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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (18 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—«… Roba huesos enteros de albérchigo que calcinarás sobre el fuego hasta que queden como el carbón más negro…, y tras molerlos, los dejarás cien días en una imprenta sin que el impresor lo sepa. Con agua de río, una noche de luna llena…» —repitió varias veces el enjuto nigromante, preso de una insólita ensoñación.

Lorena asistía a la extraña transacción, y aunque no dijo nada, le extrañó muchísimo que Grieg llevara consigo elementos tan herméticos y propios de rituales de brujería.

El extraño sentía el inconmensurable y único tacto que tenía aquella aterciopelada piel de macho cabrío, curada en plena Edad Media, y sobre la que se podían plasmar las condiciones y las cláusulas del infernal pacto. No pudo evitar que se le humedecieran los ojos, al imaginarse los favores que podría llegar a obtener de las adoradoras a cambio de aquello.

—¿Qué queréis a cambio de esto? —preguntó con inquietud mientras con suma delicadeza lo devolvía todo a la pequeña escarcela.

—Únicamente queremos saber dónde se reúnen los adoradores del diablo durante esta noche de los muertos.

—Están en la «sala de espera» —contestó con el gesto huidizo, temeroso de que aquellos dos extraños supieran el lugar antes de que él cobrase sus servicios.

—Está bien, si nos conduces hasta el lugar donde se reúnen los brujos, te entregaré la bolsa de piel. Te doy mi palabra, pero antes quiero que me la devuelvas.

El brujo miró fijamente a los ojos de Grieg, y con visible disgusto le alargó la escarcela. Luego se preguntó quién sería aquel hombre alto y fuerte, de expresión serena; y aquella mujer de hermosos ojos negros, cuyo cuerpo desnudo le hubiera encantado contemplar.

26

Ziripot de Lanz cruzó la oscura carretera de Santa Madrona en dirección al restaurante de la Font del Gat.

Lo hizo temerariamente y sin comprobar si pasaba alguno de los coches que, de vez en cuando, descendían como alargadas lenguas de luz desde los aledaños del estadio olímpico hasta el barrio del Poble Sec y la avenida del Paralelo.

Una vez atravesada la carretera, se quedó al borde del asfalto y mientras miraba hacia el montículo de la
Fosca,
esperó, con una extraña sonrisa dibujada en sus labios, a que Grieg y Lorena le entregasen lo que le habían prometido. Ellos observaban a una distancia prudencial todos los movimientos del hombre, y esperaban ansiosamente poder despejar allí la incógnita de las monedas, y por qué sus anagramas eran válidos únicamente durante aquella noche, y no en cualquier otra noche del año.

Y aquel tipo que les esperaba ansiosamente al otro lado de la carretera podía ayudarles en su búsqueda.

—Hace muchos años que los brujos se reúnen en un lugar muy cercano a éste para oficiar durante la noche de los muertos —reveló el hombre, que tenía la vista fija en la bolsa de Grieg, con la recompensa prometida—. Existen dos formas de acceder a él: la primera es aparentemente fácil, y si la elegís os indicaré de inmediato el camino, no os costará encontrar el lugar. Yo me quedaré aquí y vosotros me entregaréis la bolsa y me iré como he venido…

Esperó la reacción que provocaban sus palabras, pero tanto Lorena como Grieg permanecieron en silencio.

—La segunda manera de llegar hasta allí es un poco más complicada, pero el asunto se simplificará mucho porque yo os acompañaré, puesto que valoro en su justa medida la monta del precio que pagáis por mis servicios. Mi experimentado consejo es que escojáis el segundo itinerario…, porque a la larga os resultará mucho más resolutivo para vuestros fines. Así pues… la elección es vuestra.

El brujo sonrió con una mueca de autómata, juntó las yemas de los dedos y se puso a mirar alternativamente a Grieg y a Lorena, esperando que le comunicasen su decisión.

—¿Por qué nos recomiendas el camino difícil? —preguntó Lorena, que hasta ese momento había estado callada estudiando la extraña personalidad de aquel tipo.

—Yo sé que buscas algo, mujer hermosa de rutilantes y adorables formas, algo material y muy valioso, pero también muy peligroso —contestó el brujo abriendo mucho los ojos—. Él, más que estar buscando algo, lo que quiere es librarse desesperadamente de la búsqueda.

»Los dos caminos que os propongo conducen hasta el mismo lugar… —Ziripot elevó una octava el tono de su voz y levantó el índice de su mano izquierda—. Pero si elegís el camino fácil, vuestros planes fracasarán porque alguien, que no conviene que lo sepa, sabrá que estáis aquí y por tanto no podréis llevar a cabo vuestras aspiraciones.

—De acuerdo —dijo Grieg buscando la aprobación de Lorena, que asintió mediante un leve movimiento con la cabeza—. Indícanos el segundo camino.

Ziripot sonrió como lo habría hecho un disipado lord inglés que espiara a través del ojo de una cerradura el voluptuoso cuerpo de una doncella semidesnuda en un mullido sofá de terciopelo.

Grieg intuyó, mientras se adentraban en el monte, que se dirigían a una zona próxima a los jardines de Rubio i Tudurí, que pertenecen al complejo arquitectónico del Teatro Griego. Lo supo con certeza cuando comprobó que se encontraban en las cercanías del viejo laberinto vegetal, que se construyó a principios de los años setenta pero que jamás llegó a abrirse al público. Esa noche aparecía, mientras se acercaban a él, como una fantasmal y oscura construcción.

El olvidado laberinto ya era únicamente un ruinoso armazón de tela metálica, casi completamente oculto por la vegetación, que desde hacía décadas crecía salvajemente entre rectos y desvencijados tramos que iban a dar a una pequeña plazuela central. Tras lustros de abandono, el laberinto no albergaba más que un conjunto de losas rotas recubiertas de verdín; y había sido desposeído de su bien más preciado: un gran minotauro de piedra que había en el centro, del que hace años alguien se enamoró y lo hizo desaparecer.

Ziripot de Lanz caminaba con paso vivo, y canturreaba viejas endechas relacionadas con secretos aquelarres, maleficios y grimorios:

—Marta, Marta, la diabla y no la santa… y diablo cojuelo tráeme a zutano al vuelo…

En apenas un minuto llegaron a las puertas del viejo dédalo. Las dos puertas metálicas de la entrada se encontraban entornadas, y de modo espectral salían del laberinto unos destellos anaranjados, que sin duda provenían de una hoguera en el centro del jardín.

—Éste es el lugar del que os he hablado —murmuró el brujo al tiempo que entraba en el recinto—. Aquí dentro están celebrando un aquelarre, pero no temáis porque la ruta que trazaré no pasa en ningún momento por el centro del laberinto, que es donde están situados ellos. No son más que meros aficionados.

Los tramos del laberinto eran rectos y en algunas partes resultaba muy difícil transitar por su interior, porque las ramas de los cipreses, enclaustradas entre rectangulares bloques de tela metálica, habían sobrepasado sus límites y se expandían en todas las direcciones posibles. El extraño guía se movía por el interior del laberinto con toda facilidad, y al llegar al final de algunos tramos, levantaba la tela metálica e invitaba a Lorena y Grieg a pasar por algunos huecos abiertos entre la vegetación. En vez de seguir el engañoso camino que sugería el laberinto, el hombre había creado el suyo propio, saltándose las leyes que imperaban en aquel lugar.

Provenientes de la plazuela central, se oían unos graves cánticos, que un grupo emitía en torno a una gran hoguera, y la voz atiplada de una mujer que recitaba de memoria:

—… en esta hora de Urano y mostrando las medallas de latón en las que hay grabadas a fuego las marcas de Elohim…, yo os aseguro que quien llevaré durante un año colgado del cuello…

Finalmente, el brujo se detuvo junto a dos gruesos tallos al final de uno de los tramos más largos del laberinto. Rompió un pequeño alambre que él mismo había colocado allí, levantó la tela metálica y como el acomodador de la platea de un teatro, señaló el lugar que estaban buscando. Levantó la mano derecha con la palma hacia arriba, solicitando a su cliente el pago previamente acordado.

Grieg se introdujo en la abertura que le mostraba el brujo y vio un hueco enorme en la montaña, como si se tratase del cráter de un gigantesco volcán, del que surgía una gran cantidad de luz. Aquello le recordó a las antiguas y míticas ilustraciones que trataban de representar al infierno. Lorena, hechizada por la visión, no pudo contenerse: salió del laberinto y se detuvo a esperar a Grieg sin dejar de observar, fascinada, el espectáculo que tenía ante sus ojos.

Ante aquel cráter de luz que parecía provenir del centro de la Tierra, Grieg no pudo evitar pensar en la joya modernista que el anciano le había mostrado en el Círculo del Liceo, en la que aparecían Caronte y Eligos atravesando la laguna Estigia hacia el infierno.

El enjuto brujo continuaba, histriónicamente y sin mover ni un músculo, con la mano derecha vuelta hacia arriba. Cuando Grieg notó el tacto aterciopelado de la escarcela que estaba sacando de su bolsa, sintió en los ojos de aquel hombre un misterio en el que no había reparado antes. En aquel momento, Grieg pareció notar en esa mirada un abismo de sombras. Y el brujo pareció intuirlo.

Grieg le extendió la pequeña escarcela, y comprobó que el hombre tenía tatuadas en su mano, en cada uno de los nudillos, estrellas de cinco puntas. Eran pentáculos con el pico apuntando hacia abajo.

El brujo desató la bolsa y comprobó que no faltara ninguno de los objetos que habían acordado. Abrió la pequeña navaja de plata y se la pasó sobre las venas de su brazo izquierdo. Después agitó el tintero que contenía el infame grimorio, y sonrió, satisfecho, al ver la piel de macho cabrío.

Estaba convencido de haber hecho un extraordinario negocio. Ahora debía calcular fríamente cómo sacarle el mayor partido.

27

Conforme atravesaban los ensombrecidos jardines de Forestier, que se encuentran al lado del laberinto abandonado, Grieg y Lorena pudieron comprobar que el gran agujero que habían avistado desde la brecha a la que les había conducido el brujo iba aumentando de tamaño hasta adquirir las dimensiones de una gigantesca cueva situada al aire libre, o el cráter de un volcán. De su interior seguía saliendo una temblorosa luz de tonos anaranjados.

Unas escaleras de piedra, relucientes a causa de la lluvia, nacían del borde de aquella sima y se introducían en la tierra más allá del ángulo de visión que tenían ellos en aquel momento.

Muchas eran las leyendas que especulaban sobre el origen de aquel gran agujero, que ya tuvieron ocasión de descubrir los primeros pobladores de la antigua Barcino y que, desconcertados ante su tamaño y su extraña ubicación, denominaron de una manera siniestra:
«El forat del diable.»
«El agujero del diablo.»

La tradición contaba que aquella enorme sima la había provocado el mismísimo demonio en un estallido de ira y envidia ante la querencia que, durante la Edad Media, demostraban los barceloneses hacia Santa Madrona. Esa noche de los muertos, sin embargo, la sima estaba atestada de adoradores del demonio; y recordaba de un modo inquietante al abismo que imaginó Dante, al situar el infierno de su
Divina Comedia
al final de un anfiteatro con un camino escalonado que, poco a poco, se hundía tenebrosamente en las profundidades de la Tierra.

Lorena y Grieg llegaron al borde de aquella escalonada cueva y pudieron ver en su interior a centenares de brujas, magos, hechiceros, videntes, embaucadores, taumaturgos, aprendices de alquimistas, agoreros, pronosticadores, augures, quirománticos… Caminaban como funámbulos por sus gradas de piedra, o componían corros alrededor de cientos de velas de etéreas luces que se reflejaban en una enorme pared de piedra en la base del anfiteatro.

La mayoría de aquellos nigromantes iban ataviados con amplias túnicas en las que se apreciaban unos llamativos tonos dorados. Muchos de ellos ocultaban el rostro tras oscuras máscaras que les conferían un aspecto amenazador. Otros, en cambio, en vez de mostrar una apariencia sombría mientras realizaban sus extrañas ceremonias, paradójicamente acompañaban sus movimientos con animosas sonrisas.

Todos ellos se habían reunido en aquella profunda sima abierta en las entrañas de la Tierra, que muy probablemente se había formado a causa de una antiquísima cantera, donde hoy se halla el Teatro Griego.

Se trata de un anfiteatro al aire libre de estilo que se construyó en 1929 con motivo de la Exposición Universal. Posee una forma muy similar al que en su día tuvo el de Epidauro en la Grecia clásica. Su hemiciclo, formado por pétreas y empinadas gradas, tiene un aforo capaz de albergar a miles de personas, pero permanece cerrado durante la mayor parte del año a excepción del verano.

Esa noche, al igual que tantas otras de una larga tradición de reuniones
sabáticas
más o menos clandestinas según las épocas, servía de cobijo para que varios centenares de brujos venidos de muy distintos lugares pudiesen llevar a cabo sus prácticas maléficas.

—Sin duda, éste es el rito que escondía el anagrama de la segunda moneda. Son las cinco y dieciocho minutos y vamos muy mal de tiempo —indicó Grieg, y se sentó en uno de los asientos más alejados al escenario del anfiteatro.

Lorena miraba a los brujos, con la preocupación lógica de no saber cuál de aquellas personas estaría relacionada con la moneda que había sido escondida en los Talleres Vulcano hacía décadas.

—¡Diablos! —exclamó—. ¡Aquí dentro hay suficientes brujos como para remover durante una eternidad todas las calderas de Pedro Botero!

—¡Muy ingeniosa! Pero la noche ya es lo suficientemente diabólica como para estar pensando en las calderas del infierno —repuso Grieg, mirándola de reojo.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó ella.

—Por donde sea, siempre y cuando nos movamos con discreción y sin levantar sospechas —propuso Grieg mirando hacia el escenario iluminado con docenas de grandes cirios—. Cuando estás escalando una montaña y dudas entre varias vías para continuar con el ascenso, lo mejor es relajarse, poner la mente en blanco y optar por la que parece más accesible.

—¿Y cuál es ahora la vía más accesible?

—Aún no lo sé, pero ya verás cómo se nos ocurre algo…

Grieg se levantó y empezó a caminar por una de las graderías de piedra. Bajo la tenue lluvia, docenas de calabazas de Halloween brillaban en la oscuridad de un modo etéreo, confiriendo a aquel lugar connotaciones mágicas. Lorena se extrañó cuando vio que Grieg se dirigía hacia una mujer de más de setenta años que estaba bajo unos árboles en la parte superior del anfiteatro. Iba vestida con un traje de color negro que protegía con un delantal a rayas y tenía el pelo cano recogido en un moño.

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