El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (32 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Apoyado en su nudoso bastón, el anciano había salido de su cubil para defender su causa. El juez del pueblo, un campesino amigo del alcalde y enemigo de infancia de Pepi, no parecía decidido a escuchar los argumentos del pastor a pesar de varias protestas.

—He aquí la sentencia: se decide que…

—Investigación insuficiente.

—¿Quién se atreve a interrumpirme?

Pazair avanzó.

—El visir de Egipto.

Todos reconocieron a Pazair, que había comenzado su carrera de juez en el pueblo donde había nacido.

Sorprendidos y admirados, se inclinaron.

—Según la ley, yo dirijo este tribunal —decretó.

—El expediente es complejo —masculló el alcalde.

—Lo conozco bien, gracias a los documentos que me ha enviado el encargado del correo.

—Los cargos contra Pepi…

—Sus deudas están pagadas; el caso queda, pues, reducido a nada. El pastor conservará la tierra que le legó el padre de su padre.

Aclamaron al visir, le dieron cerveza y flores. Finalmente, se quedó a solas con el héroe del día.

—Sabía que volverías —dijo Pepi—; has elegido bien el momento. En el fondo, a pesar de tu extraño oficio, no eres un mal tipo.

—Ya lo ves, un juez puede ser justo.

—De todos modos, seguiré desconfiando. ¿Vuelves a instalarte aquí?

—Por desgracia, no. Tengo que marcharme a Coptos.

—Dura tarea la del visir; preservar la felicidad de la gente, eso es lo que esperan de ti.

—¿A quién no le abrumaría esa carga?

—Imita a la palmera. Cuanto más tiran de ella hacia abajo, cuanto más intentan doblarla, más se levanta y crece hacia lo alto.

CAPÍTULO 39

P
antera degustó un pedazo de sandía, se bañó, se secó al sol, bebió cerveza fresca y se acurrucó contra Suti, cuya mirada permanecía clavada en la ribera de Occidente.

—¿Qué temes?

—¿Por qué no atacan?

—Órdenes del visir, recuérdalo.

—Si Pazair viene, vamos…

—No vendrá. El visir de Egipto te ha abandonado; te has convertido en un rebelde y en un fuera de la ley. Cuando nuestros medios no puedan más, estallarán disensiones; los libios se enfrentarán muy pronto con los nubios y «los de la vista penetrante» volverán al buen camino. El ejército ni siquiera tendrá que combatir.

Suti acarició los cabellos de Pantera.

—¿Qué propones?

—Rompamos el cerco. Mientras nuestros soldados sigan obedeciéndonos, aprovechemos su deseo de victoria.

—Nos destrozarán.

—¿Qué sabes tú? Tú y yo estamos acostumbrados a los milagros. Si obtenemos la victoria, Tebas caerá en nuestras manos. Coptos me parece demasiado pequeña, ahora, y la melancolía no te sienta bien.

Él la tomó por las caderas y la levantó; con los pechos a la altura de los ojos de su amante, la cabeza echada hacia atrás, los rubios cabellos bañados por el sol y los brazos tendidos, la libia soltó un suspiro de satisfacción.

—Hazme morir de amor —imploró.

El Nilo cambiaba de aspecto; una mirada atenta descubría que el azul del río se hacía menos vivo, como si los primeros limos, procedentes del lejano sur, comenzaran a oscurecerlo. Con junio concluía la cosecha; en las campiñas comenzaba ya la trilla.

Bajo la protección de Kem y del babuino policía, Pazair había dormido en su pueblo, al aire libre; cuando era un joven juez, a menudo se entregaba a ese placer, ávido de los perfumes de la noche y de los colores del alba.

—Nos vamos a Coptos —anunció a Kem—; convenceré a Suti de que renuncie a sus insensatos proyectos.

—¿Cómo lo haréis?

—Me escuchará.

—Bien sabéis que no.

—Hemos mezclado nuestras sangres, nos comprendemos más allá de las palabras.

—No os permitiré que lo afrontéis solo.

—No hay otra solución.

Cuando ella salió del palmeral, Pazair creyó que estaba soñando. Aérea, resplandeciente, con la frente adornada por una diadema de flores de loto y con su turquesa al cuello, Neferet se acercaba a él.

Cuando la tomó en sus brazos, ella contuvo las lágrimas.

—He tenido un sueño horrible —explicó—; morías solo, a orillas del Nilo, llamándome. He venido a conjurar el maleficio.

El riesgo sería muy grande, pero el devorador de sombras tenía que correrlo. ¿Dónde estaría el visir más expuesto que en Coptos? En Menfis era intocable. Además, añadiéndose a la atenta protección, la suerte le ayudaba de un modo insolente. Algunos habrían dicho que los dioses velaban por Pazair; aunque a veces se le ocurriera esa idea, el devorador de sombras se negaba a creerlo. Versátil, el éxito acabaría cambiando de bando.

Se habían filtrado algunas indiscreciones. En el mercado se hablaba de una tropa de rebeldes, surgidos del desierto, que se habían apoderado de Coptos y amenazaban Tebas; la rápida intervención del ejército disipaba cualquier inquietud, pero la gente se preguntaba qué castigo reservaba el visir para los turbulentos. La población apreciaba que se encargara personalmente de restablecer el orden; Pazair no se comportaba como un funcionario encerrado en su despacho, sino como un hombre dispuesto a actuar sobre el terreno.

El devorador de sombras sintió un hormigueo en los dedos. Le recordó su primer asesinato, al servicio de los conjurados dirigidos por Bel-Tran. Al subir al barco que lo llevaría a Coptos tuvo la seguridad de que esta vez lo lograría.

—¡El visir! —aulló un centinela nubio.

Los habitantes de Coptos corrieron por las calles. Se anunció un ataque, se habló de un regimiento de arqueros, de varias torres de asalto montadas sobre ruedas, de centenares de carros.

Desde la terraza de la casa del alcalde, Suti llamó a la calma.

—Efectivamente es el visir Pazair —anunció con voz poderosa—. Se ha puesto su vestido oficial y está solo.

—¿Y el ejército? —preguntó una mujer angustiada.

—No hay con él soldado alguno.

—¿Qué piensas hacer?

—Salir de Coptos y hablar con él.

Pantera intentó retener a Suti.

—Es una trampa; los arqueros te matarán.

—No conoces a Pazair.

—¿Y si sus tropas lo traicionan?

—Moriría conmigo.

—No lo escuches, no cedas en nada.

—Tranquiliza a tu pueblo, diosa de oro.

Desde la proa de un navío de guerra, Neferet, Kem y el babuino, retenido a bordo, observaban a Pazair. La joven estaba muerta de miedo, el nubio no dejaba de hacerse reproches.

—Pazair se ha empecinado porque había dado su palabra… ¡Debería haberlo encerrado!

—Suti no le desea mal alguno.

—Ignoramos en qué se ha convertido; tal vez la ambición de poder lo haya vuelto loco. ¿Con qué hombre tendrá que enfrentarse el visir?

—Sabrá convencerlo.

—No puedo permanecer aquí sin hacer nada. Voy con él.

—No, Kem; respetemos sus compromisos.

—Si le ocurre alguna desgracia, arrasaré la ciudad.

El visir se había detenido a unos diez metros de la puerta principal de Coptos, que daba al Nilo. Había tomado la enlosada avenida que llegaba al embarcadero, jalonada por pequeños altares donde, durante las procesiones, los sacerdotes depositaban ofrendas.

Con los brazos caídos, muy digno con sus rígidas y pesadas vestiduras, Pazair vio aparecer a Suti; su piel estaba bronceada, tenía el cabello largo y se había vuelto más ancho de hombros que antes. Llevaba un collar de oro y en el cinturón de su paño una daga con empuñadura de oro.

—¿Quién se acerca al otro?

—¿Respetas todavía nuestra jerarquía?

Suti avanzó.

Los dos hombres quedaron frente a frente.

—Me has abandonado, Pazair.

—Ni un solo instante.

—¿Cómo creerte?

—¿Te he mentido alguna vez? Mi posición de visir me impedía violar la ley incumpliendo la sentencia dictada contra ti. Pero la guarnición de Tjaru no te persiguió, después de tu evasión, porque yo había ordenado que permanecieran en la fortaleza. Luego perdí tu pista, pero sabía que regresarías. Aquel día, yo estaría presente, y aquí me tienes. Habría preferido una reaparición más discreta; pero ésta también me satisface.

—Para ti soy un rebelde.

—No he recibido queja alguna en este sentido.

—He invadido Coptos.

—No hay muertos, ni heridos, ni conflicto alguno.

—¿Y el alcalde?

—Se ha dirigido al ejército, que efectúa maniobras cerca de aquí. Desde mi punto de vista, no se ha cometido ningún acto irremediable.

—Olvidas que la ley me condena a ser esclavo de la señora Tapeni.

—La señora Tapeni ha sido privada de sus derechos cívicos. Así paga su lamentable intento de aliarse con Bel-Tran. No imaginaba que detestara tanto a las mujeres.

—Lo que significa que…

—Lo que significa que se te concederá el divorcio si lo deseas; podrías incluso exigir parte de sus bienes, pero no te lo aconsejo por la probable duración del procedimiento.

—¡Sus bienes me importan un bledo!

—¿Te ha colmado tu diosa de oro?

—Pantera me salvó la vida en Nubia; pero la justicia egipcia la condenó al exilio definitivo.

—No es cierto, porque su pena estaba vinculada a la tuya. Además, un acto de heroísmo en favor de un egipcio me autoriza a revisar la sentencia. Pantera es libre de circular por nuestro territorio

—¿Dices la verdad?

—Como visir, estoy obligado a ello. Estas decisiones, adoptadas con toda equidad, serán aprobadas por un tribunal.

—No lo creo.

—Haces mal. No te habla sólo tu hermano de sangre sino también el visir de Egipto.

—¿No estás comprometiendo tu posición?

—Importa poco; en cuanto comience la crecida, seré destituido y encarcelado. La victoria de Bel-Tran y sus aliados parece inevitable; además, la guerra amenaza.

—¿Los asiáticos?

—Bel-Tran les envió oro de mala calidad; la falta incumbe al faraón. Para lavarla, sería necesario ofrecerles el doble. No tengo tiempo de recuperar nuestras reservas, insuficientes por culpa de Bel-Tran. Mire a donde mire, la trampa se ha cerrado. Al menos, os habré salvado, a ti y a Pantera; aprovéchate de Egipto durante las semanas que nos separan de la abdicación de Ramsés, y luego abandónalo. Este país se convertirá en un infierno, sometido a la ley del dinero griego, del beneficio y del más cruel materialismo.

—Yo tengo oro.

—¿El que había robado el general Asher y tú recuperaste?

—Bastaría, casi, para pagar las deudas de Egipto.

—Gracias a ti evitaríamos una invasión.

—Deberías mostrarte más curioso.

—¿Es eso una negativa?

—No lo comprendes: he descubierto la ciudad del oro, perdida en el desierto. ¡Inmensas reservas de material precioso! Ofrezco a Coptos un carro lleno de lingotes; a Egipto, lo que ascienda su deuda.

—¿Lo aceptará Pantera?

—Te será necesaria mucha diplomacia; ¡ha llegado la ocasión de demostrar tu talento!

Los dos amigos se arrojaron uno en brazos del otro.

Durante las fiestas del dios Min, patrón de la ciudad, Coptos caía en una de las celebraciones más desenfrenadas del país. Potencia que regía la fecundidad del cielo y de la tierra, Min incitaba a los jóvenes y las muchachas a comulgar en el reciproco impulso de su deseo. Cuando se proclamó el acuerdo de paz, el júbilo estalló con una exaltación digna de los festejos tradicionales.

Por decisión del visir, Coptos sería beneficiaria del oro de Suti, libre de impuestos; los libios eran enrolados como infantes en el cuerpo de ejército acantonado en Tebas, los nubios como arqueros de élite y «los de la vista penetrante» volvían a su misión de vigilar las caravanas y a los mineros, sin sufrir sanción alguna.

Nadie igualaba a los soldados del ejército regular cuando banqueteaban y bromeaban; en la cálida noche de junio, las carcajadas brotaban sin cesar bajo la protección de la luna llena.

Suti y Pantera recibieron al visir y a Neferet en la mansión del alcalde, puesta oficialmente a disposición del primer ministro.

La rubia libia, con sus deslumbrantes joyas de oro, ponía mala cara.

—Me niego a abandonar la ciudad; la hemos conquistado y nos pertenece.

—Abandona tu sueño —recomendó Suti—, nuestras tropas han desaparecido.

—Tenemos oro suficiente para comprar todo Egipto.

—Comienza salvándolo —recomendó Pazair.

—¡Salvar yo a mi enemigo hereditario!

—También os interesa evitar una invasión asiática; si se produce, vuestro tesoro no valdrá mucho.

Pantera miró a Neferet buscando su aprobación.

—Comparto la opinión del visir; ¿de qué os serviría la fortuna si no podéis disponer de ella?

Pantera estimaba a Neferet. Presa de la duda, se levantó nerviosa, y recorrió el vasto salón.

—¿Cuáles son vuestras exigencias? —preguntó Pazair.

—Como salvadores de Egipto —declaró Pantera, soberbia—, podemos ser muy exigentes. Puesto que estamos ante el visir, será mejor que vayamos al grano: ¿qué está dispuesto a concedernos?

—Nada.

Ella dio un respingo.

—¿Qué quiere decir nada?

—Los dos quedaréis libres de cualquier acusación e inmaculados ante la ley, porque no habéis cometido delito alguno. El alcalde de Coptos aceptará vuestras excusas y el oro que enriquecerá su ciudad, cuya felicidad habréis labrado; ¿por qué va a importunaros?

Suti soltó la carcajada.

—¡Mi hermano de sangre es increíble! Por su boca habla la justicia, pero no olvida la diplomacia. ¿Te has convertido en un verdadero visir?

—Eso intento.

—Ramsés es un genio, puesto que te ha elegido; y yo tengo la suerte de ser tu amigo.

Pantera se indignó.

—¿Qué reino vas a ofrecerme, Suti?

—¿No te basta mi vida, diosa de oro?

La libia se lanzó sobre el egipcio y le golpeó el pecho a puñetazos.

—¡Debería haberte matado!

—No desesperes.

Él la dominó y la estrechó contra sí.

—¿Te imaginabas como un noble de provincias?

Soltando a su vez la carcajada, Pantera escapó del abrazo y tomó una jarra de vino; cuando se la ofreció a Suti, él se llevó la mano a los ojos.

—Está ciego a causa de una picadura de escorpión —gritó mientras soltaba el recipiente.

Neferet la tranquilizó.

—No os preocupéis; los accesos de ceguera nocturna son una enfermedad rara, es cierto, pero la conozco y la curaré.

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