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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (34 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Un vértigo la hizo vacilar; se llevó la mano a la frente.

—¿Qué me sucede…? ¿Por qué os he confesado todo eso…?

—Porque habéis bebido cerveza con mandrágora; su sabor es insípido, pero desata la lengua. Gracias a ella, los espíritus débiles se liberan de sus secretos.

—¿Qué he dicho? ¿Qué os he revelado?

—La mandrágora ha actuado rápidamente porque sois una drogada —indicó la reina madre.

—¡Qué dolor de vientre!

Silkis se levantó. La isla y el cielo oscilaban. Cayó de rodillas, cubriéndose la cara con las manos.

—El tráfico de
Libros de los muertos
es un crimen abominable —dijo Tuy—; habéis especulado, con increíble crueldad, con el dolor de los demás. Yo misma os denunciaré al tribunal del visir.

—¡Será inútil! Muy pronto seréis mi sierva —dijo levantando la cabeza.

—No lo conseguiréis, Silkis, pues el fracaso está en vos y nunca lograréis convertiros en una dama de la corte. Todo el mundo conocerá vuestras torpezas; nadie os aceptará, aunque dispongáis de algún poder. Ya veréis, es una situación inaguantable; gente más dura que vos se vio obligada a renunciar a sus ambiciones.

—Bel-Tran os pisoteará.

—Soy una anciana y no temo a los bandidos de su clase; mis antepasados lucharon contra invasores tan peligrosos como él, y los vencieron. Si esperaba vuestra ayuda, quedará decepcionado: ya no le seréis de utilidad alguna.

—Le ayudaré, lo conseguiremos.

—Seréis incapaz de hacerlo: limitada inteligencia, nervios frágiles, carencia de personalidad propia, fuego destructor alimentado por el odio y la hipocresía. No sólo le perjudicaréis sino que, además, antes o después, acabaréis traicionándolo.

Silkis pataleó y golpeó el suelo con los puños.

Tras un signo de Tuy, la barca azul se dirigió a la orilla.

—Llevad al puerto a esta mujer —ordenó Tuy a la tripulación—, y que abandone inmediatamente Pi-Ramsés.

Silkis sintió deseos de dormir; se derrumbó en la embarcación con la cabeza llena de insoportables zumbidos, como si unas abejas le devoraran el cerebro.

La reina madre, serena, contempló las apacibles aguas del lago de recreo, sobre el que revoloteaban las golondrinas.

CAPÍTULO 41

A
poyándose en el hombro de Pazair, Suti dio los primeros pasos por la cubierta del barco que los devolvía a Menfis. Neferet vigiló la experiencia, satisfecha de las facultades de recuperación de su amigo; Pantera admiró a su héroe, soñando con un inmenso río que le pertenecería y del que sería reina. De norte a sur y de sur a norte circularían en una inmensa barca, cargada del oro que ofrecerían a los poblados diseminados por las orillas. Puesto que era imposible conquistar por la fuerza un imperio, ¿por qué no utilizar la donación? El día en que las minas de la ciudad desaparecida se agotaran, el pueblo entero celebraría los nombres de Pantera y Suti. Tendida en el techo de la cabina, confió su cuerpo de cobre a las ardientes caricias del sol estival.

Neferet cambió el apósito de Suti.

—La herida va bien; ¿cómo te sientes?

—Todavía no soy capaz de combatir, pero me mantengo en pie.

—¿Puedo rogarte que descanses? De lo contrario, los tejidos tardarán en reconstituirse.

Suti se tendió en una estera, a la sombra de una tela puesta entre cuatro estacas. Gracias al sueño, sus fuerzas reaparecerían.

Neferet observó el Nilo; Pazair la abrazó.

—¿Crees que la crecida será precoz?

—Las aguas aumentan, pero su color se modifica lentamente; tal vez tengamos algunos días de respiro.

—Cuando la estrella Sothis brille en el cielo, Isis derramará lágrimas y la energía de la resurrección animará el río nacido en el más allá; como cada año, la muerte será vencida. Y, sin embargo, el Egipto de nuestros padres desaparecerá.

—Imploro cada noche al alma de nuestro maestro desaparecido; tengo la seguridad de que no se ha alejado de nosotros.

—Un completo fracaso, Neferet: no he identificado al asesino ni he encontrado el testamento de los dioses.

Kem se acercó a la pareja.

—Perdonad que os moleste, pero me gustaría proponeros un ascenso.

Pazair se sorprendió.

—¿Vos, Kem, os preocupáis por los ascensos?

—El oficial de policía
Matón
lo merece.

—Debería haberlo pensado hace tiempo; sin él, yo ya estaría en la orilla de Occidente.

—No sólo os ha salvado la vida, sino que nos ha ofrecido el medio de identificar al devorador de sombras. ¿No vale esta hazaña el grado de teniente con aumento de sueldo?

—¿Cuál es ese medio, Kem?

—Dejad que
Matón
concluya la investigación; yo le ayudaré.

—¿De quién sospecháis?

—Tengo que hacer algunas averiguaciones antes de obtener el nombre del culpable; pero no escapará.

—¿Cuánto tiempo requerirán vuestras investigaciones?

—Un día en el mejor de los casos, una semana en el peor; cuando
Matón
esté frente a él, lo identificará.

—Tendréis que detenerlo para que sea juzgado.

—El devorador de sombras ha cometido varios crímenes.

—Si no convencéis a
Matón
de que lo respete, me veré obligado a apartarlo de la investigación.

—El devorador de sombras intentó suprimirlo enviando contra él otro babuino; ¿cómo va a olvidarlo? Impedirle cumplir su misión sería una injusticia.

—Debemos saber si el devorador de sombras es el responsable de la muerte de Branir, y a qué dueño sirve.

—Lo sabréis, no puedo prometeros nada más. ¿Cómo contener a
Matón
si lo provocan? Es fácil elegir entre la vida de un valiente y la de un monstruo.

—Sed muy prudentes los dos.

Cuando Bel-Tran cruzó el umbral de su mansión, nadie salió a su encuentro. Contrariado, llamó a su intendente. Sólo respondió un jardinero.

—¿Y el intendente?

—Se ha marchado con dos sirvientas y vuestros hijos.

—¿Estás borracho?

—Es verdad, os lo aseguro.

Furibundo, Bel-Tran entró en la mansión y chocó con la camarera de Silkis.

—¿Dónde están mis hijos?

—Se han ido a vuestra casa del delta.

—¿Quién lo ha ordenado?

—Vuestra esposa.

—¿Dónde está?

—En su alcoba, pero…

—Hablad.

—Está muy deprimida; desde su regreso de Pi-Ramsés no ha dejado de llorar.

Bel-Tran atravesó a grandes pasos las estancias de la casa e irrumpió en los aposentos privados de su esposa. Inmóvil, en posición fetal, sollozaba.

—¿Enferma todavía?

La sacudió, pero ella no reaccionó.

—¿Por qué has enviado a los niños al campo? ¡Responde!

Le retorció las muñecas obligándola a sentarse.

—¡Responde, te lo ordeno!

—Están… en peligro.

—Tonterías.

—Yo también estoy en peligro.

—¿Qué ha ocurrido?

Sollozando, Silkis le contó su entrevista con la reina madre.

—Esa mujer es un monstruo, me ha destrozado.

Bel-Tran no tomó a la ligera el relato de su esposa; le hizo repetir incluso las acusaciones formuladas por Tuy.

—Sobreponte, querida.

—¡Una trampa! ¡Me ha hecho caer en una trampa!

—Tranquilízate; muy pronto no tendrá poder alguno.

—No lo comprendes: ya no tengo posibilidad alguna de que me admitan en la corte. Todos mis gestos serán discutidos, todas mis actitudes criticadas, la menor de mis iniciativas vilipendiada. ¿Quién puede resistir semejante persecución?

—Tranquilízate.

—¡Tranquilizarme cuando Tuy está arruinando mi reputación!

Silkis montó en violenta cólera, aullando frases incomprensibles en las que se mezclaban el intérprete de los sueños, el devorador de sombras, sus hijos, un trono inaccesible e intolerables dolores intestinales.

Bel-Tran la abandonó pensativo. Tuy era una mujer lúcida; Silkis, a causa de sus desarreglos mentales, sería incapaz de integrarse en la corte de Egipto.

Pantera soñaba. El viaje por el Nilo, junto al visir y Neferet, le había ofrecido con toda seguridad unos instantes de insólita serenidad, en el corazón de su tumultuosa existencia. Sin confesárselo a Suti, pensaba en una gran mansión rodeada de un jardín, avergonzándose de renunciar, aunque sólo fuera por unas horas, a su sed de conquistas. La presencia de Neferet apaciguaba el fuego que la devoraba desde que tenía que luchar para sobrevivir; Pantera descubría las virtudes de la ternura, de la que siempre había desconfiado como de una enfermedad mortal.

Egipto, aquella tierra detestada, se convertía en puerto de paz.

—Debo hablaros —declaró gravemente al visir, que estaba sentado en la posición del escriba.

Pazair redactaba un decreto sobre la protección, en las provincias, de una especie animal que estaba prohibido matar y consumir.

—Os escucho.

—Vayamos a popa; me gusta contemplar el Nilo.

Acodados en la borda, como dos maravillados viajeros, el visir y la libia dialogaron mientras el agua fluía.

Por los caminos de tierra, en lo alto de las colinas, unos asnos avanzaban con paso regular llevando cargas de cereales; alrededor de los pollinos jugueteaban los niños. En los poblados, a la sombra de las palmeras, las mujeres preparaban cerveza; en los campos, los campesinos concluían la trilla al son de una flauta que tocaba antiguas melodías. Todos aguardaban la crecida.

—Os doy mi oro, visir de Egipto.

—Suti y vos habéis descubierto una mina abandonada; os pertenece.

—Guardad las riquezas para los dioses; harán de ellas mejor uso que los mortales. Pero permitidme vivir aquí y olvidar el pasado.

—Debo deciros la verdad: dentro de un mes, este país cambiará de año. Sufrirá tales trastornos que no podréis reconocerlo.

—Un mes de tranquilidad es mucho.

—Mis amigos serán perseguidos, detenidos, tal vez ejecutados; si me ayudáis, seréis denunciada.

—No cambiaré de opinión. Tomad el oro, evitad la guerra con Asia.

Y regresó al techo de la cabina, adoradora de un sol cuya violencia domeñaba.

Suti tomó su lugar.

—Camino y ya muevo el brazo izquierdo; estoy dolorido, pero es satisfactorio. Tu mujer es una hechicera.

—Pantera no le va a la zaga.

—¡Una verdadera bruja! La prueba es que todavía no he conseguido librarme de ella.

—Ha donado vuestro oro a Egipto para evitar un conflicto con los asiáticos.

—Me veo obligado a aceptarlo.

—Desea ser feliz contigo; creo que Egipto la ha conquistado.

—¡Qué horrible porvenir! ¿Tendré que exterminar un batallón de libios para devolverle el vigor? Olvidémosla; tú eres quien me preocupa.

—Ya conoces la verdad.

—Sólo una parte; pero advierto que estás ahogándote en tu principal defecto: el respeto por los demás.

—Es la ley de Maat.

—¡Tonterías! Estás en guerra, Pazair, y recibes demasiados golpes sin devolverlos. Una semana más y, gracias a Neferet, iniciaré de nuevo la ofensiva. Déjame actuar a mi modo y dificultar el juego del adversario.

—¿No te apartarás del camino de la legalidad?

—Cuando se inician las hostilidades es preciso trazar el propio camino; de lo contrario, se cae en una emboscada: Bel-Tran es un enemigo como los demás.

—No, Suti; dispone de un arma decisiva contra la que ni tú ni yo podemos hacer nada.

—¿Cuál?

—Debo mantener silencio.

—Te queda poco tiempo para actuar.

—Cuando comience la crecida, Ramsés abdicará. Será incapaz de vivir su regeneración.

—Tu actitud resulta absurda; hasta ahora has tenido razones para dudar de los unos y los otros. Pero ahora que has reunido a los seres en quien confías, revélales la naturaleza de esta arma y las verdaderas razones de la incapacidad de Ramsés. Juntos encontraremos una solución.

—Debo consultar al faraón; sólo él puede permitirme acceder a tu petición. Desembarcaréis en Menfis y yo seguiré el viaje hasta Pi-Ramsés.

Neferet depositó lotos, acianos y lirios en el altar de la pequeña capilla abierta a los vivos; así seguía en comunión con el alma de Branir, cuyo cuerpo de luz, destinado a la resurrección de Osiris, descansaba en un sarcófago, en el seno de la madre tierra.

Por una grieta abierta en un muro de la tumba contempló la estatua del maestro asesinado. Estaba de pie, en actitud de marcha, con los ojos levantados al cielo. Las tinieblas le parecieron menos profundas que de ordinario; sorprendida, sintió que la mirada de Branir se clavaba en ella con desacostumbrada intensidad. No eran ya los ojos de un muerto, sino los de un vivo que regresaba del otro mundo para transmitirle un mensaje, más allá de las palabras y pensamientos humanos.

Conmovida, abandonó toda reflexión para percibir, a través del corazón, la verdad de lo inefable. Y Branir le habló, como antaño, con su voz grave y mesurada. Evocó la luz que alimentaba a los justos, la belleza de los paraísos donde el pensamiento bogaba entre las estrellas.

Cuando calló, la joven supo que había abierto un camino que el visir debía recorrer. La victoria del mal no era ineluctable.

Al salir del inmenso dominio funerario de Saqqara, Neferet se cruzó con Djui. Pálido, de interminables manos y frágiles piernas, se dirigía hacia su taller, donde se encargaba de la momificación.

—Me he encargado de la tumba de Branir, como deseabais.

—Gracias, Djui.

—Parecéis muy conmovida.

—No es nada.

—¿Deseáis un poco de agua?

—No, debo ir al hospital. Hasta pronto.

Con fatigados pasos, Djui caminó bajo el sol implacable en dirección a una casa de minúsculas ventanas; contra las paredes había varios sarcófagos de distintas calidades. El taller estaba en un lugar aislado; a lo lejos se distinguían pirámides y tumbas.

Una pedregosa colina impedía ver palmeras y cultivos en el lindero del desierto.

Djui empujó la puerta, que se abrió chirriando; se puso un delantal de piel de cabra, cubierto de manchas oscuras, y miró con ojos apagados el cadáver que acababan de entregarle. Le habían pagado por una momificación de segunda clase, que exigiría utilizar aceites y ungüentos. Fatigado, el especialista se apoderó de un garfio de hierro, con el que extraería por la nariz el cerebro del difunto.

A sus pies cayó un cuchillo de obsidiana.

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