Read El laberinto de oro Online

Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (38 page)

BOOK: El laberinto de oro
6.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Trató de calcular el punto exacto que señalaba el dedo del esqueleto alado situado en la clave de la bóveda. Y concluyó que esa línea imaginaria pasaría por un punto muy concreto: el centro del sepulcro.

Grieg, al percatarse de ello, apartó las mantas hasta descubrir la gran losa. Desechó golpear la piedra hasta partirla, lo que hubiera sido más lógico, pero con tal de que el guardián inmovilizado no intuyera sus movimientos, desechó la idea. Así que hizo palanca y alzó la losa lentamente hasta dejarla apoyada en una de las paredes del mausoleo.

Tomó de nuevo la linterna y apuntó hacia el espacio que ocultaba la losa.

—¡No es posible! —exclamó con voz ahogada.

Grieg agarró varios lingotes de oro y los dejó a un lado para continuar extrayendo otros, con la intención de llegar hasta el fondo, hasta el mismo centro de la base de piedra sobre la que reposaba aquel inmenso tesoro formado por centenares de lingotes de oro, exactamente iguales al que había desenterrado bajo el suelo de su propia casa antes de acudir al encuentro con Lorena.

«Aquí tiene que estar "la Piedra" —pensó, aturdido—. Debo llegar hasta el lugar que señala el esqueleto alado. Y tengo que hacerlo rápido, antes de que lleguen los esbirros y desaten al guardián de abajo.»

Gabriel Grieg trató de reprimir por todos los medios un sentimiento tan ajeno a él como era la codicia, palpó la fría superficie de los lingotes, en los que relucían las figuras del Ouroboros y del Catobeplás. Fue sacando lingotes hasta que la luz de la linterna reflejó un color diferente al del oro.

«¡Ahí se esconde la maldita joya que busco!»

Introdujo el brazo hasta el fondo de la cavidad y notó un material similar al plástico, que a su vez envolvía un objeto de textura algodonosa.

Por enésima vez, acudieron a su memoria las palabras que el anciano había dicho al director del club de fumadores: «… La persona que sea capaz de adivinar dónde está físicamente la figura impresa en el centro de la anilla, ocupará mi lugar.» Y sintió un escalofrío al recordar la sumisa reverencia que había hecho el juguetero mientras acompañaba aquel gesto con el infame tratamiento de «Señor».

Grieg sacó el objeto del fondo del hueco y lo iluminó con la linterna. Antes de distinguir nada, ya sabía de un modo inequívoco cuál era su fatídico contenido.

¡Ni siquiera prestó atención a la joya diabólica que por fin tenía ante sus ojos, la misma que Lorena denominaba «la Piedra»! En ella relucía una gran gema apresada por una afilada garra de dragón. Grieg, sin embargo, se limitó a observar la solapa de la levita a la que estaba inseparablemente unida.

Una terrible conmoción se apoderó de Grieg. Era un presentimiento tan maléfico que anulaba por completo la avaricia que podría despertar el incalculable valor de aquel tesoro que se amontonaba a sus pies… Intuyó que en el corazón de aquellos lingotes de oro se cobijaban, en un infernal presagio, la soledad, el espanto y el terror. La soledad de tener que olvidarse de uno mismo para siempre. El espanto de cargar sobre su espalda esos siniestros augurios. Y el terror que le provocaba el recuerdo de la conversación con el anciano del Liceo, cuando éste se refirió a la existencia física del diablo y dijo que cualquiera de nosotros puede ser el «elegido» para transformarse en él en el momento más imprevisto.

A Grieg, aún abstraído en aquellos pensamientos, le pareció oír el ruido del motor de varios automóviles, procedente del solar de la antigua iglesia.

«No puedo arriesgarme a que me descubran aquí. Debo marcharme inmediatamente.»

Recolocó en el hueco los lingotes de oro y volvió a taparlos con la pesada losa. Dispuso la manta sobre la tumba, procuró que todos los objetos quedasen en la misma posición y bajó rápidamente las escaleras.

Desde los escalones Grieg comprobó, aliviado, que los portones del cementerio continuaban cerrados. Después se dirigió a la Cámara de la Viuda, mientras el vigilante se agitaba violentamente y su voz se ahogaba en la tela que lo amordazaba. El arquitecto cortó la tela que ataba sus manos, y mientras el hombre terminaba de desatarse, entró en la cámara y atrancó la losa de mármol con la mesita.

Tras cerrar con llave la puerta de la Cámara de la Viuda, Grieg corrió hacia la salida secreta del confesionario.

62

Al salir de la iglesia de Sant Gervasi, Grieg montó en su moto y descendió por las estrechas calles que rodean el Turó de Monterols. No fue hasta llegar a la calle Balmes, ante un semáforo en rojo, cuando se detuvo y comprobó que nadie le había seguido.

Según su reloj, aún faltaban más de dos horas para su cita con Lorena.

Grieg no podía dejar de pensar en el fabuloso tesoro que estaba enterrado bajo el sepulcro, pero sobre todo, en la levita que llevaba prendida la joya diabólica.

«No puedo dejarme abatir por las circunstancias. Todo tiene una explicación racional, y voy a encontrarla, cueste lo que cueste», se dijo, con la mirada sombría y la expresión adusta, intuyendo que debería hacer frente a la terrible frase con la que se inicia la película
Corredor sin retorno,
de Samuel Fuller: «A quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco.»

La tarde, crepuscular, iba perdiendo su color gris, como si quisiera abandonarse a las sombras que se abatían sobre las fachadas como gigantescos telones de teatro. Tras la conmoción que había sufrido al encontrar el tesoro, la ciudad entera parecía empequeñecerse ante sus ojos.

Grieg, al volver la cabeza, descubrió su imagen reflejada en un escaparate. Y de pronto contempló cómo las luces de las farolas y los tubos de neón dibujaban, sobre la superficie de su casco, el rostro de un terrible monstruo.

«No puedo venirme abajo. ¡Ahora no! ¡Tengo que averiguar hasta dónde alcanza la amenaza!»

Un impulso irrefrenable le hizo aparcar la moto en la acera y coger la maléfica levita que había encontrado en la tumba. Se la probó y descubrió que le sentaba como un guante. Se acercó al aparador de una ferretería, y entre podaderas y guadañas, se miró en el espejo.

Grieg comprobó que llevaba puesta una levita que, sin duda, a Beau Brummel, el más sublime dandi de la historia, le hubiese parecido excepcional. Poseía la condición que el mismísimo Baudelaire exigía a todas sus provocativas levitas: «Admitir matices infinitos.»

Y además, así como la de Oscar Wilde estaba rematada con un clavel verde, la suya tenía en la solapa una inquietante joya con forma de garra de dragón que atrapaba, como a una luna fría, la extraña gema.

Una joya que daba miedo acariciar.

Grieg volvió a montarse en la moto y continuó bajando por la calle Balmes en dirección al mar. Trataba de convencerse de que todas las frases que había dicho el viejo en el despacho del Liceo, aunque en ese momento se abatieran sobre él como una bandada de cuervos, no eran más que artimañas absurdas e irracionales.

Sin embargo, estaba profundamente inquieto. Se sentía engañosamente abrigado por la levita, como si la prenda hubiera sido confeccionada para desempeñar la misma función que la de los guantes del juguetero en la Cámara Oscura. Él era una inofensiva figurilla de recortable y la ciudad entera aparecía como un gigantesco teatro de sombras chinescas, que se perdía en el fondo de la Diagonal, difuminado entre rojizas brumas.

Condujo abstraído en sus pensamientos hasta darse cuenta de que se encontraba muy cerca del lugar donde volvería a encontrarse con Lorena. Estaba en plena Rambla, a la altura del dragón de Leiva, muy cerca del Teatro del Liceo.

El lugar donde había comenzado todo.

«Estoy seguro de que Lorena tiene algo que ver con la fiesta de anoche», pensó.

Grieg dejó aparcada la moto en el Pla de la Boqueria y anduvo por las Ramblas en dirección al puerto. Fue entonces, mientras cruzaba el mosaico de Miró, cuando tomó plena consciencia de la oscura profecía que encerraban las palabras del anciano: «El diablo se pasea tranquilamente por las calles de Barcelona sin que nadie recabe lo más mínimo en su ominosa presencia…»

«Si sigo pensando en esto, acabaré perdiendo la cabeza», se dijo, y automáticamente se sintió invadido por una inusitada sensación de poder y de calma.

Al levantar la cabeza, comprobó que se encontraba frente a la fachada del Liceo. Insólitamente, el teatro estaba a oscuras. Sin embargo, de los pórticos surgía un contorno de luz que proyectaba una sombra sobre el suelo mojado de las Ramblas.

Grieg se quedó paralizado al ver que la sombra tenía la forma de un gigantesco demonio de grandes cuernos… Durante un momento no supo si la demoníaca sombra nacía o moría en sus pies.

63

Grieg se acercó lentamente a la fachada del Liceo.

Al mirar a través de los cristales de las puertas cerradas, descubrió algo increíble. En la parte posterior del vestíbulo había un cartel troquelado de grandes dimensiones que mostraba la figura del demonio. Aquella imagen era igual a la escultura del demonio que Grieg había visto en la capilla Marcús.

«Ahora ya sé qué fueron a hacer los fotógrafos suizos a la capilla Marcús —pensó Grieg—. Y no sé por qué…, pero me parece que la astuta Lorena está detrás de todo esto, y voy a hacer todo lo posible por averiguarlo.»

Gabriel Grieg miró la sañuda expresión del diablo de cartón, y después rozó la fabulosa joya que llevaba prendida en la solapa de su levita.

«Ojalá este traje me dé suerte en un momento como éste…»

Entonces, como si se tratara de una aparición, vio a Ziripot de Lanz, el sátiro que traficaba con artículos demoníacos la noche anterior en la Font del Gat.

El escuálido tipejo entraba en la calle Hospital en dirección a la plaza de Sant Agustí, y aunque no llevaba puesta su característica media capa, lo reconoció por su inconfundible forma de caminar, dando saltitos, y además iba apoyado en su bastón. Grieg se dispuso a seguirlo, manteniendo una distancia prudencial.

Observó cómo el hombre se detenía cerca de la calle Robadors y miraba alrededor, intentando detectar algún movimiento sospechoso; después se desvió por una callejuela. Al llegar allí, Grieg vio el solitario asfalto encharcado, pero supo enseguida qué puerta había traspasado el sátiro.

Era uno de los típicos locales modernistas que florecieron en la Barcelona
art déco
: la Bodega Bohemia.

El antiguo
bistrot
fue construido durante los primeros años del siglo XX, en pleno apogeo de la Barcelona del Excelsior o del burdel de Madame Petit en el Arc del Teatre.

De las paredes de la Bodega Bohemia colgaban, entre viejas guitarras, los retratos de antiguas
vedettes
de El Molino y de otros cabarés del Paralelo, además de amarillentas fotografías de la Bella Dorita, la Bella Chelito, toreros como Mario Cabré o artistas de la talla de Ava Gardner. Había una gran barra de madera maciza, surcada de serpenteantes molduras, sobre las que pendían varias lámparas de bronce y vidrio que iluminaban tenuemente el ajado terciopelo de los taburetes.

El establecimiento tenía diez reservados, separados por mamparas de madera y cristales ahumados. Contaba además con un antiguo piano de pared, donde estaba apostado un viejo pianista ciego que tocaba unas apagadas melodías que ya nadie conocía.

Cuando Grieg llegó, la sala estaba poco concurrida, y en el reservado más oscuro pudo distinguir la sombra del sátiro, que no dejó dudas acerca de su identidad al colocarse un estrafalario sombrero de cinco puntas. Unas chicas lo acompañaban. Grieg intuyó que el sátiro se disponía a realizar algún extraño ritual con ellas, ya que éstas, entre risitas, se colocaban en círculo a su alrededor.

Grieg se acercó a dos chicas que estaban sentadas a una mesa de mármol y que le estaban mirando insinuantemente desde que entrara. Éstas se asombraron al ver que la luz iluminaba el rostro de Grieg.

Grieg no entendía qué estaba ocurriendo, pues era la primera vez que las veía, y no podía adivinar lo que provocaba aquella cara de temor y fascinación. Fue hasta la barra, y entre sombras se dirigió a la persona que estaba junto a la caja. Era una mujer obesa de aspecto amargado.

—Me gustaría invitar a una copa a esas dos chicas en uno de los reservados —dijo Grieg mientras sacaba la cartera.

La
madame,
tras cobrar las consumiciones por adelantado, hizo un gesto con la mano, y las chicas se acercaron sin dejar de observar al cliente.

Grieg las esperaba sentado en un reservado semicircular, iluminado por dos tenues luces rojas, cuando las chicas llegaron con una botella de cava y copas de cristal. Grieg tenía justo delante al sátiro, cuya imagen se filtraba a través del ahumado cristal que separaba los reservados.

Ziripot de Lanz no paraba de gesticular con los brazos abiertos, mientras besaba y tocaba obscenamente a las chicas, que parecían conocer al tipejo de visitas anteriores.

Las dos muchachas seguían cuchicheando entre ellas, mientras echaban miraditas a Grieg, como si no pudieran creer lo que tenían delante.

—Me gustaría que me explicaseis qué os lleváis entre manos —dijo Grieg sonriendo.

—Pensábamos que ya lo habrías adivinado… —contestó misteriosamente una de las chicas.

—Se le esperaba en este lugar desde hacía mucho tiempo —confesó teatralmente la misma joven, mientras la otra observaba la joya que Grieg llevaba en la solapa.

—¿Os importaría explicaros mejor, mis bellas damas? ¿Qué tiene mi humilde persona que tanto parece admiraros?

—Mostramos admiración…, porque muchas fueron las veces que se os invocó… —contestó la otra chica—. Y hasta hoy no os habéis manifestado.

Las dos chicas extendieron todos los dedos de la mano menos el meñique y el anular. Era un símbolo inequívocamente demoníaco. Después llevaron sus manos bajo la mesa y comenzaron a acariciar lascivamente a Grieg.

Las chicas cerraron los ojos y pronunciaron unas extrañas palabras:

—¡Bienvenido seáis, señor de los avernos! —declamaron las dos jóvenes al unísono, mirándole a los ojos y sonriendo.

Aunque Grieg se mostraba imperturbable, aquellas palabras calaron como el silbido de mil serpientes. Con tal de averiguar qué estaba sucediendo, optó por meterse en la piel del personaje.

—Me gustaría que me explicarais por qué os comportáis de un modo tan inusual como poco respetuoso ante mí. ¡Os creía unas oficiantes mucho más sumisas! —exclamó.

Al oír aquello, una de las dos chicas soltó una risotada.

BOOK: El laberinto de oro
6.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Darkest Hour by Nielsen, Helen
Border Songs by Jim Lynch
Home Field Advantage by Johnson, Janice Kay
Off the Record by Rose, Alison