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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (37 page)

BOOK: El laberinto de oro
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El encargado contempló la fotografía y dijo:

—Aunque quisiera vulnerar las normas del club, me sería completamente imposible. Ese señor nos visita varias veces al año, pero desconozco su identidad. Es más…, ni siquiera tenemos ficha de él. Tal vez se deba a que es socio honorario, o accionista del hotel, no lo sé. En realidad, nadie lo sabe. Ya solía venir por aquí antes de mi incorporación.

—Disculpe la curiosidad —intervino Grieg—, pero me intriga el hecho de que usted, al ver la anilla quemada, se temió que buscaba a ese hombre.

—Perdone, pero no puedo darle información al respecto.

—Dada su edad avanzada, se trata de un tema urgente. Y es posible que, tanto usted como yo, lleguemos a lamentarlo algún día —le acució Grieg.

—Está bien… Al fin y al cabo, no voy a revelar ningún dato confidencial. A mí también me intriga la marca del puro que fuma. No puedo evitarlo… —El encargado se levantó, volvió a colocar el álbum en la estantería y abrió un cajón—. Verá… En principio, conozco todas las marcas de puros. Pero la de este señor nunca la he podido averiguar, ya que cuando se marcha, antes de apagar el puro en el cenicero, extrae la anilla y aplasta la brasa candente contra ella, carbonizando así la imagen que está serigrafiada en su centro. —Se dirigió a la puerta y la cerró con llave—. Lo verdaderamente intrigante de la vida es que a veces te sorprende con situaciones imprevistas.

El encargado volvió a sentarse a la mesa y le mostró a Grieg una pequeña libreta de anillas en la que estaban almacenadas varias docenas de aquellas anillas de puro retorcidas y calcinadas. Algunas conservaban la forma original, pero otras estaban recortadas en forma de lábaro, de aspa o de crucifijo.

—Todas estas anillas pertenecen a ese hombre, pero aún no he logrado adivinar la marca del puro que fuma. Y le aseguro que lo he intentado. En realidad, me tiene muy intrigado.

—Hay algo más, ¿verdad? —preguntó Grieg mirándole a los ojos.

El director se revolvió en su butaca.

—Ese hombre me produce escalofríos. Su frialdad, su gélida mirada, sus lánguidos movimientos, su edad indefinible… Usted dice que lo conoce, así que ya sabe a qué me refiero. ¿Me permite ver las fotografías de nuevo?

Grieg entregó la caja al director, quien las fue pasando con rostro compungido.

—No se puede negar que ha tenido una vida muy intensa…

Grieg extrajo el recortable del diablo y lo depositó junto a las vitolas calcinadas. El encargado, por su cuenta, examinó el recortable, fijándose especialmente en la elegancia del traje y en la extraña joya que lucía en la solapa.

—Está usted metido en un buen lío, ¿no? —dijo el director. Grieg eludió la pregunta—. Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que son puros habanos muy especiales, elaborados ex profeso para él en Cuba, y que incorporan una anilla de puro exclusiva. La misma que siempre cubre con sus huesudos dedos mientras fuma.

—¿Tiene idea de por qué lo hace?

—Una vez se lo pregunté abiertamente, y le aseguro que no es mi estilo.

—¿Y cómo reaccionó?

—Me miró mientras yo era atentamente escrutado por su corpulento guardaespaldas, y me dijo: «Eso forma parte de mi secreto. Quizás algún día alguien le formulará esa misma pregunta a usted.»

—Disculpe, pero no le entiendo… —dijo Grieg, un tanto desconcertado.

—Eso mismo pensé yo al escuchar su respuesta. Es extraño, pero creo que debo transmitirle una misteriosa frase que me dijo ese hombre un día. —El director tomó aire antes de hablar—. Recuerdo sus palabras: «La persona que sea capaz de adivinar dónde está físicamente la figura impresa en el centro de la anilla, ocupará mi lugar.»

—Extraña respuesta… ¿Y qué pasó después?

—Por algún motivo me alejé de él como si sus palabras encerrasen algo terrible… algo profético e infernal. Y justo ahora acabo de darme perfecta cuenta de lo temerario y peligroso que pudo resultar mi investigación…

—¿Qué investigación? —preguntó Grieg.

—Le recuerdo que nuestra conversación es confidencial, y si estoy hablando con usted es porque se trata de un tema que me preocupa desde hace un tiempo. No niego que, en beneficio del club, me gustaría aclararlo convenientemente.

El director le mostró a Grieg unas cuartillas donde había dibujados varios trazos a lápiz. Parecían figuras macabras… tal vez esqueletos o monstruos.

—Movido por la curiosidad que me provocaba adivinar la marca de puros que fumaba —continuó el director—, cada vez que el hombre se marchaba recogía yo las anillas. Fui dibujando una serie de bocetos con lo que pude sacar de ellas.

Grieg se sobrecogió al contemplar los bocetos. Aquellos macabros dibujos le transportaban hacia un escalofriante lugar donde había estado unas horas antes.

—Es todo cuanto sé. Puede quedarse el puro Petit Edmundo de Montecristo que eligió de la cava. Considérelo un regalo personal. Jamás volveré a hablar de este tema… Asunto archivado.

El hombre introdujo las anillas de puro y los dibujos en una máquina destructora de documentos.

Grieg se fue del club con unas inquietantes palabras resonando en su cabeza: «… La persona que sea capaz de adivinar dónde está físicamente la figura impresa en el centro de la anilla, ocupará mi lugar.»

59

Grieg volvió al lugar donde había estado con Lorena hacía tan sólo unas horas, un espacio formado de tupidas celosías de madera que olían a cera rancia.

Abrió con cuidado la portezuela del confesionario de la iglesia de Sant Gervasi. Aquel compartimento se conectaba mediante un pasadizo con el cementerio secreto, que es donde Grieg presentía que se encontraba la figura original que había inspirado el diseño de las anillas de papel de los puros.

Antes de cerrar el pivote de madera que atrancaba la puerta que daba acceso al oscuro pasillo, Grieg se aseguró de que ninguna de las escasas personas que estaban rezando en la iglesia se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Llevaba en el bolsillo un dibujo que él mismo había hecho, intentando recomponer los que había esbozado el director del club de fumadores.

La Cámara de la Viuda se hallaba a oscuras. Grieg levantó con cuidado el protector de la mirilla y comprobó que un hombre alto y corpulento estaba situado en las escaleras del panteón con la hierática postura de quien se encuentra de guardia.

Procurando no hacer ruido, Grieg se sentó en una silla y depositó sobre la pequeña mesa la hoja de bocetos que había dibujado al salir del hotel. Observó que en los esquemáticos dibujos latía el misterio del problema que le atenazaba. Pero no sólo eso: los dibujos albergaban el oscuro presentimiento que lo habían hecho volver.

En ellos aparecían huesos humanos, y entre todos se podía adivinar el esqueleto de una figura horripilante. En muchos de los bocetos sobresalían unos huesos por encima del cráneo, lo que hacía pensar en las figuras de piedra, de formas inhumanas, que decoraban el cementerio secreto. Aquélla era la sospecha que le había conducido hasta allí. Había llegado el momento de comprobar si sus suposiciones eran ciertas.

Grieg comenzó a rasgar la tela negra que acolchaba el interior de la Cámara de la Viuda. Cortó varias tiras de unos cincuenta centímetros, una de ellas mucho más ancha que las otras, y las fue depositando sobre la mesa.

Se dirigió a la puerta de acceso a la cámara y la abrió. Tras comprobar que el vigilante no podía verlo, tomó las tiras de tela que había extraído de las paredes y las tendió en el suelo, y a la tira más ancha le hizo un nudo corredizo.

A continuación, apoyó la espalda contra la pared y asió la tela que tenía el nudo corredizo. Conectó su teléfono móvil y seleccionó un tono de llamada en concreto. Al instante, se pudo oír en el mausoleo el suplicante maullar de un gato, que era uno de los tonos preseleccionados por el fabricante de su móvil.

El vigilante, al oír aquel lastimero maullido, se dirigió hacia el rincón del que provenía el sonido. Al llegar a un extremo del mausoleo, le extrañó ver que una de las losas que formaba la pared estaba abierta, y que de su interior provenía el maullido del felino.

Cuando bajó la cabeza para entrar en la cavidad, notó una fuerte presión en la clavícula y, seguidamente, alguien le anudó una tela en la nuca y le tapó la boca. En cuestión de segundos, le habían inmovilizado las manos a la espalda y le habían tapado los ojos.

Grieg fijó el vigilante a uno de los salientes de una moldura, con un nudo doble de montañero. Le quitó la pistola y la escondió entre los pliegues del sillón circular de terciopelo.

Sin demora, se dirigió a la entrada del panteón que había al final de la escalera de aquel enigmático cementerio. Allí esperaba encontrar al monstruo.

Desde la cima del pequeño altozano, Grieg vio cómo en el cielo parecían fundirse las nubes como si fueran gigantescas humaredas provenientes de un enorme crisol.

Si su terrible presentimiento resultaba cierto, la realidad empezaría a poner cerco a los límites de su cordura.

60

Lorena observó el gran ciprés que se elevaba majestuosamente en el jardín de la mansión. Después se volvió y cruzó aquellos silenciosos pasillos en los que el tiempo parecía haberse detenido.

Embriagada por aquella hermética armonía, Lorena entró en una sala en penumbra y se detuvo ante el autómata que tanto había fascinado a Grieg:
La vida de los condenados en el infierno.
Luego observó la sardónica cara del diablo, que se mostraba cínico y amenazador mientras blandía su afilado tridente.

«Ese
look
ya no va con los tiempos», pensó Lorena despectivamente. A continuación, marcó un número en su teléfono móvil. Tras varios tonos de llamada, alguien respondió al otro lado de la línea.

—¿Hola?

—¿Por qué no ha cogido el teléfono las últimas veces que le llamé? —preguntó Lorena.

—Aquí el que hace las preguntas soy yo —dijo la voz—. ¿Ya lo tiene todo preparado para esta noche?

—Sí —respondió ella lacónicamente—. Pero… es un sí con matices.

—Le queda muy poco tiempo…

—Lo sé.

La comunicación se cortó.

Lorena se dirigió a su habitación y sacó de una maleta un sobre con una tarjeta. En ella destacaba una palabra escrita en relieve y bañada en oro de veinticuatro quilates.

MEFISTOFELE

Sonriendo maliciosamente, Lorena tomó el vestido que descansaba sobre la cama junto a la escopeta de cañones recortados y se colocó ante el espejo. Por algún motivo, al ponerse aquel fastuoso traje encima de su ropa, sus movimientos se transformaron en una persuasiva maquinaria de sensualidad. Se trataba de un exclusivo modelo de Chanel en satén negro drapeado, con escote palabra de honor y un atrevido recogido a la altura de la cadera.

Lorena se desnudó lentamente, y antes de ponerse el vestido se miró ante el espejo. Entre las sombras de la habitación, observó la imagen de la monstruosa y huesuda figura que llevaba grabada a un lado del pecho.

«El tatuaje no rebasa los límites del escote», se dijo.

61

El cementerio secreto yacía envuelto por el engañoso silencio de los panteones señoriales.

Sin fiarse de aquella falsa calma, Grieg descendió la escalera hasta los gruesos portones de la entrada y comprobó que estaban fijados desde el exterior con un candado.

«Seguro que el monstruo se oculta entre estos muros», se dijo intentando no horrorizarse ante la idea de que alguien pudiera encontrarlo allí dentro.

Sacó de su bolsillo el papel donde había garabateado los bocetos al salir del club de fumadores y se dispuso a cotejarlos con los centenares de figuras de piedra que poblaban la entrada de los panteones.

Las esbeltas esculturas con caras angelicales parecían atenazadas por una oscura fuerza, como si, desde su pétrea inmovilidad, intentaran desvelarle el secreto del que se había apoderado la cohorte de monstruosas gárgolas que las rodeaban.

«¡Tengo que adivinar el secreto que parecen querer revelarme! Y dispongo de muy poco tiempo para averiguarlo antes de que vuelvan…», se apremió Grieg, con los bosquejos en la mano y observando aquellas figuras con forma de demonio que surgían de un modo amenazador entre enmohecidos fuegos de piedra.

Fue entonces cuando se fijó en un extravagante hipocampo de piedra que tenía, en vez de aletas, unas grotescas manos sumamente expresivas. Y de pronto reparó en un detalle revelador: todas las figuras de piedra, ya fuera con muñones, patagios o dedos, apuntaban hacia el mismo lugar del cementerio.

«¿Pero… cuál?», se preguntó el arquitecto.

Grieg volvió a mirar el papel, y como si se tratara de
un flash,
recordó una imagen que había visto aquella misma mañana, a través de la mirilla del compartimento secreto situado en el gran mausoleo de forma circular.

«¡Tendría que haberme dado cuenta mucho antes! Todas las figuras señalan hacia el panteón de las columnas… ¡Señalan a la Cámara de la Viuda!», se dijo.

Y sin perder tiempo, subió la escalera y entró en la Cámara de la Viuda. Una vez allí, se colocó tras el visor de bronce y lo apuntó hacia arriba, donde señalaban todas las quimeras de piedra. Deslizó el visor de izquierda a derecha, como si fuera un diminuto periscopio, hasta descubrir que en el lugar donde convergían las nervaduras, el centro mismo de la cúpula, se encontraba, esculpida en piedra, la misma figura que el anciano del Liceo destruía en sus puros. Se trataba de un monstruoso esqueleto con alas que parecía aullar en la calavera y que señalaba con su huesudo dedo índice hacia el sepulcro de la planta superior.

«No pierdas tiempo…», se dijo Grieg.

Abandonó la cámara y comenzó a subir las escaleras que conducían hasta la gran sepultura. Pero su mente se debatía entre dos fuerzas contradictorias: por un lado, quería averiguar el secreto que se escondía al final de la senda esencial; por otro, sabía que detrás de la figura del anciano había algo tenebroso e infernal.

Y volvió a recordar aquellas misteriosas palabras: «… La persona que sea capaz de adivinar dónde está físicamente la figura impresa en el centro de la anilla, ocupará mi lugar.»

«¿Qué lugar?», se preguntaba Grieg.

Entró en el mausoleo y ascendió por los estrechos escalones que conducían hasta el sepulcro, pero todo estaba igual que la última vez. Tal vez la única diferencia consistía en que ahora intuía que aquel sepulcro ocultaba algo «esencial».

BOOK: El laberinto de oro
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