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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (4 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Sólo un hombre rico tenía semejante mansión. Se sentía orgulloso de su éxito, él, el pequeño empleado, el advenedizo que los altos dignatarios habían desdeñado antes de temerle y someterse a su ley. Fortuna y bienes materiales: no existía otra felicidad duradera ni otro éxito. Los templos, las divinidades, los ritos eran sólo ilusiones y ensueño. Por ello, Bel-Tran y sus aliados habían decidido sacar Egipto de un pasado ya concluido y hacerle emprender el camino del progreso, donde sólo contaría la verdad de la economía. En ese campo, nadie podría igualarlo; Ramsés el Grande y Pazair tendrían que limitarse a encajar los golpes antes de desaparecer.

Bel-Tran tomó una jarra colocada en el agujero de una tabla elevada y provista de un tapón de limo; untada de arcilla, conservaba muy bien la cerveza. Sacó el tapón, introdujo en el recipiente un tubo unido a un filtro, para eliminar eventuales impurezas, y saboreó un líquido fresco y digestivo.

De pronto sintió deseos de ver a su mujer. ¿Acaso no había conseguido transformar a una pequeña provinciana, bastante torpe y más bien fea, en una dama menfita, adornada con los mejores atavíos y que provocaba los celos de sus rivales? Ciertamente, la cirugía estética le había costado muy cara; pero los rasgos de Silkis y la desaparición de sus excesos de grasa le daban satisfacción. Aunque la mujer fuera de humor voluble, presa a veces de crisis de histeria que el intérprete de los sueños apaciguaba, Silkis seguía siendo una mujer-niña y le obedecía al pie de la letra. En las recepciones de hoy y en las reuniones oficiales de mañana, estaría a su lado como un hermoso objeto, con un aspecto deslumbrador y el silencio por toda obligación.

Ella estaba aplicándose una mascarilla, compuesta de miel, natrón rojo y sal del norte, tras haberse frotado la piel con aceite de fenogreco y polvo de alabastro. Se había pintado los labios con carmín y los ojos con maquillaje verde.

—Estás arrebatadora, querida.

—Dame mi más hermosa peluca, ¿quieres?

Bel-Tran accionó el botón de nácar de un viejo arcón de cedro del Líbano. Sacó una peluca de cabellos humanos, mientras Silkis hacía correr la tapa de una arquilla para extraer un brazalete de perlas y un peine de acacia.

—¿Cómo te encuentras esta mañana? —le preguntó él mientras ajustaba el precioso tocado.

—Mis intestinos siguen delicados; bebo cerveza de algarrobo mezclada con aceite y miel.

—Si la situación empeora, consulta con el médico.

—Neferet me curaría.

—¡No hablemos de Neferet!

—Es una terapeuta excepcional.

—Es nuestra enemiga, como Pazair, y se hundirá con él.

—¿No aceptarías salvarla… si yo te lo pido?

—Ya veremos. ¿Sabes lo que te traigo?

—¡Una sorpresa!

—Aceite de enebro para ungir tu delicada piel.

Ella se lanzó a su cuello y lo besó.

—¿Te quedas hoy en casa?

—Por desgracia, no.

—A tu hijo y a tu hija les gustaría hablar contigo.

—Que obedezcan a su preceptor, eso es lo más importante. Mañana estarán entre las personalidades destacadas del reino.

—¿No temes que…?

—Nada, Silkis, no temo nada, soy intocable. Y nadie puede conocer el arma decisiva que poseo.

Los interrumpió un criado.

—Un hombre solicita ver al señor.

—¿Su nombre?

—Mentmose.

Mentmosé, el antiguo jefe de policía, sustituido por el nubio Kem. Mentmosé, que había intentado librarse de Pazair acusándolo de asesinato y enviándolo al penal. Aunque no perteneciera al circulo de los conjurados, el ex funcionario había servido la causa de los futuros dirigentes. Bel-Tran creía que había desaparecido para siempre, exiliado en Biblos, en el Líbano, y reducido al rango de obrero en un astillero.

—Hacedlo pasar al salón de los lotos, junto al jardín, y servidle cerveza; voy en seguida.

Silkis estaba intranquila.

—¿Qué quiere? No me gusta.

—Tranquilízate.

—¿Estarás todavía de viaje mañana?

—Es necesario.

—¿Y qué debo hacer yo?

—Seguir siendo bella, no hablar con nadie sin mi autorización.

—Quisiera un tercer hijo tuyo.

—Lo tendrás.

Pasada ya la cincuentena, Mentmosé tenía un cráneo calvo y rojo y una voz gangosa que llegaba al agudo en cuanto lo contrariaban. Corpulento, cauteloso, con la nariz puntiaguda, había hecho una brillante carrera utilizando los desfallecimientos de los demás. Jamás había imaginado que caería en semejante abismo, pues se rodeaba de mil y una precauciones. Pero el juez Pazair había desorganizado su sistema y puesto de relieve su incompetencia. Desde que su enemigo ocupaba el puesto de visir, Mentmosé no tenía posibilidad alguna de recuperar el esplendor perdido. Bel-Tran era su única esperanza.

—¿No os han prohibido permanecer en Egipto?

—Estoy en situación ilegal, es cierto.

—¿Por qué corréis esos riesgos?

—Todavía tengo algunas relaciones, y Pazair no tiene sólo amigos.

—¿Qué esperáis de mi?

—He venido a ofreceros mis servicios.

Bel-Tran pareció dubitativo.

—Durante el arresto de Pazair —recordó el antiguo jefe de policía—, éste negó haber asesinado a su maestro Branir. Nunca creí en su culpabilidad y fui consciente de que estaban manipulándome, pero la situación me convenía. Alguien me avisó, por medio de un mensaje, para que cogiera a Pazair en flagrante delito cuando se inclinaba sobre el cadáver de su maestro. He tenido tiempo de pensar en ese episodio. ¿Quién pudo avisarme, salvo vos mismo o uno de vuestros aliados? El dentista, el transportista y el químico están muertos; vos no.

—¿Cómo sabéis que eran mis aliados?

—Algunas lenguas se han desatado y os presentan como el futuro dueño del país; odio a Pazair tanto como vos y tal vez yo posea indicios molestos.

—¿Cuáles?

—El juez afirma que acudió a casa de Branir al recibir una breve nota: «Branir está en peligro, acudid en seguida.» Suponed que, pese a lo que yo mismo he afirmado, no destruí el documento y pueda identificar la escritura. Suponed, también, que haya conservado el arma del crimen, la aguja de nácar, y que pertenezca a una persona que os es querida.

Bel-Tran reflexionó.

—¿Qué exigís?

—Alquiladme una vivienda en la ciudad, permitidme actuar contra Pazair y dadme un puesto en vuestro futuro gobierno.

—¿Nada más?

—Estoy convencido de que sois el porvenir.

—Vuestras pretensiones me parecen legitimas.

Mentmosé se inclinó ante Bel-Tran. Ya sólo le quedaba vengarse de Pazair.

CAPÍTULO 6

P
uesto que Neferet había sido reclamada con urgencia por el hospital principal de Menfis, para una operación difícil, el visir Pazair alimentó personalmente a
Traviesa
, la pequeña mona verde. Aunque la insoportable hembra pasara su tiempo molestando a los criados y robando en las cocinas, Pazair sentía por ella una gran debilidad. La primera vez que vio a Neferet fue gracias a una intervención de
Traviesa
, que había salpicado con agua a
Bravo
, el perro del juez, dándole así la oportunidad de hablar con su futura esposa.

Bravo
posó su pata delantera derecha en la muñeca del visir. Alto, de larga cola y orejas colgantes que se erguían a la hora de las comidas, el perro de color de arena llevaba un collar de cuero rosado y blanco en el que se leía «
Bravo
, compañero de Pazair».

Mientras
Traviesa
pelaba nueces de palma, el perro disfrutaba con un puré de legumbres. Afortunadamente, entre ambos animales se había establecido una paz concertada;
Bravo
aceptaba que le tirara de la cola diez veces por día,
Traviesa
respetaba su sueño cuando se instalaba en la vieja estera del juez, el único tesoro que poseía cuando llegó a Menfis. Un hermoso objeto, en verdad, que servía de lecho, mesa, alfombra y, a veces, de sudario. Pazair había jurado conservarlo, fuera cual fuese su fortuna; puesto que
Bravo
la había adoptado, desdeñando almohadones y mullidos asientos, sabía que su estera estaba bien guardada.

Un suave sol de invierno despertaba las decenas de árboles y los amates de flores que daban a la gran morada del visir el aspecto de uno de los paraísos del otro mundo, donde vivían los justos. Pazair dio algunos pasos por una de las avenidas, disfrutando los sutiles perfumes que ascendían de la tierra húmeda de rocío. Un amistoso hocico le tocó en el codo; su fiel asno,
Viento del Norte
, lo saludaba a su modo. Magnífico ejemplar de tierna mirada y aguda inteligencia, tenía un fabuloso sentido de la orientación, del que el propio visir carecía. Pazair le ofrecía alegremente una propiedad en la que ya no tenía que llevar pesadas cargas.

El asno irguió la cabeza. Percibía una presencia insólita en el gran portal, hacia el que se dirigió rápidamente. Pazair lo siguió.

Kem y su babuino policía aguardaban al visir. Tan insensible al frío como al calor, detestando el lujo, el jefe de policía sólo vestía un corto paño, como cualquier hombre de condición humilde; en el cinturón llevaba un estuche de madera que contenía un puñal, regalo del visir: hoja de bronce, empuñadura de electro, mezcla de oro y plata, con incrustaciones de lapislázuli y feldespato verde. El nubio prefería esta obra maestra a la mano de marfil que se veía obligado a utilizar en las ceremonias oficiales. Puesto que odiaba la atmósfera de las oficinas, seguía recorriendo las calles de Menfis, como antes, y trabajando sobre el terreno.

El babuino parecía apacible; cuando su furor estallaba, era capaz de derribar un león. Sólo otro mono de su tamaño y su fuerza, enviado por un misterioso asesino decidido a apartarlo de su camino para poder atacar a Pazair, se había atrevido a enfrentarse con él en un duelo a muerte.
Matón
había vencido, aunque había recibido graves heridas; los cuidados de Neferet, por la que el mono sentía un agradecimiento sin limites, lo habían puesto de nuevo en pie.

—No hay peligro a la vista —estimó Kem—. Últimamente, nadie os ha espiado.

—Os debo la vida.

—Yo también, visir; puesto que nuestros destinos están unidos, no perdamos saliva agradeciéndonoslo. El pájaro está en su nido, lo he comprobado.

Como si conociera las intenciones del visir,
Viento del Norte
tomó la dirección correcta. Trotó con elegancia por las calles de Menfis, precediendo en unos metros al babuino y a ambos hombres. El paso de
Matón
imponía calma; enorme cabeza, con una franja de hirsutos pelos que llegaba hasta la cola, pelaje rojo en los hombros, le gustaba caminar erguido y lanzar miradas circulares.

Una alegre animación reinaba ante el principal taller de tejido de Menfis; algunas tejedoras charlaban, los proveedores entregaban ovillos de hilo de lino, que una supervisora examinaba con atención antes de aceptarlos. El asno se detuvo ante un montón de forraje, mientras el visir, el jefe de policía y su babuino penetraban en una estancia bien aireada, donde estaban los telares.

Se dirigieron al despacho de la superiora de las tejedoras, la señora Tapeni, cuya apariencia era engañosa. Era pequeña, vivaz, de negros cabellos y ojos verdes, y a sus treinta seductores años dirigía el taller con mano de hierro y sólo pensaba en su carrera.

La aparición del trío casi le hizo perder la sangre fría.

—¿De… deseáis verme?

—Estoy convencido de que podéis ayudarnos —declaró Pazair con voz pausada.

En el taller, los comadreos comenzaban a brotar por todas partes; ¡el visir de Egipto en persona y el jefe de policía con la señora Tapeni! ¿Recibiría un fulgurante ascenso o había cometido un grave delito? La presencia de Kem insinuaba más bien la segunda posibilidad.

—Os recuerdo —prosiguió Pazair— que mi maestro Branir fue asesinado con una aguja de nácar. Gracias a vuestras informaciones, estudié varias hipótesis, por desgracia infructuosas. Ahora bien, vos afirmasteis poseer informaciones decisivas; ¿no sería ya tiempo de revelarlas?

—Presumí.

—Entre los conjurados que asesinaron a los guardias de la esfinge había una mujer, tan cruel y decidida como sus cómplices.

Los ojos enrojecidos del babuino miraron a la hermosa morena, cada vez más incómoda.

—Suponed, señora Tapeni, que aquella mujer fuera también una excelente manejadora de aguja y que hubiera recibido la orden de suprimir a mi maestro Branir, para acabar radicalmente con su investigación.

—Eso no me concierne.

—Me gustaría escuchar vuestras confidencias.

—¡No! —gritó la mujer al borde del ataque de nervios—. Queréis vengaros porque hice condenar a vuestro amigo Suti; pero yo tenía razón. No me amenacéis más u os denunciaré. ¡Salid de aquí!

—Deberíais adoptar un lenguaje más respetuoso —recomendó Kem—; estáis hablando con el visir de Egipto.

Temblorosa, Tapeni cambió su tono.

—No tenéis prueba alguna contra mí.

—Acabaremos obteniéndola; que os vaya bien, señora Tapeni.

—¿Está satisfecho el visir?

—Más bien sí, Kem.

—Hemos dado en el clavo.

—La jovencita está muy nerviosa y aprecia mucho su éxito social nuestra visita no augura nada bueno para su reputación.

—Por lo tanto, reaccionará.

—De inmediato.

—¿La creéis culpable?

—De maldad y latrocinio, sin duda.

—¿Pensáis más bien en Silkis, la esposa de Bel-Tran?

—Una mujer-niña puede convertirse en criminal por simple capricho. Silkis, además, es una excelente manejadora de agujas.

—Dicen que es miedosa.

—Se doblega al menor deseo de su marido; si le pidió que sirviera de cebo, habrá obedecido. Viéndola aparecer en plena noche, el guardián en jefe de la esfinge habría perdido su lucidez.

—Cometer un crimen…

—No formularé acusación formal antes de tener la prueba.

—¿Y si no la obtenéis nunca?

—Confiemos en el trabajo, Kem.

—Me ocultáis algo importante.

—Estoy obligado a ello; pero sabed que luchamos por la supervivencia de Egipto.

—Actuar a vuestro lado no es cosa fácil.

—Sólo aspiro a una existencia tranquila, en la campiña, acompañado por Neferet, por mi perro y mi asno.

—Tendréis que esperar, visir Pazair.

La señora Tapeni no podía estarse quieta. Conocía la obstinación del visir Pazair, su empecinamiento en la búsqueda de la verdad y su indefectible amistad por Suti. Sin duda, la superiora de las tejedoras se había mostrado en exceso dura con su marido; pero Suti se había casado con ella, y no soportaba que le fuera infiel. Pagaría su relación con aquella perra libia.

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