Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Porque basáis el porvenir en la ambición, la avaricia y el odio; no obtendréis nada más si no renunciáis a vuestra locura.
—Entonces, no confiáis en mí…
—Antes o después compareceréis ante la justicia del visir, como cómplice de asesinato.
La mujer-niña se convirtió en furia.
—¡Era vuestra última oportunidad, Neferet! Uniendo vuestro destino al de Pazair, negándoos a ser mi médico personal, os condenáis a desaparecer sin gloria. Cuando volvamos a vernos, seréis mi esclava.
C
omo decía una canción popular, «los mercaderes suben y bajan por el río, agitándose como moscas, transportan bienes de una ciudad a otra y avituallan a quien nada tiene». En el barco donde discutían sirios, griegos, chipriotas y fenicios, comparando sus precios y repartiéndose su futura clientela, Pazair se mantenía apartado. Nadie habría reconocido al visir de Egipto en aquel joven, vestido de un modo vulgar y que sólo llevaba como equipaje una gastada estera en la que dormía. En el techo de la embarcación, lleno de bultos,
Matón
velaba. Su tranquilidad demostraba que el devorador de sombras no merodeaba por los parajes. Kem no abandonaba la proa, con la cabeza encapuchada, temiendo ser identificado. Pero los mercaderes estaban demasiado ocupados calculando sus beneficios para interesarse por los pasajeros. El barco progresaba de prisa, gracias a un buen viento; el capitán y su tripulación cobrarían una buena prima si llegaban a su destino antes de lo previsto. Los comerciantes extranjeros siempre tenían prisa.
Un altercado enfrentó a los sirios con los griegos; los primeros ofrecieron collares de piedras semipreciosas a los segundos, a cambio de unos jarros procedentes de Rodas, de cuya venta se ocupaban. Pero los helenos desdeñaron la oferta, considerándola insuficiente. Aquella actitud sorprendió a Pazair, porque la transacción parecía correcta.
El incidente calmó los ardores comerciales y todos se sumieron en su meditación, mientras fluía el Nilo. Tras haber tomado «el gran río» que atravesaba el delta, el navío mercante puso rumbo al este y surcó «las aguas de Ra», un brazo del río que se separaba del curso principal y se dirigía a la encrucijada de los caminos que se dirigían a Canaán y Palestina.
Los griegos desembarcaron en una breve escala a campo abierto; Kem los siguió, imitado por Pazair y
Matón
. El embarcadero, vetusto, parecía abandonado; a su alrededor había bosques de papiro y marismas. Unos patos se dispersaron.
—Aquí es donde Mentmosé se puso de acuerdo con un grupo de mercaderes griegos —reveló el nubio—. Tomaron un camino de tierra que se dirigía al sudeste. Siguiendo a éstos, los encontraremos.
Los mercaderes hablaban, desconfiados; la presencia del trío los molestaba. Uno de ellos, que sufría una leve cojera, fue a su encuentro.
—¿Qué deseáis?
—Préstamos —respondió Pazair.
—¿En este rincón perdido?
—En Menfis ya no nos los conceden.
—¿Quiebra?
—Algunos negocios son imposibles, porque tenemos demasiadas ideas; tal vez acompañándoos encontremos gente más comprensiva.
El griego pareció satisfecho.
—No andáis equivocados. Vuestro simio… ¿está en venta?
—Por el momento no —repuso Kem.
—Tendría compradores.
—Es un buen animal, tímido e inofensivo.
—Os serviría de garantía, y obtendríais un buen precio.
—¿Es largo el trayecto?
—Dos horas de camino; esperamos los asnos.
La caravana se puso en marcha al paso regular de las cabalgaduras. A pesar de que iban muy cargados, los borricos no tropezaban y mantenían serena la mirada, acostumbrados a su duro trabajo. Los hombres bebieron varias veces, Pazair humedeció la boca de los cuadrúpedos.
Tras haber atravesado un campo abandonado, descubrieron la meta de su viaje: una pequeña ciudad de casas bajas, rodeada por una muralla.
—No veo el templo —se extrañó Pazair—; ni pilonos, ni puertas monumentales, ni oriflamas flotando al viento.
—Aquí no hay necesidad de lo sagrado —repuso un griego, divertido—; esta ciudad sólo conoce un dios: el beneficio. Le servimos con fidelidad y nos sienta bien.
Por la entrada principal, vigilada por dos guardias bonachones, penetraba una multitud de asnos y mercaderes. Se empujaban, gritaban, pisoteaban al vecino y se zambullían en aquel continuo río que invadía las estrechas callejas en las que se abrían puestos de distintos tamaños. Los palestinos, descalzos, con la barba puntiaguda, abundantes patillas y una opulenta cabellera sujeta en lo alto de la cabeza por una cinta, se sentían orgullosos de los multicolores mantos que compraban a los libaneses, maestros en el arte del cálculo mental. Cananeos, libios y sirios tomaban por asalto las tiendas de los griegos, llenas de productos importados, especialmente jarrones de esbeltas formas y objetos de aseo. Incluso los hititas compraban miel y vino, tan indispensables para su mesa como para sus rituales.
Al observar las transacciones, Pazair advirtió pronto una anomalía: los compradores no ofrecían nada a cambio de los bienes que adquirían. Tras encarnizados regateos, se limitaban a estrechar la mano del vendedor.
Bajo la atenta mirada de Kem y del babuino, Pazair se acercó a un voluble griego, bajo y barbudo, que exponía unas soberbias copas de plata.
—Me gusta esto.
—¡Excelente gusto! Estoy realmente asombrado…
—¿Por qué?
—Es mi preferida. Separarme de ella me entristecería de un modo indecible; lamentablemente, es la dura ley del comercio. Tocadla, joven, acariciadla; creedme, vale la pena. Ningún artesano es capaz de hacer otra semejante.
—¿Cuál es su precio?
—Empapaos de su belleza, imaginad su presencia en vuestra casa, pensad en las envidiosas y admirativas miradas de vuestros amigos. Primero os negaréis a revelar el nombre del mercader con quien hicisteis tan increíble trato, luego confesaréis: ¿quién si no Pendes podría vender semejante obra maestra?
—Debe de ser cara.
—¿Qué importa el precio cuando el arte llega a la perfección? Ofreced, Pendes os escucha.
—¿Una vaca moteada?
La mirada del griego reveló un profundo asombro.
—No me gustan las bromas.
—¿Os parece poco?
—Vuestro humor se hace grosero. No tengo tiempo que perder. Ofendido, el mercader atendió a otro cliente. Desconcertado, Pazair había ofrecido, sin embargo, un intercambio que le era desfavorable.
El visir se dirigió a otro griego; el mismo diálogo, con algunas variantes, acompañó el trato. En el momento crucial, Pazair tendió la mano. El otro se la estrechó blandamente; estupefacto, la retiró.
—Pero… ¡está vacía!
—¿Qué esperabais que contuviera?
—¿Creéis que mis jarrones son gratuitos? Dinero, ¡claro!
—No… no tengo.
—Pues bien, id a un banco; os lo prestarán.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—En la plaza principal; hay más de diez.
Boquiabierto, Pazair siguió las indicaciones del mercader. Las callejas desembocaban en una plaza cuadrada bordeada de extrañas tiendas. Pazair se informó; se trataba, efectivamente, de «bancos», una palabra insólita en Egipto. Se dirigió al más próximo e hizo cola; en la entrada había dos hombres armados, que examinaron al visir de los pies a la cabeza, asegurándose de que no ocultara un puñal.
En el interior había varias personas muy atareadas. Una de ellas colocaba pequeñas piezas metálicas de forma redondeada en una balanza, las pesaba y luego las ordenaba en distintos casilleros.
—¿Ingreso o extracción?
—Ingreso.
—Enumerad vuestros bienes.
—Es que…
—Apresuraos; otros clientes aguardan.
—Dada la magnitud de la operación, me gustaría discutir su valor con el más alto responsable del banco.
—Está ocupado.
—¿Cuándo podré verlo?
—Un momento.
El empleado regresó minutos más tarde; le daban cita al ocaso.
De ese modo, el dinero, «el gran retorcido», había sido introducido en aquella ciudad cerrada; el dinero en forma de monedas que circulaban, inventado por los griegos desde hacía decenios, era mantenido al margen del país de los faraones, porque pondría fin a la economía de trueque y produciría una irremediable decadencia de la sociedad
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. El «gran retorcido» proclamaba la preeminencia del tener sobre el ser, aumentaba la natural avidez de los humanos y les hacía tocar con los dedos valores monetarios alejados de la realidad. Los visires fijaban el precio de los objetos y los géneros en función de una referencia, que no circulaba y no se materializaba en pequeños círculos de plata o de cobre, verdadera prisión para los individuos.
El director del banco era un hombre de unos cincuenta años, obeso y de rostro cuadrado; originario de Micenas, había reconstruido la atmósfera de su casa natal: pequeñas imágenes de terracota, efigies marmóreas de héroes griegos, edición en papiro de los principales pasajes de la Odisea, jarrones de largo cuello decorados con las hazañas de Heracles.
—Me han dicho que pensáis hacer un importante depósito.
—Eso es.
—¿De qué tipo?
—Poseo numerosos bienes.
—¿Ganado?
—Ganado.
—¿Cereales?
—Cereales.
—¿Barcos?
—Barcos.
—¿Y… también otras cosas?
—También muchas cosas más.
El director pareció impresionado.
—¿Disponéis de suficiente cantidad de moneda?
—Creo que sí, pero…
—¿Qué teméis?
—Vuestra apariencia no permite suponer… semejante riqueza…
—Para viajar suelo evitar la ropa suntuosa.
—Os comprendo, pero me gustaría…
—¿Una prueba de mi fortuna?
El director asintió con la cabeza.
—Dadme una tablilla de arcilla.
—Preferiría registrar vuestra declaración en papiro.
—Tengo un aval mejor que ofreceros; dadme esa tablilla.
Desconcertado, el banquero lo hizo. Pazair imprimió profundamente su sello en la arcilla.
—¿Os basta esta garantía?
Con los ojos desorbitados, el griego contempló el sello del visir.
—¿Qué… qué queréis?
—Os ha visitado un hombre con antecedentes penales.
—¿A mí? ¡Imposible!
—Se llama Mentmosé; era jefe de policía antes de infringir la ley y ser desterrado. Su presencia en territorio egipcio es un grave delito que deberíais haber denunciado.
—Os aseguro que…
—Dejad de mentir —recomendó el visir—; sé que Mentmosé vino aquí por orden del director de la Doble Casa blanca.
Las defensas del banquero cedieron.
—¿Por qué iba a negarme a hablar con él? Mentmosé vino de parte de las autoridades.
—¿Qué os pidió?
—Que extendiera mis actividades bancarias al conjunto del delta.
—¿Dónde se oculta?
—Abandonó nuestra ciudad para dirigirse al puerto de Rakotis.
—¿Habéis olvidado acaso que la circulación de moneda está prohibida y que los culpables de este delito pueden recibir graves penas?
—Mis asuntos son legales.
—¿Habéis recibido un decreto firmado de mi puño y letra?
—Mentmosé me aseguró que las actividades bancarias eran consideradas como una situación de hecho y que anticipaban la próxima realidad.
—Habéis sido imprudente. En Egipto, la ley no es una ya una palabra.
—No podréis resistiros por mucho tiempo a esta práctica; el progreso se basa en ella y…
—Un progreso que no deseamos.
—Yo no soy el único, mis colegas…
—Visitémoslos; enseñadme esta ciudad…
L
leno de esperanza, el banquero griego presentó al visir, acompañado por
Matón
, a sus colegas, que se encargaban de importar fraudulentamente moneda, de gestionar las cuentas de los clientes, de fijar el interés de los préstamos y proceder a múltiples operaciones bancarias, para mayor beneficio de su asociación financiera. Insistieron sobre las ventajas de su procedimiento; un Estado fuerte, manejando el sistema a su guisa, podría utilizar en su beneficio los bienes que sus súbditos se verían obligados a confiarle.
Mientras el visir escuchaba la lección, los policías de Kem, tras una señal de su jefe, se libraban de sus disfraces de libios y de griegos y cerraban las puertas de la ciudad, a pesar de las protestas de una multitud inquieta. Tres hombres intentaron escalar el muro y huir; su panza los traicionó. Incapaces de lograrlo, fueron detenidos y llevados ante el jefe de policía.
El más nervioso se defendió con vehemencia.
—¡Soltadnos inmediatamente!
—Sois culpables de ocultación de moneda.
—No tenéis derecho a juzgarnos.
—Debo llevaros ante un tribunal.
Cuando los tres detenidos estuvieron en presencia del visir, que reveló su título y sus funciones, su furia desapareció; lloriquearon.
—Perdonadnos… Ha sido un error por nuestra parte, un lamentable error. Somos honestos comerciantes, nosotros…
—Vuestros nombres y vuestras profesiones.
Los tres hombres eran egipcios del delta, fabricantes de muebles; una parte de su producción, no declarada, era enviada a la ciudad griega.
—Al parecer acumuláis beneficios ilícitos, perjudicando así a vuestros compatriotas. ¿Negáis los hechos?
No hubo protesta alguna.
—No seáis demasiado severo… Nos hicimos ilusiones.
—Me limitaré a aplicar nuestras leyes.
Pazair montó su tribunal en la plaza mayor. El jurado lo compusieron Kem y cinco campesinos egipcios que el jefe de policía fue a buscar a la explotación agrícola más cercana.
Los numerosos acusados, griegos en su mayoría, no discutieron el motivo de la inculpación ni la sentencia propuesta; por unanimidad, el jurado adoptó el castigo que el visir deseaba: inmediata expulsión de los culpables y prohibición definitiva de pisar suelo egipcio. Las monedas embargadas se fundirían y el metal obtenido se ofrecería a los templos, donde sería transformado en objetos rituales. Por lo que a la ciudad se refiere, seguiría perteneciendo a los mercaderes extranjeros, siempre que se amoldaran a las reglas de la economía egipcia.
El jefe de los banqueros dio las gracias al visir.
—Temía una pena más severa —confesó—; se dice que el penal de Khargeh es un infierno.