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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (20 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—¿Y si yo le demostrase que su marido no estaba loco, y que realmente perseguía algo que tenía pies y cabeza?

La antigua castañera se quedó inmóvil como una estatua de sal que únicamente pudiera mover los labios.

—¡No me hagas enfadar, «rapaz»…!

—¿Cambiarían las cosas? —insistió Grieg, intuyendo que de aquella aparentemente disparatada conversación podía sacar las claves que le ayudaran en esa noche.

—¡Claro que cambiarían! Entonces tendría que reconocer que la equivocada era yo. Y ahora mismo, que ya es primero de noviembre día de Todos los Santos, debería ir al cementerio de Montjuic, igual que voy todos los años, pero en vez de llevarle un crisantemo lila de tela, tendría que postrarme ante la tumba de mi marido para pedirle perdón por la cantidad de veces que le dije que estaba loco. Más loco que una cabra. Pero eso no va a pasar, porque usted no me va a demostrar nada.

—Está bien señora, perdóneme si le he hecho revivir recuerdos dolorosos, no era mi intención… —se excusó estratégicamente Grieg, y sacó su cartera con intención de pagar.

—¡Espere un momento!

La mujer rebuscó en su bolso, del que extrajo una especie de manuscrito que estaba doblado y metido en una funda de plástico transparente.

Gabriel Grieg creyó reconocer la procedencia de aquel documento. La mujer extendió su mano con la intención de mostrarle el escrito, pero Grieg le impidió que lo extrajera por completo de la funda.

—Su marido le dijo que buscaba desesperadamente aclarar un misterio encerrado dentro de unos objetos, debido a que había firmado alguna especie de contrato secreto. ¿No es así?

La señora se acercó hacia Grieg, y le miró a los ojos de una manera con la que difícilmente había mirado a nadie durante el transcurso de su larga vida.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó con un nudo en la garganta.

—Debe hacer un esfuerzo si quiere aclarar, de una vez por todas, este asunto que tanto parece turbarle. Tiene que ser valiente y contarme si había algo más. Incluso aunque a usted le parezca un tema escabroso. ¿Qué clase de contrato había firmado y con quién?

—Es una locura… —se resistió la mujer moviendo cabeza—. Si se lo digo usted creerá que yo estoy completamente loca, igual que yo le decía a mi pobre…

—Dígamelo.

—Mi marido, hace años, y poco antes de morir, me dijo que había firmado este contrato… —La mujer se persignó y bajó la cabeza como si fuese incapaz de continuar hablando—… Con el demonio.

—¿El escrito que sostiene en la mano es el contrato que su marido firmó? —preguntó Grieg con determinación.

—Sí.

—Bien. Saque el documento de la funda y dígame si la firma se parece a ésta.

Grieg tomó del suelo una rama de pino y trazó unos rasgos en la tierra batida. La mujer abrió unos ojos desorbitados cuando comparó la firma que Grieg había dibujado en el suelo con la que figuraba en el documento.

Presa de un repentino sofoco, miró con extrañeza a Grieg y después se dirigió hacia la marmita y volvió a llenar una de aquellas pequeñas jarritas con «agua del infierno».

—Es usted un tipo curioso, y le he contado cosas que jamás pensé que dijera a alguien… —La mujer dio un pequeño trago—. Ya no sé qué pensar.

Grieg se acercó a ella y sacó de un bolsillo del pantalón dos monedas relucientes. Al verlas, la mujer sintió cómo muchos recuerdos se volvían contra ella, y sospechó que algunas cosas que había dado por seguras toda la vida, quizá no lo eran tanto.

A continuación, la mujer se llevó lentamente las manos al cuello y se quitó un gran collar dorado que llevaba colgado, tras el peto del delantal.

Grieg vio asombrado que el collar estaba confeccionado con la colección completa de las trece monedas votivas chapadas en oro. Y entre ellas se encontraban dos exactamente iguales que las que les habían conducido hasta allí.

—Es un collar precioso.

—Fabricado con baratijas bañadas en un mar de lágrimas… —respondió la señora con la cabeza baja—. Años de pesquisas, como mi marido decía, tirados por la borda del barco, poco antes de llegar al puerto de nuestra vejez —añadió con tristeza.

—Antonio Machado decía que es de necios…

—… confundir valor y precio. Esos versos sí que los conozco, porque los repetía muy a menudo mi madre, que en paz descanse.

—Como en el juego de cartas de la Raposa, usted no encaja con ningún otro naipe de la baraja. En este lugar y esta noche, su presencia resulta extraña. Tiene que haber una razón muy poderosa para que usted venga todos los años aquí, cada noche de Todos los Santos, a vender su fórmula secreta a los brujos.

La señora se rió amargamente.

—Se lo diré. Pero antes le diré un secreto relacionado con el Teatro Griego. Usted y yo nos daremos un fuerte abrazo, y me aceptará un regalo.

—Tome. —La señora le entregó el collar con las monedas doradas, y seguidamente sacó de su monedero una ajada fotografía y se la tendió—. ¿Quiere saber por qué sigo viniendo todos los años aquí?

—Sí —respondió Grieg con el collar en la mano.

—Porque quisiera saber qué ha sido del tipo que está junto a mi marido, el mismo que le buscó la ruina.

Grieg, incluso antes de ver la fotografía, presintió la identidad de uno de los dos hombres reflejados en ella, y hasta pudo sentir el inconfundible aroma de los puros habanos.

—Detrás de la receta donde están apuntados los ingredientes de la fórmula secreta de la «montaña del averno», encontrará mi número de teléfono y la dirección de mi humilde pensión.

Grieg tomó con delicadeza el pequeño sobre lacrado.

—Quédese con la foto y las monedas —dijo la señora, convencida—. Quiero que averigüe si el tipo que está junto a mi marido aún vive, o si mal descansa bajo dos metros de tierra. Yo sé que usted lo encontrará y también estoy segura de que volveremos a vernos algún día.

Gabriel Grieg observó la fotografía buscando la titilante luz de las velas. Pensó que no le costaba nada comprometerse con aquella mujer que lo abrazaba emocionada y con ojos llorosos. Lo que ella le pedía era exactamente lo mismo que él mismo quería: conocer la identidad del hombre que aparecía en la foto fumando un gran puro habano.

La misma persona que lo había metido en ese asunto, y de quien pensaba vengarse cuanto antes.

30

Lorena, cuando volvió a la parte alta del anfiteatro donde se había separado hacía escasamente un cuarto de hora de Grieg, se percató de que él ya no se encontraba en el puesto de queimadas. Tras un rato inspeccionando la zona, lo divisó a unos treinta metros de allí. Parecía estar estudiando una gran roca cuadrangular. Al llegar a su altura, confirmó que Grieg estaba observando un cuadrado de unos cincuenta centímetros de lado, que a su vez tenía en su interior otros veinticinco cuadrados de menor tamaño y que estaban grabados a cincel sobre la roca.

—¿Se puede saber qué buscas, Gabriel? —preguntó Lorena, arqueando las cejas.

—En esta piedra está escondido el mapa que nos conduce a la tercera moneda —aclaró Grieg.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso ahora carece de importancia. Pongamos que me lo ha dicho un duende de los cientos que pululan por aquí esta noche. Lo importante es que disponemos de muy poco tiempo para averiguarlo.

—¿Y qué se supone que es eso? —preguntó Lorena, iluminando la piedra con su linterna.

—Se trata de una reproducción en piedra de un tablero sobre el que se colocaban varias piezas para jugar —respondió Grieg—. Se llama
tabula latruncularia
y servía para jugar al
latrunculi,
un antiguo juego parecido al tres en raya que era muy popular entre los peregrinos que recorrían el camino de Santiago durante la Edad Media. Creo recordar que hay una piedra muy similar a ésta en la catedral de Ourense. Pero lo que más me intriga es la figura del león que está sentado sobre los cuartos traseros y que tiene un sol en la boca.

Al oír eso, el interés de Lorena aumentó notablemente.

—El sol simboliza el oro —indicó ella poniendo toda su atención en la piedra—, y está situado en la boca del león; lo cual significa, según el simbolismo alquímico, que el metal que contiene la retorta aún está en plena transformación, en su camino de convertirse en oro alquímico. Sin duda, ésta es la piedra que teníamos que encontrar. ¿Quién te lo dijo?

—Continúa con tu análisis, Lorena.

—En el cuadrado, en esa especie de matriz, caben infinitas combinaciones. La cuadrícula está completamente llena de signos aritméticos y números añadidos con posterioridad, pero nadie ha podido descifrarlo nunca.

—No creo que se trate de mover las fichas como en el juego del
latmnculi
—sospechó Grieg—. Ni de asignar un número o una letra del alfabeto a cada casilla. O incluso de hacer cálculos matemáticos hasta dar con un número en concreto.

Grieg comentó que las operaciones aritméticas resultantes de asignar un número a cada casilla podrían conducir a un número final relacionado con alguno de los mil novecientos asientos de piedra del anfiteatro. «Tal vez la moneda pueda encontrarse debajo de alguno de ellos, quizás el trece o el seiscientos sesenta y seis», pensó, pero enseguida desechó la idea.

—Si tenemos que adivinar debajo de cuál de esos asientos se esconde lo que buscamos… no acabaremos nunca —opinó Lorena—. ¿Quién se tomaría la molestia de transportar esta roca hasta aquí, y grabar en ella esta extraña cuadrícula para jugar a un juego de nombre tan raro?

Grieg analizó lo que de inconsciente tenía la frase pronunciada por Lorena y sin pronunciar palabra observó el león alquímico y la
tabula latrucunlaria.
«Este sillar de roca es demasiado grande como para que alguien pudiera trasladarlo hasta aquí una vez que acabaron las obras del Teatro Griego», intuyó.

Clavó con fuerza una uña en la roca y presionó su superficie rugosa e irregular. La uña continuó ascendiendo hasta que, a unos cinco centímetros de la parte superior, se introdujo en una pequeña cuña. Grieg deslizó la uña y comprobó que, en realidad, la cuña era una grieta que transcurría paralela con respecto a la parte superior de la roca.

«Posteriormente, alguien añadió una cubierta de piedra —intuyó Grieg, que rebuscó en su bolsa hasta encontrar el martillo y el cortafrío—. El león sostiene un sol que es de idéntico tamaño a cualquiera de las monedas votivas.»

Lorena le miró un tanto sobresaltada al ver que colocaba las dos herramientas cerca de la roca y en la misma posición que podría hacerlo un escultor o un picapedrero durante el desarrollo de su trabajo.

Tres certeros golpes fueron suficientes para descubrir que bajo el sol de piedra había un pequeño surco con otra de aquellas monedas doradas.

—A menudo lo más sencillo es lo más difícil —dijo Grieg, rellenando la cavidad de la roca con barro que recogió del suelo con el cortafrío. A continuación, volvió a recolocar con delicadeza el sol de piedra en la boca del león y en la misma posición que se encontraba anteriormente.

—¡Qué extraños motivos tiene esta moneda…! —exclamó Lorena mientras la analizaba—. ¿Adonde crees que nos conducirá?

—Hacia el caldero lleno de monedas de oro que se encuentra en el lugar donde nace el arco iris —soltó Grieg, y comprobó que la señora de las queimadas ya se había ido.

Lorena apartó la mirada de la moneda.

—¿Cómo dices?

31

Un hombre de sesenta y cinco años, de tez pálida y con el pelo entrecano, sucio y revuelto, vestido con una camisa blanca y unos pantalones azul claro tan arrugados que parecía que hubiese dormido con ellos puestos, escuchó el monótono y mecánico canto de un cuco que había surgido de repente de un reloj colocado sobre un descascarillado espejo. El hombre se encontraba apoyado sobre la desgastada barra de un vetusto bar en pleno corazón del barrio de Sant Gervasi.

—Flamel, sólo son las seis de la mañana. ¿Cómo es que aterrizas tan pronto por aquí? —preguntó el propietario del local, mientras comprobaba la temperatura del agua de la máquina del café, que ya empezaba a humear.

El hombre del pelo revuelto, a pesar de ser un cliente habitual de aquel establecimiento, no contestó y se limitó a mirar a través de los sucios cristales del bar hacia el fondo de la calle. En cuanto el camarero le sirvió el café, lo empezó a saborear con sorbos muy cortos mientras observaba un pequeño cuadro que colgaba de una de las paredes del bar.

Inmediatamente le vinieron a la mente, mezclados con el sabor amargo del café, muchos recuerdos de una larga vida, que pasaron ante sus ojos rápidamente, como si hubiese sido invitado a la proyección privada de una película y se hubiera dormido en la butaca.

Cuando el café se atemperó, se lo acabó de un trago y se tomó una pastilla con un poco de agua. Depositó una moneda sobre la barra de mármol, saludó al camarero y salió de nuevo a la calle.

Aún era de noche y la estrecha calle por la que transitaba estaba completamente desierta. Su intención era regresar al extraordinario y secreto lugar que había abandonado momentáneamente. En el silencio de la noche, el sonido de unos pasos a sus espaldas le hicieron volver la cabeza. Unos segundos después, en el silencio de la noche, le pareció escuchar el potente rugido del motor de un todoterreno.

Instintivamente, decidió torcer a la derecha en la primera esquina, en vez de continuar por la misma calle, en dirección al descampado al que se dirigía. A media calle vio aparecer a un hombre cuya silueta le trajo el recuerdo de un individuo con el que había mantenido un único y breve encuentro hacía tiempo.

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