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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (13 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Existen métodos muchísimo más refinados y que no dejan huella si se pretende lograr una confesión límpida si el hereje es persona ilustre, por lo cual dudo que llegue a ser utilizado esta noche… Tal es el método de la «toca». —El inquisidor tomó entre sus manos varios retales muy sucios de lino y de seda—. Estos paños se introducen profundamente en la garganta y a continuación se empapan en agua. Las arcadas que producen son tan convulsivas y la sensación de asfixia, tan intensa, que disipa, instantáneamente, la voluntad de continuar ocultando la nefanda acción cometida.

El monje avanzó unos metros y elevó lentamente una mano, para que el grupo de silenciosos monjes centrara su atención en un aparato de tortura que tenía la forma de un toro de bronce ennegrecido y con mugrientas manchas verdosas.

—Esto que ven aquí es el conocido como Toro de Fálaris, y su aplicación está especialmente indicada para casos de acusada reticencia a la confesión por parte del hereje. El método de aplicación consiste en introducir al reo en el interior de la esfinge de bronce y posteriormente aplicarle sobre la piel brasas de carbón ardientes. —El inquisidor esbozó una extraña mueca mientras observaba con deleite los cuernos metálicos de aquel siniestro aparato de tortura.

»Este procedimiento es especialmente impopular entre los miembros del brazo secular, que como ustedes ya saben, son los encargados de aplicar la justicia al reo. Ellos, en la estricta realización de su elevada labor, deben ser muy disciplinados y serios, aunque en algunos casos esa templanza en el estado de ánimo es muy difícil de lograr, porque los aullidos de dolor que prorrumpe el interrogado en el interior del toro de bronce son tan desgarradores que parecen mugidos de toro, y en ocasiones pueden provocarles unas incontenibles y muy inapropiadas carcajadas que, lógicamente, serán severamente castigadas por el propio inquisidor.

A uno de los arqueros le pareció observar algún movimiento extraño entre los integrantes del grupo y se acercó hacia la zona donde estaban Lorena y Grieg, quienes se mantuvieron quietos y en silencio, mientras continuaban atendiendo a la exposición de los métodos de tortura del inquisidor.

Por momentos, los monjes parecían experimentar la terrorífica sensación de encontrarse en plena Edad Media y de estar asistiendo realmente a una
territio verbalis,
y ser susceptibles de experimentar en sus propias carnes cualquiera de aquellos espeluznantes aparatos que el inquisidor tan cínicamente les mostraba.

La exposición continuó algunos minutos más, en los que el monje se detuvo a detallar las características de cada instrumento de tortura, como «la cuna de Judas»: una afilada pirámide de madera sobre la que se obligaba a sentarse al reo tras estar colgado previamente de las muñecas. Luego repasó exhaustivamente toda clase de látigos, fustas, varas, jaulas colgantes, hierros para ser calentados al rojo vivo y marcar con ellos la piel del inerme acusado.

Al final se detuvo junto a un instrumento de tortura que parecía complacerle especialmente, pues por primera vez dibujó en su rostro una sonrisa espeluznante. Se trataba de una cabeza de hierro con bisagras y varias llaves de ajuste, que tenía forma de monstruo mecánico.

—Este aparato que ven aquí se denomina aplastacabezas y a mí, como inquisidor, me consuela especialmente, porque es realmente expeditivo y el acusado de herejía o de crímenes es capaz de reconocer su grado exacto de implicación en los hechos de naturaleza infernal, antes de que el instrumento le rompa primero los dientes, después la mandíbula y a continuación el cráneo antes de estrujarle el cerebro…

—¿Ves ese balaustre que está situado más allá de la última antorcha? —preguntó Grieg nada más el arquero volvió hacia la mesa—. Cuando el grupo se mueva vamos corriendo hacia él.

—He cumplido con mi obligación —continuó el inquisidor— y se os han sido mostradas las
verbalis
por las que el culpable o culpables de asesinato en ritual maléfico serán obligados a reconocer sus tratos con el Maligno. Aunque no lo reconozcan, ya están condenados por sus propios delitos, y si confiesan, serán igualmente castigados por no haberlos reconocido cuando anteriormente este tribunal lo solicitó. De todos modos, incluso pueden llegar a evitar el rigurosísimo interrogatorio, pero no se librarán de arder definitivamente en las llamas del infierno al que directamente les conducirá lo que ahora mismo sus ojos verán.

El monje volvió a alzar los brazos y ordenó a los jueces del tribunal que mostrasen al grupo el
territio realis,
el lugar donde se haría efectiva la pena. Tres de los monjes se levantaron inmediatamente de la mesa y se encaminaron hacia la parte de la nave opuesta al lugar donde se encontraban Grieg y Lorena.

Progresivamente, la rojiza luz de las antorchas que portaban en sus manos fue iluminando tres grandes mogotes de paja y leña. Cada uno de ellos estaban rematados por un mástil de madera del que sobresalía un estribo, y eran exactamente iguales a los que en la Edad Media se utilizaban para quemar vivos a los acusados de herejía.

Grieg y Lorena aprovecharon la momentánea oscuridad para escabullirse entre las sombras hacia la zona donde antiguamente estaban situados los altos hornos. Desde lejos observaron la escalofriante composición escénica que formaba aquel tribunal de la Santa Inquisición. Lorena se bajó la capucha y pronunció una frase que logró resumir la turbadora visión de aquella fiesta con la misión que ellos tenían esa noche.


Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus.

«De la rosa sólo queda el nombre desnudo.»

18

Aquella noche la vieja fábrica ofrecía el desolado aspecto de un viejo barco varado que hubiese sido arrojado a la costa tras haber sido destrozado por una gigantesca tormenta en alta mar.

A los dos falsos monjes, Grieg y Lorena, les seguía aterrando la exposición de aparatos medievales de tortura a la que acababan de asistir. Por esa razón, caminaban medio encorvados, tratando de refugiarse entre las sombras.

—¡Olvídate de la joya que estás buscando! Ahora mismo nuestra prioridad es salir con vida de aquí dentro —musitó Grieg mientras comprobaba que no existía ningún otro acceso que comunicara con el exterior—. Tenemos que averiguar dónde puede estar escondida la segunda moneda de la serie y si alguien se nos ha adelantado.

—Igual que si fuésemos compañeros de cordada y estuviésemos escalando el tramo final de la ascensión a un ocho mil, ¿no? —respondió ella tras encender una pequeña linterna que había sacado de su bolsa.

—Exacto —dijo Grieg, muy sorprendido con el ejemplo que ella había usado.

Continuaron caminando ayudados por la linterna que Lorena escondía bajo su hábito, y que proyectaba un triángulo irregular de luz tenue que les precedía unos pasos.

Se adentraron por un estrecho conducto flanqueado por elevados montones de los materiales que antiguamente estaban relacionados con el funcionamiento del alto horno. Se alzaban grandes pilas de carbón de coque y hulla, mineral de hierro, magnetita y siderita. Los montones, rodeados de negrura, parecían extrañas dunas de un quimérico desierto de arena negra situado frente al mar.

—Estamos buscando un imposible —soltó Grieg deteniéndose junto a un enorme montón de carbón de coque iluminado por un resquicio de luz—. El antiguo alto horno ha sido desmontado para que pueda ser visitado. Por lo tanto…

Grieg interrumpió bruscamente sus palabras al oír que los cánticos gregorianos habían parado de golpe y atronaba con una fuerza inusitada la voz del juez inquisidor, que con tono apocalíptico se volvía a dirigir al grupo de monjes.

—¡Os será mostrado! ¡Os será mostrado! Y entonces… ¡algunos de vosotros arderéis esta misma noche hasta que el fuego de la hoguera os purifique!

Tras esas palabras, que parecían llegar desde el más oscuro corazón de la Edad Media, la luz de las antorchas, que antes formaban un círculo de claridad, se fue concentrando en un intenso y brillante punto.

—Quien escondió la segunda moneda debió de hacerlo cuando el horno aún estaba en funcionamiento —dijo Lorena—. Por tanto, descartemos que la moneda se encuentre en la cara interna del crisol, ya que si fuera así se habría fundido.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué más se te ocurre, Watson?

—Lo más lógico es que se encuentre en la parte exterior y junto a algunas de las escotillas de entrada o salida de materiales. Fíjate en esto…

Lorena iluminó un cartel que representaba esquemáticamente las partes principales de un alto horno, y que parecía tener una utilidad informativa para las visitas a la fábrica. En el esquema se podían apreciar claramente las diferentes aberturas por donde se introducían y se expulsaban los materiales que intervenían en el proceso químico.

—La moneda que estamos buscando debe hallarse muy cerca de alguna de las escotillas o compuertas del gran crisol.

—El crisol, como tú lo llamas, es demasiado grande —arguyó Grieg—. Es como buscar una aguja en un pajar. No disponemos de ninguna pista y eso, normalmente, es el presagio del fracaso.

—Deberemos hacer frente a eso con todas nuestras fuerzas, ¡como sea! —declaró Lorena con convicción y como si de aquella búsqueda dependiera su vida.

—En este panel se menciona el hecho de qué en estos talleres se construyeron los submarinos Ictíneo I y II —dijo Grieg—. Aquí indica que junto a la piquera de escoria existe una placa conmemorativa del evento. Y si no me equivoco, la piquera de escoria es precisamente la que tenemos ahí delante…

Grieg no se percató de la mueca de desasosiego de Lorena cuando oyó pronunciar que la placa estaba situada junto a la piquera de escoria. Con la linterna apuntada hacia el suelo, Grieg no tardó en encontrar una pesada y gruesa placa de bronce de forma circular y de casi un metro de diámetro, muy desgastada por las pisadas. En ella se rendía un escueto pero sincero homenaje al inventor del primer submarino, que, aunque de una manera muy precaria, fue capaz de navegar bajo las oscuras aguas del puerto de Barcelona.

TALLERES NUEVO VULCANO

RINDE CUMPLIDO HOMENAJE

EN EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

A

NARCISO MONTURIOL

1819-1885

Y A SU SUEÑO DEL SUBMARINO ICTÍNEO

«LA NAVE-PEZ»

—¡Aquí no hay ni rastro de la moneda! —exclamó Lorena con voz grave.

Grieg intuía que allí se acababan todas las pistas con las que contaban, y se esforzaba en tratar de desentrañar el secreto que pudiera contener.

—Aquí no hay nada —repitió Lorena, entristecida.

—Si hay algo, tiene que estar aquí —murmuró él mientras movía la linterna para estudiar el relieve de las letras—. Fíjate en las letras de mayor tamaño de la placa.

—¿Las que conforman el nombre de Monturiol?

—Así es. ¿No ves nada extraño en la última «O» de Monturiol?

—Sí —contestó sin vacilar—, el hueco es menos profundo que en el resto de las letras.

Grieg extrajo de su bolsa el cortafrío y lo introdujo con fuerza en la parte interna de la última «O».

—¿Sales siempre a la calle con un cincel encima? —exclamó Lorena, sorprendida de que él tuviera a mano una herramienta que resultaba tan útil en un momento como ése.

—Normalmente, no. Lo hago cuando intuyo que la noche puede ser movidita. Y ésta lo va a ser.

Durante un rato trató de encontrar un intersticio en la letra. Finalmente logró arrancar una placa ovalada de bronce que estaba ajustada al interior de la letra y que tenía adherida en su parte posterior una moneda dorada de igual tamaño y composición que la que Lorena le mostró en el rascacielos de Colón. La moneda, tras ser separada del pequeño óvalo de bronce, mostró en su reverso la imagen de un unicornio, y en el anverso un extraño texto.

D. T. MAGOFON VITALITER

—¡Somos los primeros en realizar la senda esencial! ¡Nadie lo había logrado antes! ¿Te das cuenta de lo que eso significa, Gabriel? —exclamó Lorena—. Debemos averiguar hacia dónde conduce la moneda.

—Antes tenemos que salir de aquí —dijo Grieg volviendo a guardar el cortafrío en la bolsa—. Será mejor que nos larguemos inmediatamente.

Los dos empezaron a caminar hacia el muro opuesto al de la entrada principal de la nave.

—El unicornio simboliza las esencias más genuinas y altruistas de la alquimia —dijo Lorena, que no quería perder ni un segundo.

—¿Y el «D. T. Magofon Vitaliter»?

—Hace referencia al mayor alquimista del siglo XX.

—Sin duda, te refieres a Fulcanelli —pronosticó Grieg en voz baja y sin temor a equivocarse.

—Magofon era el seudónimo más conocido mediante el cual se escondía Fulcanelli. El sonido que conforma la palabra «Fulcanelli» está relacionado con la cábala mágico-fonética y relaciona a Vulcano-Helios o a Vulcano con Hellémás —aclaró Lorena—. A Fulcanelli en los círculos más herméticos de la alquimia se le conocía como: «D. T. Magofon Vitaliter.»

—Sé que en latín el término
vitaliter
significa «vitalizador», o «aliento vivificante», pero desconozco el significado de las siglas «D. T.» —apuntó él mientras buscaba entre las sombras alguna puerta que comunicase con el exterior.

—Significa
Doctor Tectum,
«el maestro oculto». El máximo nivel que puede alcanzar un alquimista. Fulcanelli fue el último que llegó a ostentar en vida ese máximo y secretísimo grado.

—Toda la nave está herméticamente cerrada. De aquí no podría escapar ni una lagartija sin que los vigilantes se enterasen —suspiró Grieg mientras descubría momentáneamente su cabeza—. ¿Se sabe quién era Fulcanelli en realidad?

—Se le relacionó con Camille Flammarion, célebre astrónomo francés —expuso Lorena—. También se especuló que podría tratarse del notario Rosny-Ainé, pero yo me inclino a pensar que tras el seudónimo de Magofon se escondía Pierre Dujols.

—¿El librero parisino?

—Sí —asintió ella—. Fuese quien fuese, Fulcanelli visitó España, concretamente las ciudades de Sevilla y Barcelona. Quién sabe si la senda alquímica que estamos exhumando esta noche no nos conducirá a desentrañar la verdadera identidad de Fulcanelli.

—Más que saber quién era Fulcanelli, es más urgente deducir el secreto de la moneda y salir de aquí sin ser sorprendidos.

—¿Y qué sugieres?

—Me temo que nuevamente nos enfrentamos a un anagrama de dieciocho letras que debe formarse a partir de «D. T. Mago-fon Vitaliter».

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