El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (33 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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La angustia fue de corta duración, pues los servicios médicos de Coptos disponían de los remedios necesarios. Neferet dio a Suti un medicamento a base de humor extraído de ojos de cerdo, galena, ocre amarillo y miel fermentada, machacados y convertidos en una masa compacta; le administró luego una decocción de hígado de buey, que tendría que ingerir diariamente durante tres meses para obtener una curación completa.

Pantera dormía tranquila; fatigada, Neleret se había adormecido. Suti miraba las estrellas, henchía sus ojos de luz nocturna. En compañía de Pazair paseaba por las calles de la ciudad apaciguada.

—¡Qué maravilla! Neferet me ha resucitado.

—No te ha abandonado la suerte.

—¿Qué ocurre con el reino?

—No estoy seguro de poder salvarlo, ni siquiera con tu ayuda.

—Detén a Bel-Tran y mándalo a prisión.

—A menudo he tenido la intención de hacerlo, pero eso no arrancaría las raíces del mal.

—Si todo está perdido, no te sacrifiques.

—Mientras quede la sombra de una esperanza, cumpliré la misión que me ha sido confiada.

—La tozudez es uno de tus numerosos defectos; ¿por qué obstinarse en dar cabezazos contra una pared? Escúchame por una vez. Tengo algo mejor que proponerte.

Ambos hombres pasaron ante un grupo de libios a las puertas de una taberna. Roncaban, ebrios de cerveza.

Suti levantó de nuevo los ojos al cielo, feliz de poder ver la luna y las estrellas; justo cuando el babuino policía, que seguía a distancia a los dos hombres, lanzó un grito de alarma, el joven descubrió al arquero, de pie en un tejado, dispuesto a disparar.

Echándose a un lado, se colocó ante Pazair.

Cuando Suti cayó, atravesado por una flecha, el devorador de sombras saltaba ya a un carro y emprendía la huida.

CAPÍTULO 40

L
a operación comenzó al alba y duró tres horas. Falta de sueño, Neferet extrajo energías de su interior para no cometer error alguno. Dos cirujanos de Coptos, acostumbrados a cuidar a «los de la vista penetrante», la ayudaron.

Antes de extraer la flecha, que se había clavado en el pecho de Suti, justo sobre el corazón, Neferet practicó una anestesia general. Hizo absorber al herido, a pequeños intervalos, un polvo compuesto de opio, raíz de mandrágora y piedra silicosa; durante la intervención, un ayudante diluiría el mismo polvo en vinagre y haría respirar al paciente el ácido que desprendía, para que no saliera del sueño. Para mayor seguridad, uno de los cirujanos untó el cuerpo de Suti con un bálsamo contra el dolor, cuyo principal componente era la raíz de mandrágora, poderoso narcótico.

La médico en jefe del reino comprobó el filo de sus escalpelos de piedra dura, luego amplió la incisión para retirar la punta de la flecha. La profundidad de la herida la inquietó; afortunadamente, los canales del corazón no habían sufrido, aunque Suti había perdido mucha sangre. Unas compresas de miel detuvieron la hemorragia. Con gestos lentos y precisos, la joven reparó los desgarrones, unió luego con finas tirillas, hechas de intestino bovino, los bordes de la herida principal. Dudó algunos instantes: ¿sería necesario un injerto? Confiando en su instinto y en la fortaleza de Suti, renunció a ello. Las primeras reacciones de la piel confirmaron su opinión; consolidó también los puntos de sutura con tiras de tela adhesiva, cubiertas de grasa y miel. Luego vendó el torso del herido con un tejido vegetal muy suave.

Desde un punto de vista técnico, la operación era un éxito; pero ¿despertaría Suti?

Kem registró el tejado desde el que había disparado el devorador de sombras. Recogió el arco nubio que el asesino había utilizado, antes de saltar a la calleja donde lo esperaba un carro robado a los libios.
Matón
se había lanzado en su persecución, sin conseguir alcanzarlo. El asesino había desaparecido en campo abierto.

El jefe de policía buscó en vano testigos fiables; uno u otro habían visto un carro que salía de la ciudad en plena noche, pero nadie era capaz de dar una descripción precisa del conductor.

Kem sintió deseos de arrancarse la nariz de madera y pisotearla.

La pata del babuino, agarrando su muñeca, le disuadió.

—Gracias por tu ayuda,
Matón
.

El simio no lo soltó.

—¿Qué quieres?

Matón
volvió la cabeza hacia la izquierda.

—De acuerdo, te sigo.

Condujo a Kem hasta la esquina de una calleja y le mostró un mojón de piedra, arañado al pasar el carro.

—Tienes razón, huyó por aquí, pero…

El babuino llevó a su superior algo más lejos, por el camino que había seguido el vehículo. Se inclinó sobre un agujero de la calzada, luego retrocedió indicando a Kem que lo explorara. Intrigado, el nubio lo hizo. En el fondo del agujero había un cuchillo de obsidiana.

—Lo ha perdido sin darse cuenta…

Kem palpó el objeto.

—Oficial de policía
Matón
, creo que acabas de procurarnos un indicio decisivo.

Cuando Suti despertó contempló la sonrisa de Neferet.

—Estaba muy asustada —confesó la muchacha.

—¿Qué significa una flecha comparada con las zarpas de un oso? Me has salvado por segunda vez.

—Unos centímetros más y el asesino te habría perforado el corazón.

—¿Quedarán secuelas?

—Tal vez una cicatriz, pero el frecuente cambio de apósito debería evitarlo.

—¿Cuándo estaré en pie?

—Muy pronto, gracias a tu robusta constitución. Me pareces más fuerte todavía que en tu primera operación.

—Mi muerte se divierte, y yo también.

La voz de Neferet tembló de emoción.

—Te has sacrificado por Pazair… No sé cómo agradecértelo.

Él tomó tiernamente su mano.

—Pantera me roba todo el amor de que dispongo; de lo contrario, ¿cómo no estar loco por ti? Nadie os separará, a ti y a Pazair; el destino se desgastará contra vuestra pareja. Hoy yo he sido elegido como escudo; y me siento orgulloso, Neferet, muy orgulloso.

—¿Puede hablarte Pazair?

—Si el cuerpo médico lo permite…

El visir estaba tan conmovido como su esposa.

—No deberías haber arriesgado tu vida, Suti.

—Creí que un visir no decía tonterías.

—¿Sufres?

—Neferet es una terapeuta extraordinaria; casi no noto nada.

—Interrumpieron nuestra conversación.

—Lo recuerdo.

—Bueno, ¿y ese consejo?

—¿Cuál es, a tu entender, mi más querido deseo?

—Según tus palabras, darte la gran vida, amar, festejar, embriagarte con cada nuevo sol.

—¿Y el tuyo?

—Ya lo sabes: retirarme a mi pueblo con Neferet, lejos de la agitación a la que me veo obligado.

—El desierto me ha cambiado, Pazair; él es mi porvenir y mi reino. He aprendido a compartir sus secretos y a alimentarme con su misterio. Lejos de él me siento pesado y viejo; en cuanto la planta de mis pies entra en contacto con la arena, soy joven e inmortal. No hay ley más verdadera que la del desierto; únete a mí, tú también eres así. Partamos juntos, abandonemos este mundo de compromisos y mentiras.

—Suti, el visir existe para combatirlos y hacer que reine la rectitud.

—¿Lo lograrás?

—Cada día me ofrece su parte de victorias y denotas, pero Maat sigue gobernando Egipto; cuando reine Bel-Tran, la justicia abandonará esta tierra.

—No esperes ese momento.

—Ayúdame en mi combate.

Como si fuera una negativa, Suti se volvió de lado.

—Déjame dormir; ¿cómo podré combatir si estoy falto de sueño?

El barco de la reina madre había llevado a Silkis del puerto de Menfis al de Pi-Ramsés; en su cabina, bien ventilada y protegida del ardiente sol de junio, la esposa de Bel-Tran había disfrutado de los atentos cuidados de un afanoso personal. Le habían dado masajes y la habían perfumado, le habían ofrecido zumo de fruta y paños frescos para colocar en la frente y la nuca, de modo que su viaje fue una maravilla.

En el embarcadero, una silla de manos, provista de dos parasoles, estaba a su disposición. El trayecto fue corto, pues llevaron a Silkis a orillas del lago de la residencia real. Dos portadores de sombrilla embarcaron con ella en un esquife pintado de azul. Sin brusquedades, los remeros la llevaron a una isla donde, sentada en un quiosco de madera, Tuy leía poemas del Imperio Antiguo, celebrando la sublime belleza de los paisajes egipcios y el respeto que los hombres debían sentir por los dioses.

Silkis, cuyo vestido de lino era de ostentoso lujo, sentía pánico. Sus numerosas joyas no la tranquilizaban; ¿sería capaz de enfrentarse con la mujer más rica e influyente de Egipto?

—Venid a sentaros junto a mí, señora Silkis.

Con gran estupefacción de la recién llegada, la reina madre parecía más una mujer del pueblo que la madre de Ramsés el Grande. Llevaba el cabello suelto e iba descalza. El vestido era simple, de tirantes, no llevaba collares, ni brazaletes, y no iba maquillada… pero su voz llegaba al alma.

—El calor debe de haceros sufrir, hija mía.

Incapaz de hablar, Silkis se sentó en la hierba sin pensar en las inevitables manchas verdes que estropearían el precioso lino.

—Poneos cómoda, nadad si lo deseáis.

—No… no me apetece, majestad.

—¿Cerveza fresca?

Paralizada, Silkis aceptó un largo recipiente, provisto de un fino tubo metálico que permitía aspirar el delicioso líquido. Bebió varios tragos con los ojos bajos, incapaz de soportar la mirada de Tuy.

—Me gusta el mes de junio —dijo la reina madre—; su luz es de una deslumbradora franqueza. ¿Teméis el fuerte calor?

—Re… resecan mi piel.

—¿No disponéis de cremas y maquillaje?

—Sí, claro.

—¿Consagráis mucho tiempo a embelleceros?

—Varias horas diarias… mi marido es muy exigente.

—Una carrera notable, según me han dicho.

Silkis levantó un poco la cabeza; la reina madre no había tardado en hollar el terreno donde ella la aguardaba. Su miedo se atenuó; aquella mujer impresionante, de nariz fina y recta, pómulos salientes y cuadrada barbilla, iba a convertirse en su dócil esclava. La dominó un odio parecido al que la había embargado cuando se desnudó ante el guardián en jefe de la esfinge, para dejarlo a su merced y permitir que su marido lo matara. A Silkis le gustaba estar sometida a Bel-Tran, pero deseaba que su entorno estuviera a sus pies. Comenzar humillando a la reina madre le provocaba una especie de éxtasis.

—Notable, majestad; ésa es la palabra.

—Un pequeño contable que llega a ser grande del reino… Sólo Egipto permite esta clase de ascensos. Lo importante es perder la pequeñez cuando se accede a la grandeza.

Silkis frunció el entrecejo.

—Bel-Tran es honesto, trabajador y sólo piensa en el bien común.

—La lucha por el poder engendra conflictos que yo contemplo sólo de muy lejos.

Silkis se sintió llena de júbilo; el pez mordía el anzuelo. Para darse valor, bebió un poco de cerveza fresca, tan exquisita que experimentó una sensación de relajamiento.

—En Menfis se murmura que el rey está enfermo.

—Muy fatigado, señora Silkis; lleva una carga abrumadora.

—¿No debe celebrar pronto una fiesta de regeneración?

—Esa es la tradición sagrada.

—¿Y… si el ritual mágico fracasara?

—Los dioses indicarían así que debe reinar un nuevo faraón.

En el rostro de Silkis apareció una cruel sonrisa.

—¿Y sólo sería cosa de los dioses?

—Sois enigmática.

—¿No tiene Bel-Tran madera de rey?

Pensativa, Tuy observó una bandada de patos que se deslizaban por las azules aguas del lago de recreo.

—Quiénes somos para querer levantar el velo del futuro.

—¡Bel-Tran puede hacerlo, majestad!

—Admirable.

—Él y yo contamos con vuestra ayuda; todos sabemos que vuestros juicios son acertados.

—Ese es el papel de la reina madre: ver y aconsejar.

Silkis había ganado; se sentía ligera como un pájaro, rápida como un chacal, aguda como la hoja de un puñal. Egipto le pertenecía.

—¿Cómo labró su fortuna vuestro marido?

—Ampliando su fábrica de papiro. Naturalmente, manipuló las cuentas, como en todos los puestos por los que ha pasado; ningún financiero consigue igualarlo.

—¿Ha cometido deshonestidades?

Silkis se mostró voluble.

—¡Majestad! Los negocios son los negocios. Si se desea llegar muy arriba, a veces es preciso olvidar la moral. La gente ordinaria embarranca; Bel-Tran se libró de este obstáculo. En la administración cambió todos los hábitos. Nadie ha advertido sus malversaciones; el Estado ha obtenido beneficios, pero también él. Ahora ya es demasiado tarde para acusarlo.

—¿Y os ha asegurado una fortuna personal?

—¡Naturalmente!

—¿De qué modo?

Silkis se sentía llena de satisfacción.

—¡Con la mayor audacia!

—Aclarádmelo.

—Os parecerá increíble. Se trata de un tráfico de papiro del
Libro de los muertos
; como proveedor de buena parte de la nobleza, se encarga de encontrar escribas capaces de dibujar las escenas y escribir los textos relativos a la resurrección del difunto en el otro mundo.

—¿Y de qué tipo fue el fraude?

—¡Triple! En primer lugar entregó papiro de calidad inferior a la prometida; luego redujo el volumen de los textos sin disminuir el precio de la prestación, y pagando muy poco al escriba redactor; y, por fin, repitió el proceso en las ilustraciones. Las familias de los difuntos, abrumadas por la pena, no pensaron en comprobarlo. Y tengo también una enorme reserva de monedas griegas, que aguardan en mis arcones la libre circulación del dinero… ¡Qué revolución, majestad! No reconoceréis ese viejo Egipto, sumido en inútiles tradiciones y antañonas costumbres.

—Si no me equivoco, éste es el discurso de vuestro marido.

—El único que el país debe escuchar.

—¿Pensáis alguna vez por vos misma, Silkis?

La pregunta desconcertó a la esposa de Bel-Tran.

—¿Qué queréis decir?

—¿Os parecen el robo, e1 crimen y la mentira pilares adecuados para un reinado?

Exaltada, Silkis no retrocedió.

—¿Por qué no, si son necesarios? Hemos ido demasiado lejos para retroceder. ¡Yo también soy cómplice y culpable! Lamento no haber suprimido al sabio Branir y al visir Pazair, los principales obstáculos para…

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