena. Mil veces había esperado que cediera, pero aquella prisión sin muros ni barrotes se revelaba de una solidez sin grietas.

Las mujeres, su felicidad y su desgracia… ¡Pero no lo sentía!

Tal vez una alta nubia de erectos pechos, firmes y redondos, llegara a la cabeza de los rebeldes, tal vez se enamorara de él, tal vez lo liberara en vez de degollarlo… Perecer así, tras tantas aventuras, conquistas y victorias, era demasiado estúpido.

El sol abandonaba el cenit e iniciaba su descenso hacia el horizonte. Hacía mucho tiempo que un soldado debería haberle traído comida y bebida. Se tendió, formó un cuenco con sus manos, recogió agua del Nilo y bebió; con un poco de habilidad, lograría atrapar un pez y no moriría de hambre. ¿Por qué ese cambio en la costumbre?

Al día siguiente le fue necesario convencerse de que lo abandonaban a su suerte. Si la guarnición permanecía encerrada en la fortaleza, tal vez temiera una expedición de los nubios. A veces, tras una fiesta con demasiadas libaciones, una pandilla de guerreros, sedienta de combate, tenía la loca idea de invadir Egipto y corría hacia la muerte.

Lamentablemente, él estaba en su camino. Tenía que romper la cadena, abandonar el lugar antes del ataque; pero ni siquiera disponía de una piedra dura. Con el espíritu vacío y el corazón rabioso, aulló.

Cuando se acercó la noche, ensangrentando el Nilo, la experta mirada de Suti percibió un movimiento insólito tras los matorrales que adornaban la orilla.

Alguien lo espiaba.

CAPÍTULO 5

E
n la mancha roja, rodeada de granos, que se extendía por su pierna izquierda, Bel-Tran aplicó una pomada a base de flores de acacia y clara de huevo, y bebió algunas gotas de zumo de áloe, sin esperar una curación espectacular. Negándose a admitir que sus riñones funcionaran mal y que su hígado estuviera saturado, el director de la Doble Casa blanca no tenía tiempo de curarse.

Su mejor remedio era una incesante actividad. Perpetuamente animado por una invasora energía, seguro de sí mismo, charlatán hasta agotar al auditorio, parecía un torrente que nada detenía. A pocos meses del objetivo que los conjurados se habían fijado, el poder supremo, unos pequeños problemas de salud no interrumpirían su marcha triunfal. Ciertamente, tres de sus aliados habían muerto; pero le quedaban otros muchos. Los desaparecidos eran mediocres, estúpidos con frecuencia; ¿no habría tenido, antes o después, que librarse de ellos? El día en que habían fomentado el complot, Bel-Tran había seguido la estrategia definida sin cometer el menor error. Todos habían creído que sería un fiel servidor del faraón, que su dinamismo se pondría al servicio del Egipto de Ramsés, que su capacidad de trabajo se compararía con la de los grandes sabios que trabajaban para el templo y no para sí mismos.

Ni siquiera la desaparición de Iarrot, el escribano felón, le molestaba en exceso, pues su fuente de información amenazaba ya con secarse. Las hienas le habían quitado un fardo de encima.

Bel-Tran sonrió pensando que había conseguido engañar a la jerarquía y tejer una sólida tela sin que ningún miembro del entorno del faraón lo advirtiera. Aunque Pazair intentara combatirlo, ya era demasiado tarde.

El ministro de Economía se dio un masaje con una pasta de hojas de acacia machacadas y mezcladas con grasa de buey en los rechonchos dedos de sus pies; hacía desaparecer la fatiga y el dolor. Bel-Tran no dejaba de recorrer las grandes ciudades y las capitales provinciales para alentar a sus cómplices con la idea de que muy pronto se produciría una revolución y, gracias a él, se harían ricos y poderosos, más de lo que podían imaginar en sus más enloquecidos sueños. El recurso a la avaricia humana, apoyado en argumentos de peso, nunca quedaba sin eco.

Masticó dos pastillas destinadas a hacer agradable el aliento; olíbano, juncia olorosa, resma de terebinto y caña de Fenicia, mezclados con miel, formaban un suave compuesto. Con satisfacción, Bel-Tran contempló su mansión de Menfis. Una vasta morada, en el centro de un jardín rodeado de muros; una puerta de piedra, con el dintel decorado con palmas; una fachada adornada con altas y delgadas columnas que imitaban papiros, cuyo principal productor era él; un vestíbulo y salas de recepción cuyo esplendor deslumbraba a sus huéspedes, vestuarios con decenas de arcones para la ropa, retretes de piedra, diez habitaciones, dos cocinas, una panadería, un pozo, silos para grano, establos, un gran jardín donde, alrededor del estanque, crecían palmeras, sicómoros, azufaifos, perseas, granados y tamariscos.

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