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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (21 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—¿Cómo reaccionaba?

—¡La hoja se rompía! El toro se daba la vuelta y me pisoteaba.

—¿Son las relaciones con vuestro marido…, satisfactorias?

—El trabajo lo absorbe; está tan cansado que se duerme en seguida. Y cuando tiene ganas, lo hace aprisa, demasiado aprisa.

—Tenéis que decírmelo todo, Silkis.

—Sí, sí, lo comprendo…

—¿Habéis manejado alguna vez un puñal?

—No.

—¿Y algún objeto similar?

—No, no lo creo.

—¿Una aguja?

—¡Sí, una aguja!

—¿Una aguja de nácar?

—¡Sí, claro! Sé tejer, es mi utensilio preferido.

—¿La utilizasteis para agredir a alguien?

—¡No, os juro que no!

—A un hombre de cierta edad… Os da la espalda, os acercáis sin hacer ruido y le hundís la aguja de nácar en el cuello…

Silkis aulló, se mordió los labios y se retorció en la estera.

Asustado, el intérprete de los sueños estuvo a punto de pedir ayuda; pero la crisis de demencia se calmó. Chorreando sudor, Silkis se sentó.

—No he matado a nadie —declaró con voz ronca, alucinada—; no tuve valor. Mañana, si Bel-Tran me lo pide, lo tendré. Aceptaré para conservarlo.

—Estáis curada, señora Silkis.

—¿Qué… qué decís?

—Ya no necesitáis mis cuidados.

Los asnos estaban cargados y dispuestos a partir hacia el puerto cuando Kem se aproximó al intérprete de los sueños.

—¿Has terminado el traslado?

—El barco me espera, voy a Grecia; allí no me crearán problemas.

—Prudente decisión.

—Me lo habéis prometido: los aduaneros no me detendrán.

—Depende de tu buena voluntad.

—He interrogado a la señora Silkis, como me pedisteis.

—¿Le hiciste las preguntas adecuadas?

—Sin comprender nada, obedecí vuestras órdenes.

—¿Resultado?

—No ha matado a nadie.

—¿Estás seguro?

—Tengo la absoluta certeza. Soy un charlatán, pero conozco a este tipo de mujeres. Si hubierais asistido a su delirio, sabríais que no hizo comedia.

—Olvidadla y olvidad Egipto.

La señora Tapeni estaba al borde de las lágrimas. Frente a ella, sentado ante una mesita baja cubierta de papiros desenrollados, se encontraba Bel-Tran, muy irritado.

—¡He interrogado a todo Menfis, os lo aseguro!

—Vuestro fracaso es así más lamentable, querida amiga.

—Pazair no engaña a su mujer, no juega, no tiene deudas, no realiza tráfico alguno. Parece insensato, pero ese hombre es irreprochable.

—Os lo había avisado: es visir.

—Visir o no, creí que…

—Vuestra rapacidad os deforma el espíritu, señora Tapeni. Egipto sigue siendo un país aparte, cuyos magistrados, y especialmente el primero de todos ellos, adoptan la rectitud como línea de conducta; es ridículo y está pasado de moda, lo admito, pero debemos tener en cuenta esta realidad. Pazair cree en su función y la realiza apasionadamente.

Nerviosa, la hermosa morena no sabía qué actitud adoptar.

—Me equivoqué con él.

—No me gusta la gente que se equivoca; cuando se trabaja para mí es preciso tener éxito.

—Si existe un punto débil, lo descubriré.

—¿Y si no existe?

—Bueno… ¡Será necesario fabricarlo sin que lo sepa!

—Excelente iniciativa. ¿Qué proponéis?

—Voy a pensarlo, yo…

—Ya está todo pensado. Tengo un plan sencillo, basado en el comercio de objetos muy especiales. ¿Seguís deseando ayudarme?

—Estoy a vuestra disposición.

Bel-Tran dio sus directrices. El fracaso de Tapeni alimentó su odio hacia las mujeres; ¡qué razón tenían los griegos al considerarlas inferiores al hombre! Egipto les concedía un lugar excesivo. Una incapaz como la tal Tapeni acabaría molestándolo; mejor sería librarse en seguida de ella, demostrando así a Pazair que su famosa justicia era impotente.

En el taller al aire libre, cinco hombres trabajaban duro; con acacia, sicómoro o tamarisco fabricaban bastones arrojadizos, más o menos fuertes, más o menos caros. Kem habló con el patrón, un cincuentón desabrido de toscos rasgos.

—¿Quiénes son tus clientes?

—Pajareros y cazadores. ¿Por qué? ¿Te interesa?

—Y mucho.

—¿Por qué razón?

—¿Acaso no estás en regla?

Un obrero murmuró ciertas palabras al oído del patrón.

—¡El jefe de policía en mi casa! ¿Buscas a alguien?

—¿Fabricaste tú este bastón?

El patrón examinó el arma destinada a matar a Pazair.

—Buen trabajo… calidad superior. Con eso puede alcanzarse un blanco lejano.

—Responde a mi pregunta.

—No, no fui yo.

—¿Qué taller es capaz de hacerlo?

—Lo ignoro.

—Sorprendente.

—Lamento no poder ayudarte. Otra vez será.

Viendo que el nubio salía del taller, el patrón se sintió aliviado. El jefe de policía no era tan obstinado como decían.

Cuando el artesano cerró el taller, al caer la noche, cambió de opinión.

La enorme mano del nubio se posó en su hombro.

—Me has mentido.

—No, no, yo…

—No mientas más; ¿ignoras que soy más cruel que mi simio?

—Mi taller marcha bien, tengo buenos obreros… ¿Por qué la tomas conmigo?

—Háblame de ese bastón arrojadizo.

—De acuerdo, lo fabriqué yo.

—¿A quién se lo vendiste?

—Me lo robaron.

—¿Cuándo?

—Anteayer.

—¿Por qué no me has dicho la verdad?

—Como teníais este objeto en las manos he sospechado que estaba mezclado en un asunto más bien sucio… En mi lugar también vos habríais callado.

—¿No tienes ninguna idea sobre la identidad del ladrón?

—Ninguna. Un bastón de ese valor… Me gustaría recuperarlo.

—Agradece mi mansedumbre.

La pista del devorador de sombras desaparecía.

Neferet se ocupaba de casos difíciles y practicaba delicadas operaciones. Pese a su posición y sus pesadas cargas administrativas no negaba su ayuda en caso de urgencia.

Ver a Sababu en el hospital la sorprendió, pues aquella hermosa mujer, que rondaba ya la treintena y dirigía la más famosa casa de cerveza de Menfis, poblada de arrebatadoras criaturas, solo sufría reumatismo.

—¿Ha empeorado vuestra salud?

—Vuestro tratamiento sigue siendo muy eficaz; he cruzado vuestra puerta por otra razón.

Neferet había curado a Sababu de una inflamación en el hombro, que habría podido privarla del uso del brazo, y su paciente sentía por ella un profundo agradecimiento. Aún sin haber renunciado a la prostitución de lujo, Sababu admiraba al visir y a su esposa; la autenticidad de su pareja y su inalterable unión le permitían confiar en una forma de existencia que ella nunca conocería. Maquillada con habilidad, perfumada hasta el límite del exceso, sabiendo mostrarse atractiva, se burlaba de las conveniencias. En casa de Neferet no había percibido animosidad ni desprecio, sólo deseo de curar.

Sababu colocó un jarrón de loza ante Neferet.

—Rompedlo.

—Es un modelo muy hermoso.

—Rompedlo, os lo ruego.

Neferet arrojó al suelo el jarrón. Entre los fragmentos se encontraban un falo de piedra y una vulva de lapislázuli, cubiertos de inscripciones mágicas babilonias.

—He descubierto por casualidad este comercio —explicó Sababu—; pero antes o después lo habría sabido. Estas esculturas están destinadas a devolver el deseo a individuos fatigados, y a dar fecundidad a las mujeres estériles. Su importación es ilegal si no se ha declarado; otros jarrones semejantes contenían alumbre, una sustancia astringente que se utiliza para aumentar el placer y luchar contra la impotencia. Detesto estos paliativos; desnaturalizan el amor. Honrad Egipto interrumpiendo tan detestable tráfico.

Sababu, pese a sus actividades, tenía el sentido de la grandeza.

—¿Conocéis a los culpables?

—Las entregas se realizan en el muelle oeste, por la noche; no sé nada más.

—¿Y vuestro hombro?

—Ya no me duele.

—Si reapareciera el dolor, no vaciléis en consultarme.

—¿Intervendréis?

—Comunicaré el asunto al visir.

En el río se habían formado olas, que rompían contra las piedras del muelle abandonado hacia el que se dirigía un barco desprovisto de vela. Muy hábil, el capitán atracó suavemente; una decena de hombres acudió inmediatamente, apresurándose a desembarcar el cargamento.

Cuando terminaron su tarea, una mujer les entregó unos amuletos. Entonces, Kem desplegó a sus hombres y procedió a un rápido y fácil arresto.

Sólo la mujer se debatió e intentó huir. Una antorcha iluminó su rostro.

—¡Señora Tapeni!

—Soltadme.

—Temo verme obligado a encarcelaros; ¿no organizáis acaso un comercio ilegal?

—Estoy protegida.

—¿Por quién?

—Si no me soltáis, lo lamentaréis.

—Lleváosla —ordenó el nubio

Tapeni, feroz, se debatió.

—Recibo mis consignas de Bel-Tran.

Disponiendo de pruebas materiales, Pazair trató el asunto prioritariamente. Antes de convocar al tribunal organizó un careo entre Tapeni y Bel-Tran.

La hermosa morena estaba muy excitada; en cuanto vio al director de la Doble Casa blanca lo interpeló.

—¡Haced que me liberen, Bel-Tran!

—Si esta mujer no se tranquiliza, me retiro. ¿Por qué me habéis convocado?

—La señora Tapeni os acusa de haberla empleado en un comercio ilícito.

—Es ridículo.

—¡Ridículo! —exclamó ella—. Tenía que vender estos objetos a ciertos notables para comprometerlos.

—Visir Pazair, creo que la señora Tapeni ha perdido la razón.

—No prosigáis en ese tono, Bel-Tran, o lo diré todo.

—Como queráis.

—Pero… ¡es insensato! Os dais cuenta de que…

—Vuestro delirio no me interesa.

—¡Me abandonáis, pues! Muy bien, peor para vos.

Tapeni se volvió hacia el visir.

—¡Vos erais el primero de los notables afectados! ¡Qué escándalo si se hubiera sabido que vuestra hermosa pareja se entregaba a prácticas malsanas! Buena manera de mancillar vuestro renombre, ¿no es cierto? La idea fue de Bel-Tran; él me encargó que la llevara a cabo.

—Despreciables divagaciones.

—¡Es la verdad!

—¿Tenéis alguna prueba?

—¡Bastará con mi palabra!

—¿Quién puede dudar de que sois la autora de esta maquinación? ¡Os han cogido con las manos en la masa, señora Tapeni! El odio que sentís por el visir os ha hecho llegar demasiado lejos. Gracias a los dioses sospechaba de vos desde hacía mucho tiempo y he tenido el valor de intervenir. Estoy orgulloso de haberos denunciado.

—¿Denunciado…?

—Es cierto —reconoció el visir—. Bel-Tran redactó una advertencia referente a vuestras actividades ilegales. La mandó ayer al jefe de policía y fue registrada por sus servicios.

—Mi colaboración con la justicia es evidente —dijo Bel-Tran—; espero que la señora Tapeni sea severamente castigada. Atentar contra la moral pública es una falta inadmisible.

CAPÍTULO 28

E
l juez Pazair necesitó varias horas de paseo por el campo, en compañía de
Bravo
y
Viento del Norte
, para apaciguar su cólera. La triunfante sonrisa de Bel-Tran era un insulto a la justicia, una herida tan profunda que ni siquiera Neferet podía curarla.

Pobre consuelo: su enemigo acababa de perder, traicionándola, a una de sus aliadas. La señora Tapeni, condenada a una corta pena de cárcel, había perdido sus derechos cívicos. Gran beneficiado por la situación, Suti, sentenciado el divorcio, ya no debería trabajar para su ex mujer. La caída de la tejedora, cogida en la trampa de su propio latrocinio, le devolvía la libertad.

El apacible aspecto del asno y la confiada alegría del perro tranquilizaron al visir. El paseo, la serenidad del paisaje, la nobleza del Nilo disiparon su angustia. En aquellos instantes le hubiera gustado enfrentarse a solas con Bel-Tran y retorcerle el cuello.

Niñerías, porque el director de la Doble Casa blanca había tomado disposiciones para que su eventual eliminación no impidiera en absoluto la caída de Ramsés y la entrada de Egipto en un mundo donde el materialismo reinara como dueño absoluto.

¡Qué desarmado se sentía Pazair frente a aquel monstruo!

Por lo común, los visires, aunque fueran hombres de edad y experiencia, sólo dominaban su trabajo al cabo de dos o tres años; el destino exigía al joven Pazair que salvara a Egipto antes de la próxima crecida, sin darle un verdadero medio de actuar. Haber identificado al adversario no bastaba; ¿por qué seguir luchando cuando la guerra estaba perdida de antemano? Los maliciosos ojos de
Viento del Norte
y la amistosa mirada de
Bravo
fueron unos decisivos alientos. En el asno y el perro se encarnaban fuerzas divinas; portadores de lo invisible, trazaban los caminos del corazón, fuera de los cuales ninguna vida tenía sentido.

Con ellos defendería la causa de Maat, la frágil y luminosa diosa de la justicia.

Kem estaba fuera de sí.

—Pese al respeto que os debo, visir Pazair, tengo ganas de deciros que vuestro comportamiento es estúpido, solo y en pleno campo…

—Iba escoltado.

—¿Por qué correr semejantes riesgos?

—No soportaba el despacho, la administración, los escribas. Mi tarea es hacer que se respete la justicia y debo inclinarme ante un Bel-Tran que se burla de mí, seguro de su victoria.

—¿Qué ha cambiado desde la fecha de vuestro nombramiento? Todo eso ya lo sabíais.

—Tenéis razón.

—En vez de compadeceros a vos mismo, preocupaos más bien de un oscuro asunto que agita la provincia de Abydos. Me han informado de dos heridos graves, un violento altercado entre los sacerdotes del gran templo y unos emisarios del Estado, y una negativa al trabajo. Graves delitos que llegarán a vuestro tribunal, aunque tal vez demasiado tarde; os propongo que actuemos de inmediato.

Abril traía el calor, al menos durante el día; si las noches seguían siendo frescas y propicias al sueño, el sol de mediodía ya se hacía ardiente, y comenzaban las recolecciones. El jardín del visir era una maravilla; las flores rivalizaban en belleza, componiendo una sinfonía de rojo, amarillo, azul, violeta y anaranjado.

Cuando se aventuró por aquel paraíso, inmediatamente después de levantarse, Pazair se dirigió al estanque de recreo. Como suponía, Neferet estaba tomando su primer baño. Nadaba desnuda, sin esfuerzo, renaciendo sin cesar de sus propios movimientos. Pensó en el instante en que la había contemplado así, en aquella hora bendecida, cuando el amor los había reunido en esta tierra y para toda la eternidad.

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