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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (23 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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La tarea parecía irrealizable, pero Pazair esperaba que el azar le descubriera un indicio, por mínimo que fuera, que le pusiera en el buen camino.

—Es extraño —observó el más joven—; con el antiguo jefe de servicio, Sechem, no habríamos tenido esa prisa.

—¿Cuándo fue sustituido?

—A principios de mes.

—¿Dónde vive?

—En el barrio del jardín, junto a la gran fuente.

Pazair abandonó los locales; Kem montaba guardia en el umbral.

—Sin novedad;
Matón
patrulla alrededor del edificio.

—Id a buscar a un testigo y traédmelo aquí.

Sechem, «el fiel», era un hombre de edad, dulce y tímido. Ser convocado lo había asustado, y su inmediata presentación ante el visir lo sumía en una visible angustia. Pazair no lo imaginaba como un criminal retorcido, pero había aprendido a desconfiar de las apariencias.

—¿Por qué habéis abandonado vuestro cargo?

—Orden superior; he sido transferido al control de movimiento de los barcos, a un rango inferior.

—¿Qué falta habéis cometido?

—Desde mi punto de vista, ninguna; trabajo en este servicio desde hace veinte años, no he faltado un solo día, pero cometí la equivocación de oponerme a directrices que consideraba erróneas.

—Concretad.

—No admitía el retraso que estaba acumulándose en el proceso de regularización, y menos aún la ausencia de control de las personas contratadas.

—¿Temíais que bajara la remuneración?

—¡No! Cuando un extranjero alquila sus servicios al dueño de una propiedad o a un patrón de artesanos se hace pagar muy caro, pronto adquiere tierra y propiedades que pueden legar a sus descendientes. Pero ¿por qué, desde hace tres meses, la mayoría de los solicitantes son dirigidos hacia unos astilleros que dependen de la Doble Casa blanca?

—Mostradme las listas.

—Basta con consultar los archivos.

—Temo que tendréis una desagradable sorpresa.

Sechem pareció desesperado.

—¡Es una clasificación inútil!

—¿Sobre qué soporte se inscribían las listas de personas contratadas?

—Tablillas de sicómoro.

—¿Sois capaz de encontrarlas en este fárrago?

—Eso espero.

Una nueva decepción abrumó a Sechem; tras infructuosas búsquedas, dio su conclusión.

—¡Han desaparecido! Pero existen los borradores; aunque incompletos, serán útiles.

Los dos jóvenes escribas sacaron, a manos llenas, los fragmentos de calcáreo del vertedero donde se acumulaban. A la luz de las antorchas, Sechem identificó sus preciosos borradores.

El astillero parecía una colmena en plena actividad; los capataces daban secas y precisas órdenes a algunos carpinteros que confeccionaban largas tablas de acacia. Unos especialistas ensamblaban las piezas de un casco, otros colocaban una arboladura; con consumada habilidad creaban una embarcación colocando las alfajías una sobre otra y uniéndolas con espigas y muescas.

En otro lugar del astillero, unos obreros calafateaban barcas mientras sus colegas fabricaban remos de distintos tamaños.

—Prohibida la entrada —le recordó un vigilante a Pazair, que iba acompañado por Kem y el babuino.

—¿Incluso al visir?

—Sois…

—Llama a tu jefe.

El hombre no se hizo de rogar. Llegó apresuradamente un personaje alto, seguro de sí mismo y de voz pausada; reconoció al babuino y al jefe de policía, y se inclinó ante el visir.

—¿Cómo puedo serviros?

—Me gustaría hablar con estos extranjeros.

El visir mostró una lista al jefe del astillero.

—No los conozco.

—Pensadlo bien.

—No, os lo aseguro…

—Tengo documentos oficiales que demuestran que habéis contratado, desde hace tres meses, a unos cincuenta extranjeros. ¿Dónde están?

La reacción del interpelado fue fulgurante. Emprendió la huida hacia la calleja con tanta rapidez que pareció coger desprevenido a
Matón
; pero el simio saltó un murete y cayó sobre la espalda del fugitivo, manteniéndolo en el suelo.

El jefe de policía tiró por los cabellos del detenido.

—Te escuchamos, muchacho.

La granja, situada al norte de Menfis, ocupaba una inmensa superficie. El visir y una escuadra de policías penetraron en la propiedad a media tarde y detuvieron a un pastor de ocas.

—¿Dónde están los extranjeros?

El despliegue de fuerzas impresionó al campesino, incapaz de contener su lengua; señaló hacia un establo.

Cuando el visir se acercó, varios hombres armados de hoces y bastones le cerraron el paso.

—No utilicéis la violencia —advirtió Pazair— y dejadnos entrar en el edificio.

Uno de ellos, tozudo, blandió su hoz; el puñal lanzado por Kem se hundió en su antebrazo.

Cesó cualquier resistencia.

En el interior del establo, unos cincuenta extranjeros, encadenados, estaban ordeñando vacas y seleccionando grano. El visir ordenó liberarlos y encadenar a sus guardianes.

El incidente divirtió a Bel-Tran.

—¿Esclavos? Sí, como en Grecia, y pronto como en todo el mundo mediterráneo. La esclavitud del hombre, querido Pazair. Procura mano de obra dócil y barata; gracias a ella llevaremos a cabo un programa de grandes obras públicas sin comprometer la rentabilidad.

—¿Debo recordaros que la esclavitud, contraria a la ley de Maat, está prohibida en Egipto?

—Si intentáis acusarme, dejadlo; nunca podréis demostrar la relación entre el astillero, la granja, el servicio de acogida de trabajadores extranjeros y yo. Os lo confieso así, entre nosotros: intentaba una experiencia que vos interrumpís torpemente pero que estaba resultando fructífera. Vuestras leyes son retrógradas; ¿cuándo comprenderéis que el Egipto de Ramsés ha muerto?

—¿Por qué odiáis así a los hombres?

—Sólo hay dos razas: los dominantes y los dominados. Pertenezco a la primera; la segunda debe obedecerme. Ésta es la única ley en vigor.

—Sólo en vuestra imaginación, Bel-Tran.

—Muchos dirigentes me aprueban, pues esperan convertirse en dominantes; aunque sus esperanzas se vean desengañadas, me habrán sido útiles.

—Mientras sea visir, nadie será esclavo en la tierra de Egipto.

—Este combate de retaguardia tendría que entristecerme, pero vuestros inútiles esfuerzos son bastante divertidos. No os agotéis más, Pazair; como yo, sabéis que vuestra acción es irrisoria.

—Lucharé contra vos hasta mi último aliento.

CAPÍTULO 30

S
uti revisaba su arco de acacia; comprobaba la solidez de la madera, la tensión de la cuerda y la flexibilidad del conjunto.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —preguntó, mimosa, Pantera.

—Si deseas reinar, necesito un arma digna de confianza.

—Puesto que dispones de un ejército, utilízalo.

—¿Lo crees capaz de vencer a las tropas egipcias?

—Enfrentémonos primero con la policía del desierto e impongamos nuestra ley en la arena. Libios y nubios confraternizan bajo tu mando; eso ya es un milagro. Pídeles que combatan, te obedecerán. Eres el señor del oro, Suti; conquista el territorio del cual tú y yo seremos dueños.

—Estás realmente loca.

—Quieres vengarte, amor mío; vengarte de tu amigo Pazair y de tu maldito Egipto. Con oro y guerreros, lo lograrás.

Besos de fuego le comunicaron su pasión; convencido de que la aventura sería exultante, el general Suti recorrió su campamento. Los irreductibles libios, especialistas en incursiones, estaban equipados de tiendas y mantas que hacían casi agradable su existencia en pleno desierto. Excelentes cazadores, los nubios perseguían la presa.

Pero la embriaguez de los primeros días se disipaba; los libios acababan tomando conciencia de que Adafi había muerto y Suti lo había matado. Ciertamente, tenían que respetar la palabra dada ante los dioses; pero se propagaba una sorda oposición. A su cabeza estaba un tal Jossete, bajo, fornido, cubierto de pelos muy negros; mano derecha de Adafi, buen manejador del cuchillo, nervioso y rápido, cada vez soportaba peor la autoridad del egipcio.

Suti inspeccionó cada vivaque y felicitó a sus hombres; cuidaban sus armas, se entrenaban y se preocupaban por la higiene.

Acompañado por cinco soldados, Jossete interrumpió a Suti, que conversaba con un grupo de libios que había regresado de un ejercicio.

—¿Adónde nos llevas?

—¿Tú qué crees?

—No me gusta tu respuesta.

—Tu pregunta me parece inconveniente.

Jossete frunció sus espesas cejas.

—Nadie me habla en ese tono.

—La obediencia y el respeto son las primeras cualidades de un buen soldado.

—Siempre que tenga un buen jefe.

—¿Te parezco insuficiente como general?

—¿Cómo te atreves a compararte con Adafi?

—Fue él el vencido, yo no; fracasó aun haciendo trampa.

—¿Lo acusas de hacer trampa?

—¿No enterraste tú mismo el cadáver de su acólito?

Con gran rapidez, Jossete intentó clavar su puñal en el vientre de Suti, pero éste detuvo el ataque con un codazo en el pecho del libio y lo derribó; antes de que se levantara, el egipcio le hundió la cara en las arenas y la inmovilizó con el pie.

—O me obedeces o te asfixio.

La mirada de Suti disuadió a los libios de ayudar a su compañero; Jossete soltó su puñal y golpeó con el puño el suelo, en señal de sumisión.

—Respira.

El pie se levantó. Jossete escupió arena y rodó hacia un lado.

—Escúchame, traidorzuelo; los dioses me permitieron matar a un tramposo y ponerme a la cabeza de un buen ejército. Aprovecharé esta oportunidad; calla y combate para mí. De lo contrario, lárgate.

Jossete volvió a la fila con los ojos bajos.

El ejército de Suti avanzaba hacia el norte, flanqueando el valle del Nilo a buena distancia de las zonas habitadas; iba por el itinerario más difícil y menos frecuentado. Con un innato sentido del mando, el joven guerrero sabía repartir esfuerzos e inspirar confianza a sus hombres; nadie discutía su autoridad.

El general y Pantera cabalgaban a la cabeza de sus tropas; la libia saboreaba cada segundo de la imposible conquista, como si se convirtiera en propietaria de aquella inhóspita tierra. Suti, atento, escuchaba el desierto.

—Hemos despistado a los policías —afirmó ella.

—La diosa de oro se engaña; nos siguen los pasos desde hace dos días.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Pones en duda mi instinto?

—¿Por qué no atacan?

—Porque somos demasiado numerosos; deben de estar reagrupando varias patrullas.

—¡Golpeemos primero!

—Paciencia.

—No quieres matar egipcios, ¿verdad? ¡Ésa es tu gran idea! ¡Dejar que tus compatriotas te acribillen con sus flechas!

—Si no somos capaces de librarnos de ellos, ¿cómo te ofreceré un reino?

«Los de la vista penetrante» no creían lo que estaban viendo. Acompañados por temibles perros recorrían sin cesar las extensiones desiertas, interpelaban a los bandoleros beduinos, protegían las caravanas y velaban por la seguridad de los primeros. Ni un solo movimiento de un nómada pasaba inadvertido, ningún merodeador gozaba por mucho tiempo de su latrocinio. Desde hacia decenios, «los de la vista penetrante» acababan de raíz con el menor conato de turbar el orden establecido.

Cuando un explorador solitario había advertido la presencia de una tropa armada procedente del sur, ningún oficial le había creído; había sido necesario el alarmista informe de una patrulla para poner en marcha una intervención que exigía la coordinación de policías dispersos por un vasto territorio.

Establecida su confluencia, «los de la vista penetrante» dudaron sobre la conducta a seguir. ¿Quiénes eran aquellos soldados perdidos, quién los mandaba, qué querían? La insólita alianza de nubios y libios auguraba un duro conflicto; sin embargo, los policías del desierto estaban seguros de eliminar a los intrusos sin pedir ayuda al ejército. Realizarían así una hazaña que aumentaría su prestigio y les valdría ventajas materiales.

El enemigo había cometido un grave error al acampar tras una línea de colinas, desde la que los policías se lanzarían al asalto; atacarían al anochecer, cuando la atención de los centinelas se relajara.

Rodearlos primero; disparar luego una nube de mortales flechas; terminar, por fin, cuerpo a cuerpo. La operación sería rápida y brutal: si quedaban prisioneros, los harían hablar.

Cuando rugió el desierto, el viento se levantó; «los de la vista penetrante» intentaron en vano descubrir centinelas. Temiendo una trampa, avanzaron con extremada prudencia. Cuando llegaron a lo alto de las colinas, los grupos de asalto no habían dado con ningún adversario. Desde aquella posición favorable observaron el campamento; descubrieron, estupefactos, que estaba vacío. Carros abandonados, caballos en libertad, tiendas plegadas atestiguaban la desbandada del extraño ejército. Sabiéndose descubierta, la heteróclita tropa había decidido dispersarse.

Fácil victoria, ciertamente, a la que seguiría una persecución encarnizada y el arresto de todos los soldados. Reticentes a cualquier forma de pillaje, los policías establecieron una lista detallada del material capturado. El Estado les concedería parte de él.

Desconfiados, penetraron en pequeños grupos en el campamento, cubriéndose unos a otros; los más audaces llegaron a los carros, quitaron las recias telas y descubrieron los lingotes de oro. Llamaron en seguida a sus colegas, que se reunieron alrededor del tesoro. Fascinados, la mayoría abandonaron sus armas y se sumieron en la contemplación del divino metal.

El desierto se levantó en decenas de lugares. Suti y sus hombres se habían ocultado enterrándose; apostando por el atractivo que ejercerían un campamento vacío y el cargamento de oro, sabían que su prueba sería de corta duración. Aparecieron por la espalda de los policías; cercados, éstos comprendieron que resistir sería inútil.

Suti trepó a un carro y se dirigió a los vencidos.

—Si sois razonables, nada tenéis que temer. No sólo salvaréis la vida sino que también os haréis ricos, como los libios y los nubios que están a mis órdenes. Me llamo Suti; antes de mandar este ejército serví como teniente de carros en el ejército egipcio. Yo libré a vuestra corporación de una oveja negra, el general Asher, traidor y asesino; yo ejecuté la sentencia promulgada por la ley del desierto. Hoy soy el dueño del oro.

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