El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (35 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—Perdiste este objeto en Coptos.

Lentamente, Djui se dio la vuelta.

En la puerta del taller estaba Kem, el jefe de policía.

—Os equivocáis.

—Con este cuchillo abres el flanco de los cadáveres.

—No soy el único que realiza momificaciones…

—Eres el único que ha viajado mucho desde hace algunos meses.

—Eso no es una falta.

—Cada vez que abandonas tu puesto estás obligado a advertirlo; de lo contrario, tus colegas se quejarían. Pues bien, tus desplazamientos coinciden con los del visir, a quien has intentado, en vano, suprimir varias veces.

—Mi oficio es tan difícil que a menudo necesito tomar el aire.

—En tu profesión se vive apartado y no se abandona el lugar de trabajo. No tienes familia en Tebas.

—La región es hermosa; tengo derecho a recorrerla, como cualquier otro.

—Conoces bien los venenos.

—¿Qué sabéis vos?

—He consultado tu hoja de servicios. Antes de preparar las momificaciones trabajaste como ayudante en el laboratorio del hospital; tu conocimiento del lugar facilitó tus robos.

—No está prohibido cambiar de actividad.

—También manejas perfectamente el bastón arrojadizo; tu primer oficio fue cazador de pájaros.

—¿Es un crimen acaso?

—Todos los indicios coinciden; tú eres el devorador de sombras encargado de asesinar al visir Pazair.

—Os equivocáis.

—Una prueba formal: este cuchillo de obsidiana de elevado precio. En la empuñadura tiene una marca distintiva, la de los encargados de la momificación, y un número que corresponde al taller de Saqqara. No deberías haberlo perdido, Djui, pero no querías separarte de él. Te ha perdido el amor por tu oficio, el amor a la muerte.

—En un tribunal esta prueba será insuficiente.

—Sabes muy bien que no; y la última confirmación está aquí, estoy seguro.

—¿Un registro?

—Es indispensable.

—Me opongo porque soy inocente.

—¿Qué puedes temer?

—Es mi dominio; nadie tiene derecho a violarlo.

—Soy el jefe de policía; antes de abrirme tu sótano, deja el garfio de hierro. No me gusta verte con un arma en la mano.

Djui obedeció.

—Pasa delante.

Djui comenzó a bajar la escalera de desgastados y resbaladizos peldaños. Dos antorchas, permanentemente encendidas, iluminaban un inmenso sótano donde se amontonaban los sarcófagos. Al fondo había una veintena de vasos destinados a recibir el hígado, los pulmones, el estómago y los intestinos de los difuntos.

—Ábrelos.

—Sería un sacrilegio.

—Correré ese riesgo.

El nubio quitó una tapa que representaba la cabeza de un babuino, otra de perro, una tercera de halcón; los recipientes contenían sólo vísceras.

En el cuarto, cuya tapa reproducía la cabeza de un hombre, había un gran lingote de oro. Kem prosiguió sus investigaciones y descubrió tres más.

—El precio de tus crímenes.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, Djui parecía casi indiferente.

—¿Cuánto quieres, Kem?

—¿Cuánto me ofreces?

—Has venido sin tu babuino y sin el visir para poder vender tu silencio; ¿te bastará con la mitad de mis ganancias?

—Tendrás que satisfacer, también, mi curiosidad: ¿quién te ha pagado?

—Bel-Tran y sus cómplices. El visir y tú habéis diezmado la pandilla. Sólo él y su mujer, Silkis, siguen burlándose de vosotros. Es una zorra, puedes creerme. Ella me daba las órdenes cuando querían que suprimiera algún testigo molesto.

—¿Asesinaste tú al sabio Branir?

—Llevo la lista de mis éxitos, para recordarlos cuando sea viejo. Branir no está entre mis víctimas. No hubiera retrocedido, créeme, pero nadie me lo pidió.

—¿Quién es el culpable?

—No tengo la menor idea, y me importa un comino. Tu actuación es buena, Kem; no esperaba menos de ti. Sabía que si me identificabas, no avisarías al visir y vendrías a exigir tu paga.

—Deja en paz a Pazair.

—Será mi único fracaso… a menos que me eches una mano.

El nubio sopesó los lingotes.

—Son magníficos.

—La vida es corta; hay que saber aprovecharla.

—Has cometido dos errores, Djui.

—Hablemos del porvenir.

—El primero, haberte equivocado al evaluar lo que valgo.

—¿Lo quieres todo?

—Una montaña de oro no bastaría.

—¿Bromeas?

—El segundo, creer que
Matón
iba a perdonarte que le enviaras un rival decidido a despedazarlo. Tal vez otros sintieran compasión por ti, pero yo soy sólo un negro de escasos sentimientos y él un simio susceptible y rencoroso.
Matón
es mi amigo, estuvo a punto de morir por tu culpa; cuando clama venganza, estoy obligado a escucharlo. Gracias a él no seguirás devorando sombras.

El babuino apareció al pie de la escalera.

Kem nunca lo había visto tan furioso. Con los ojos enrojecidos, el pelaje erizado y los colmillos al aire, emitió un gruñido que helaba la sangre. No cabía ya duda alguna sobre la culpabilidad de Djui.

El devorador de sombras retrocedió,
Matón
dio un salto.

CAPÍTULO 42

T
iéndete —pidió Neferet a Suti.

—El dolor ha desaparecido.

—Debo verificar los canales del corazón y la circulación de la energía.

Neferet tomó el pulso a Suti en distintos lugares mientras consultaba la pequeña clepsidra que llevaba en la muñeca; en su interior había unas graduaciones en forma de puntos que se extendían por doce líneas verticales. Calculó los ritmos internos, los comparó entre sí y advirtió que la voz del corazón era poderosa y regular.

—Si no te hubiera operado yo misma, me costaría creer que has sido víctima recientemente de una herida; la cicatrización es dos veces más rápida que lo normal.

—Mañana dispararé el arco… si el médico en jefe del reino me autoriza a ello.

—No hagas trabajar demasiado tus músculos; sé paciente.

—Imposible, tendría la impresión de desperdiciar mi vida; ¿no debe ser parecida al vuelo de una rapaz, violento e imprevisible?

—El trato con los enfermos me hace admitir todas las formas de existencia; sin embargo, me veo obligada a ponerte un vendaje que dificultará tu esfuerzo.

—¿Cuándo regresa Pazair?

—Mañana como muy tarde.

—Espero que haya sido convincente; debemos salir de esta pasividad.

—Juzgas mal al visir; desde tu desafortunada marcha a Nubia no ha dejado de luchar contra Bel-Tran y sus aliados.

—Con insuficientes resultados.

—Los ha debilitado.

—¡Pero no eliminado!

—El visir es el primer servidor de la ley que debe hacer respetar.

—Bel-Tran sólo conoce su propia ley; por eso Pazair lucha con desiguales armas. Cuando éramos jóvenes, él evaluaba la situación y yo me lanzaba. Si se ha fijado el blanco, no fallo.

—Tu ayuda le será preciosa.

—Siempre que lo sepa todo, como tú.

—Ya he terminado el vendaje.

Pi-Ramsés estaba menos alegre que de costumbre. Los soldados habían sustituido a los viandantes, algunos carros circulaban por las calles, la marina de guerra ocupaba el puerto.

En los cuarteles, en estado de alerta, los infantes repetían ejercicios de combate. Los arqueros se entrenaban sin cesar, los oficiales superiores verificaban los arreos de sus caballos. Un aroma de guerra flotaba en el ambiente.

La guardia de palacio había sido doblada; la visita de Pazair no provocó entusiasmo alguno, como si la presencia del visir sellara una temida decisión.

El faraón ya no trabajaba en su jardín; acompañado por sus generales, estudiaba un gran mapa de Asia, desplegado en el suelo de la sala del consejo. Los militares se inclinaron ante el visir.

—¿Puedo consultaros, majestad?

Ramsés despidió a los generales.

—Estamos dispuestos a combatir, Pazair; el ejército de Seth ya se ha desplegado a lo largo de la frontera. Nuestros espías confirman que los principados de Asia intentan unirse para movilizar el máximo de soldados; el enfrentamiento será duro. Aunque mis generales me aconsejan atacar, de modo preventivo, prefiero aguardar. ¡Diríase que el porvenir me pertenece!

—Evitaremos el conflicto, majestad.

—¿Por qué milagro?

—El oro de una mina olvidada.

—¿Es una información fiable?

—Una expedición ya se ha puesto en camino, con un mapa elaborado por Suti.

—¿Tendremos la cantidad suficiente?

—Asia estará satisfecha.

—¿Qué desea Suti?

—El desierto.

—¿Hablas en serio?

—Él habla en serio.

—¿Le convendría el cargo de jefe de «los de la vista penetrante»?

—Tal vez aspire sólo a la soledad.

—¿Algún milagro más en el zurrón?

—Suti desea conocer la verdad; me propone que reúna a los pocos que han demostrado su fidelidad y no les oculte las causas de vuestra abdicación.

—Un consejo secreto…

—Un último consejo de guerra.

—¿Qué piensas tú de ello?

—Mi misión es un fracaso, puesto que no he recuperado el testamento de los dioses. Si me autorizáis a ello, movilizaré nuestras últimas fuerzas para debilitar al máximo a Bel-Tran.

La señora Silkis era víctima de su tercera crisis de histeria desde el amanecer. Tres médicos se habían sucedido a su cabecera, sin demasiado éxito; el último le había administrado un narcótico con la esperanza de que un profundo sueño la devolviera a la razón. En cuanto despertó, a media tarde, deliró, alarmando a toda la casa con sus gritos y sus convulsiones; sólo una nueva dosis de narcótico fue eficaz, aunque sus consecuencias fueran temibles: alteración de las facultades del cerebro y degradación de la flora intestinal.

Bel-Tran tomó la decisión que se imponía. Convocó a un escriba y le dictó la lista de los bienes que legaba a sus hijos, reduciendo los de su mujer al mínimo impuesto por la ley. Pese a lo que solía hacerse, había hecho establecer un contrato de matrimonio muy detallado que le autorizaba a administrar la fortuna de su esposa, en caso de imposibilidad o de notoria incompetencia por parte de Silkis. Incapacidad que fue declarada por los tres terapeutas, generosamente retribuidos. Provisto de aquellos documentos, Bel-Tran sería el único que dispondría de autoridad paterna sobre sus hijos, cuya educación ya no podía asumir Silkis.

La reina madre le había hecho un favor al poner de relieve la verdadera naturaleza de su mujer: un ser inestable, infantil a veces, cruel otras, incapaz de ocupar una función de primer plano.

Tras haberle servido como un hermoso objeto en recepciones y banquetes, ahora se convertía en un obstáculo.

¿Dónde estaría Silkis mejor tratada que en una institución especializada para enfermos mentales? En cuanto estuviera en condiciones de viajar la mandaría al Líbano.

Quedaba por establecer el acta de divorcio, documento indispensable puesto que Silkis seguía residiendo en la mansión familiar. Bel-Tran no podía esperar a que se marchara; libre de ella, estaría ya en condiciones de afrontar la última etapa que lo separaba de la realización de su sueño. Así debía recorrerse el camino del poder, separándose de inútiles compañeros de viaje.

Todo Egipto esperaba la crecida. La tierra estaba resquebrajada, como muerta; abrasada, quemada, desecada por un viento ardiente, se moría de sed, ávida del agua nutricia que pronto treparía por las riberas y rechazaría el desierto. Una sorda fatiga animaba a los hombres y los animales, el polvo cubría los árboles, las últimas parcelas de verdor se apergaminaban agotadas.

Sin embargo, el esfuerzo no cedía; los equipos se sucedían para limpiar canales, reparando pozos y cigoñales, consolidando los diques, amontonando la tierra que había caído y cerrando las grietas. Los niños se encargaban de llenar jarras con frutos secos, principal alimento durante el período en que el agua cubría las campiñas.

Al regreso de Pi-Ramsés, Pazair sintió el sufrimiento y la esperanza de su tierra; tal vez mañana Bel-Tran atacara a la misma agua, reprochándole no estar presente durante todo el año. El régimen que impondría iba a quebrar la alianza del país con los dioses y la naturaleza. Al romper el delicado equilibrio que hasta entonces habían respetado diecinueve dinastías de faraones, el economista dejaría el campo libre a las potencias del mal.

En el muelle del embarcadero principal de Menfis, Kem y el babuino policía aguardaban al visir.

—Djui era el devorador de sombras —reveló el nubio.

—¿Es culpable del asesinato de Branir?

—No, pero era el brazo ejecutor de Bel-Tran. Él asesinó a los veteranos supervivientes y a los cómplices del director de la Doble Casa blanca; fue él quien intentó suprimiros.

—¿Lo has encarcelado?


Matón
no le concedió su perdón. He dictado mi testimonio a un escriba; incluye acusaciones contra Bel-Tran, nombres y fechas. Ahora ya estáis seguro.

Acompañado por
Viento del Norte
, que llevaba un odre de agua fresca, Suti se acercó a Pazair.

—¿Ha aceptado Ramsés?

—Sí.

—Reúne inmediatamente tu consejo; estoy dispuesto a combatir.

—Antes me gustaría intentar una última gestión.

—Tenemos el tiempo contado.

—Ya han salido mensajeros llevando mis convocaciones; el consejo se reunirá mañana.

—Es tu última oportunidad.

—La última oportunidad de Egipto.

—¿Cuál es esta última gestión?

—No correré riesgo alguno, Suti.

—Permite que te acompañe.

—Aceptad la presencia de
Matón
—insistió Kem.

—Imposible —repuso el visir—; debo ir solo.

A unos treinta kilómetros al sur de la necrópolis de Saqqara, el paraje de Licht vivía todavía como en tiempos del Imperio Medio, horas de paz y de prosperidad. Allí se levantaban los templos y pirámides dedicados a los faraones Amenemhat I y Sesostris I, poderosos monarcas de la duodécima dinastía que, tras un período de agitaciones, habían hecho feliz Egipto. Desde aquella lejana época, setecientos años antes del reinado de Ramsés II, se respetaba la memoria de los ilustres soberanos. Sacerdotes del
ka
celebraban ritos cotidianos para que el alma de los reyes difuntos siguiera presente en la tierra e inspirara la acción de sus sucesores.

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